El último merovingio (2 page)

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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

La compensaría por ello, se dijo, aunque en realidad no sabía cómo iba a hacerlo. Al llegar a Grosvenor Road con la mente puesta en los encantos de Clementine, Dunphy echó una breve ojeada hacia la izquierda, y al poner el pie en la calzada estalló un concierto de bocinas y chirridos de frenos que lo sobresalta­ron y lo hicieron lanzarse a una rápida carrera. Una fila de coches, taxis, autobuses y camiones que se le aproximaban por la derecha pisaron los frenos y se detuvieron bruscamente mientras los conductores soltaban toda suerte de improperios.

Dunphy les hizo un gesto ambiguo con la mano y siguió corriendo, irritado consigo mismo por haberse distraído. Se dijo que debería tener más cuidado; en aquel oficio suyo era bastante fácil que a uno lo atacasen por el punto más vulnerable.

2

Dunphy empezó a sentir un hormigueo en la piel.

Minutos antes de que eso ocurriera se encontraba sentado a la mesa, frente al ordenador, escribiendo la carta a Crédit Suisse. De pronto comenzó a sonar el teléfono con esos timbrazos breves, cortantes y en cierto modo enojados que le recordaban a uno que estaba en Inglaterra y no en Estados Unidos. Al acercarse el auricular a la oreja oyó la voz de Tommy Davis, que sonaba trémula; a juzgar por el ruido de fondo y las voces que anunciaban salidas de vuelos de líneas aéreas, se encontraba en un aeropuerto.

«British Airways, salida del vuelo 2702…»

—¿Ja… Jack? —preguntó Tommy.

Fue entonces, justo entonces, cuando Dunphy empezó a notar un hormigueo en la piel.

«… con destino a Madrid.»

—¿Ja… Ja… Jack?

«Dios mío —pensó Dunphy. Tres sílabas y elevaba el tono de la voz al final—. Ya estamos.»

«Aerolíneas Syrian Arab…»

No hacía falta ser un genio. Aunque la voz de Tommy hubiera sonado normal, en realidad no había ninguna razón para que lo llamase por teléfono: habían terminado el trabajo y a Tommy se le había pagado; ahí debería haber acabado todo.

—¡Jack! ¡Por el amor de Dios! ¡Dime algo! ¿Estás ahí, muchacho?

—Sí, Tommy. ¿Qué ocurre?

—Pues que tenemos un problemilla —le explicó Tommy con aquel fuerte acento irlandés y voz cautelosa—. Acabo de enterarme hace muy poco. Una hora escasa.

—Ya veo —comentó Dunphy conteniendo la respiración—. ¿Y puede saberse cuál es ese problemilla que te ha llevado al aeropuerto?

—Escúchalo tú mismo —repuso Tommy—. Precisamente en estos momentos están hablando de ello en la BBC.

A Dunphy dejó de hormiguearle la piel, que pareció separársele del cuerpo, ponerse en pie y alejarse dejando atrás su cuerpo con los nervios al descubierto sobre aquel sillón giratorio adquirido en Harrods.

Respiró profundamente. Parpadeó un par de veces, se irguió en el asiento y acercó los labios al teléfono. De pronto había adoptado una actitud serena y hablaba en voz baja y tranquila.

—Resulta que no tengo radio en la oficina, Tommy. Así que, dime, ¿de qué demonios estás hablando? ¿Puede saberse de qué se trata?

—De nuestro profesor.

—¿Qué le pasa?

—Bueno, verás… el pobre hombre… Me temo que ha resultado herido.

—¿Que ha resultado herido?

—Bueno… el caso es que ha muerto.

—¿Ha sido un accidente, Tommy?

—¿Un accidente? No, de ninguna manera. Imposible, dadas las circunstancias. Le han cortado las pelotas… así que yo no diría que ha sido un accidente.

—Las pelotas…

—Tengo que coger un avión. Si me necesitas, me encontrarás en el bar de Frankie Boylan.

A continuación se cortó la línea y Dunphy empezó a sentirse mal.

Francis M. S. Boylan era un hombre duro que había pasado una temporada en la cárcel por una serie de atracos a bancos que Tommy y él habían cometido. Hubieran tenido o no motivaciones políticas dichos robos (la policía los calificaba de «recaudación de fondos para el IRA»), Boylan había aprovechado el tiempo y había guardado una parte del botín, lo suficiente para adquirir un pequeño negocio. Se trataba de un bar en la costa sur de Tenerife, justo enfrente de la playa nudista de Las Américas. Tommy y sus compinches acudían a él siempre que se veían metidos en algún lío demasiado gordo, es decir, cuando el problema no podían resolverlo los abogados, las armas ni el dinero. En resumidas cuentas, el Brooken Tiller era un escondite en el Atlántico situado a cien millas náuticas de la costa de África, doscientas millas al sur de la Roca, un agujero en el siglo xx.

«Mierda —pensó Dunphy—. Las islas Canarias. Tenerife. Las pelotas.»

Se le formó un nudo en el estómago. La BBC estaba al corriente.

Paseó la mirada por la habitación. Se hallaba en un tercer piso sin ascensor, en un reducto sórdido en medio de la mugre de Millbank, aunque a él le gustaba. El paisaje que se veía desde la ventana, salpicado de gotas de lluvia, era lúgubre y deprimente: un muro de ladrillo, un retazo de cielo gris y una valla publicitaria desconchada y descolorida: «CIGARRILLOS rothmans», decía el anuncio.

Dunphy había dejado de fumar hacía casi un año, pero sabía que había un paquete rancio de cigarrillos Silk Cut en el cajón superior del escritorio. Cogió uno sin pensarlo dos veces, lo encendió y dio una profunda calada. Durante unos instantes no sucedió nada, pero luego tuvo la impresión de que estaba a punto de levitar. Después tosió.

No había motivo para dejarse invadir por el pánico. Dunphy simplemente le había pagado a Tommy para que instalase un transmisor Infinity en el teléfono del profesor. El artilugio había estado funcionando durante más de un mes. Tenía que reconocer, o al menos eso parecía, que al profesor lo habían asesinado, pero nada hacía pensar que su muerte fuera en modo alguno consecuencia de las escuchas telefónicas. Dunphy se dijo que se trataba tan sólo de una terrible coincidencia.

Embarazoso, sí, pero…

«Estas cosas… pasan.»

No obstante, Dunphy era consciente de que no pasaban en Inglaterra, y si sucedían, no era precisamente de aquel modo. Si al profesor lo hubiesen liquidado unos profesionales, miembros del SAS, por ejemplo, le habrían metido un par de balas en el bombín y otra en el pecho, y ahí habría acabado todo. Pero si Tommy estaba en lo cierto, a aquel pobre diablo lo habían… castrado, lo que significaba que se trataba de un crimen sexual o algo parecido.

Se quedó mirando cómo la mugre chorreaba por el vidrio de la ventana hasta que el teléfono sonó por segunda vez, lo que le produjo un sobresalto que lo devolvió a la realidad. No quería contestar. Sentía que el estómago iba subiéndole poco a poco hasta la garganta. El teléfono no dejaba de sonar con estridencia.

Finalmente lo cogió y lo sostuvo ante sí como si de una serpiente se tratara.

—¿Oiga? —Dunphy oyó el pitido intermitente de un teléfono público, el sonido de las monedas al caer y luego de nuevo la voz—: Lárgate de ahí.

Era Curry, pensó Dunphy, aunque apenas reconocía la voz, que le llegaba entrecortada.

—¡Vete a casa! ¡Ahora mismo! ¿Me comprendes?

«Dios mío, está en un teléfono público y ha puesto un pañuelo para disimular la voz», pensó Dunphy.

—Creo que tenemos que hablar —le dijo Dunphy.

—Vete a casa.

—¿A qué casa?

—A tu casa de verdad.

—¿Qué?

—Márchate. Ahora mismo. No te molestes en hacer las maletas y no te acerques a tu apartamento. Mandaré allí a un equipo de limpieza dentro de media hora. Te enviarán tus pertenencias dentro de un par de días.

Dunphy se sentía aturdido.

—Hoy es sábado —señaló—. ¡Voy en chándal! Ni… ni siquiera llevo encima el pasaporte. ¿Cómo voy a…?

—¿Te has enterado de la noticia? Quiero decir, ¿has oído las puñeteras «Noticias de las diez»?

—Sí… en cierto modo. Quiero decir… un amigo irlandés acaba de llamarme y… ¡Jesse, tengo que vivir mi vida! ¡Por Dios! No puedo irme así, sin más…

—¡Se suponía que tenías que hacer limpieza!

—Y la hicimos. Bueno, quiero decir que la hizo él… Ese hombre la hizo por mí. Le pedí que fuera allí… ¿cuándo fue…? Anteayer.

—Pues han encontrado un aparato.

—¿Un qué?

—Digo que la policía ha encontrado un aparato. —Se hizo una pausa y Dunphy notó que Jesse Curry respiraba profundamente varias veces—. Escúchame, amigo, hay ciertas personas… policías… que intentan… ahora mismo, mientras nosotros hablamos… averiguar de quién es ese micrófono. Están haciendo in-ves-ti-ga-cio-nes, y creo que ya tienen un nombre. ¿Comprendes lo que te digo?

—Desde luego.

—Bueno, pues… ¿cuánto tiempo crees que tardarán en dar

con ese irlandés hijo de puta amigo tuyo y en llegar después hasta ti? ¿Un día? ¿Dos?

—No lo encontrarán. Ya ha salido del país.

—Muy bien. Pues eso precisamente es lo que quiero que hagas tú: no vuelvas a tu apartamento, y coge el primer vuelo hacia Estados Unidos.

—¿Y cómo coño voy a hacerlo…? ¡Ya te lo he dicho, ni siquiera llevo encima la cartera! He venido a la oficina corriendo para hacer ejercicio.

—Mandaré a un mensajero a la sala de llegadas. Terminal 3, justo a la puerta de los que no tienen nada que declarar. Sostendrá un letrero de cartón. —Curry hizo una pausa y Dunphy casi consiguió oír lo que el otro pensaba—. En el letrero dirá «Señor Torbitt». Búscalo.

—¿Y luego qué?

—Te llevará todo lo que necesites: pasaporte…

—Dinero en efectivo…

—Eso, un billete para Estados Unidos y una maleta llena de ropa de cualquiera. Probablemente suya.

—¿Y para qué quiero yo la ropa de otro?

—¿Cuándo fue la última vez que viste que alguien cruzara el Atlántico sin maleta?

—Mira, Jesse…

Bip-bip-bip. El teléfono público pedía otra moneda.

—¡Vete a casa!

—¡Mira, no creo que sea una buena idea!

Bip-bip.

—Tú hazlo.

—Pero…

Bip-bip.

—¡Se me han acabado las monedas!

Se oyó un ruido al otro extremo de la línea, una maldición ahogada, un armónico lejano y todo se acabó. Se había cortado.

Dunphy, aturdido, se recostó en el sillón. Dio una calada al cigarrillo, retuvo el humo durante unos instantes y luego lo expulsó. Se inclinó hacia adelante, apagó el pitillo en el cenicero y se quedó mirando la pared.

«No vuelvas a tu apartamento. Enviaré allí a un equipo de limpieza…»

Un «equipo de limpieza». ¿Y Clementine? ¿Seguiría dormida? ¿Se la llevarían en el carrito de la ropa sucia? Se abalanzó sobre el teléfono, marcó el número de su casa y aguardó. Oyó la señal

de llamada con intervalos de interferencias en la línea. Al cabo de un minuto que le pareció una hora, colgó imaginando que Clementine se habría marchado ya. ¿Sería conveniente llamarla a su casa?

Dunphy negó con la cabeza y masculló para sus adentros que Clementine era demasiado importante como para tomarse la situación a la ligera. De todos modos, la operación se estaba viniendo abajo, había cosas que hacer… y, además, tenía que encargarse de hacerlas personalmente, y cuanto antes mejor. Al final sería él quien tendría que hacer su propia limpieza: lavaría los «trapos sucios».

Suspiró, tocó el ratón, que estaba junto al teclado, e hizo clic en «Archivo». Volvió a hacer clic en «Cerrar» y una tercera vez en «Reiniciar el ordenador en modo MS-DOS». Luego se inclinó sobre la mesa y empezó a formatear el ordenador.

CD/DOS

Aquello le produjo la misma emoción vertiginosa que siente un paracaidista la primera vez que se lanza al vacío. Ahí va, aquí viene… nada.

DEBUG G=C800:5

El ordenador empezó a hacer una serie de preguntas que Dunphy respondió de manera mecánica golpeando las teclas. Al cabo de un rato, el disco duro empezó a producir un chirrido. Transcurrió una eternidad, en la que Dunphy no paró de fumar, hasta que el chirrido cesó y la línea de órdenes se puso a parpadear:

FORMAT COMPLETE

La máquina sufría muerte cerebral, el cursor titilaba débilmente. Dunphy sudaba sin parar. Un año de trabajo tirado por la borda.

Y luego, para asegurarse de que borraba toda la información, pasó un programa que sobreescribía cada byte del disco duro con el número 1.

El ordenador era el asunto principal de los muchos de que tenía que ocuparse, pero había otros detalles, incluidas algunas cartas que aguardaban a que las echase al correo. La mayor parte

de la correspondencia era trivial, pero por lo menos una de las cartas no. Iba dirigida a un cliente llamado Roger Blémont y contenía detalles de una cuenta recién abierta en Jersey, en las islas Anglonormandas. Sin la carta, Blémont no podría acceder al dinero, que era mucho.

Dunphy se quedó pensando en ello. No sería mala idea hacer que Blémont esperase un poco para cobrar. Al fin y al cabo se trataba de ganancias obtenidas por malos medios y destinadas a malos fines. Aun así, aquel dinero sucio era el dinero sucio de Blémont y…

No tenía tiempo de preocuparse ahora por aquella mierda. En aquel momento, no: el mundo se estaba desmoronando a su alrededor. Metió las cartas en el portafolios con la idea de echarlas al correo en el aeropuerto. Sacó una agenda del cajón superior del escritorio, la dejó caer dentro del maletín y se puso en pie. Luego cruzó la habitación y se acercó a un archivador que contenía los restos de su falsa identidad: correspondencia de negocios y documentación de empresa. En su mayor parte no se trataba más que de papeles que podía dejar atrás sin que ello supusiera peligro alguno para él. Pero había unos cuantos expedientes que Dunphy consideraba confidenciales. Uno de ellos contenía varias páginas de la agenda del año anterior. En otro guardaba las facturas que le había pasado Tommy Davis en concepto de diversos «servicios de investigación». Un tercer fichero era el depósito de los recibos de «gastos de representación», entre los que se encontraban las reuniones que celebraba regularmente con Curry, algunas comidas con el representante del FBI y con el coordinador de misiones del Departamento de Vigilancia Anti Drogas en el Reino Unido. Aquellos expedientes confidenciales estaban repartidos por los cuatro cajones del archivador, pero los encontró fácilmente, pues eran las únicas carpetas que llevaban etiquetas azules.

Uno a uno fue cogiendo los expedientes y formó con ellos una pila de doce o quince centímetros de grosor. Después llevó el montón hasta la chimenea y, agachado bajo la destartalada repisa de la misma, colocó las carpetas en el suelo. Mientras apartaba los falsos troncos de leña se le ocurrió la posibilidad de que nadie hubiera encendido aquella chimenea durante más de treinta años… desde que la Ley del Aire Limpio había puesto fin a los humos causantes de la famosa niebla de la ciudad.

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