El valle de los caballos

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Authors: Jean M. Auel

 

Una odisea inolvidable impregnada de misterios y aventuras. Una novela que nos devuelve al exótico mundo originario de El Clan del Oso Cavernario y a nuestra protagonista, Ayla, en el momento en que abandona la seguridad del Clan en el que creció, y parte sola hacia un viaje épico lleno de descubrimientos.

En El Valle de los Caballos encuentra refugio, y allí es donde el destino la conduce a un desconocido Jondalar, que provoca en Ayla nuevas y desconocidas sensaciones. Sin embargo, pronto se ve transportada hacia un deseo que va despertándose y que será transcendente para el futuro de la humanidad.

Jean M. Auel

El valle de los caballos

Los hijos de la Tierra

ePUB v1.1

Conde1988
27.03.11

Mapa

Capítulo 1

Estaba muerta. No importaba que gélidas agujas de lluvia helada la despellejaran, dejándole el rostro en carne viva. La joven entrecerraba los ojos de cara al viento y apretaba su capucha de piel de lobo para protegerse mejor. Ráfagas violentas le azotaban las piernas al sacudir la piel de oso que las cubría.

Aquello que había delante, ¿serían árboles? Creyó recordar haber visto una hilera rala de vegetación boscosa en el horizonte, horas antes, y deseó haber prestado mayor atención o que su memoria fuera tan buena como la del resto del Clan. Seguía pensando en sí misma como Clan, aun cuando nunca lo había sido, y ahora estaba muerta.

Agachó la cabeza y se inclinó hacia el viento. La tormenta se le había venido encima súbitamente, precipitándose desde el norte, y Ayla estaba desesperada por la necesidad de encontrar un refugio. Pero estaba muy lejos de la caverna y no conocía aquel territorio. La luna había recorrido todo un ciclo de fases desde que se marchó, pero seguía sin tener la menor idea de adónde se dirigía.

Hacia el norte, la tierra firme más allá de la península: era lo único que conocía. La noche en que murió Iza, le dijo que se marchara, porque Broud hallaría la forma de lastimarla en cuanto se convirtiera en jefe. Iza no se había equivocado. Broud la había lastimado, mucho más de lo que ella hubiera podido imaginar.

«No tenía razón alguna para quitarme a Durc», pensaba Ayla. «Es mi hijo. Tampoco tenía ningún motivo para maldecirle. Fue él quien enojó a los espíritus. Fue él quien provocó el terremoto.» Por lo menos, esta vez ya sabía lo que la esperaba. Pero todo sucedió tan aprisa que incluso el clan había tardado algo en aceptarlo, en apartarla de su vista. Pero nadie pudo impedir que Durc la viera, aun cuando estuviera muerta para el resto del clan.

Broud la había maldecido en un impulso provocado por la ira. Cuando Brun la maldijo por vez primera, había preparado a todos; había tenido razón, ellos sabían que debía hacerlo y él brindó a Ayla una oportunidad.

Alzó la cabeza afrontando otra borrasca helada y se percató de que oscurecía. Pronto sería de noche y sus pies estaban entumecidos. Una nevisca glacial estaba empapando las envolturas de cuero que protegían sus pies, a pesar del aislamiento de hierbas con que las había rellenado. Sintió algo de alivio al divisar un pino enano retorcido.

Los árboles escaseaban en la estepa; sólo crecían allí donde hubiera suficiente humedad para alimentarlos. Una doble hilera de pinos, abedules o sauces, esculpidos por el viento en formas atrofiadas, solía indicar una corriente de agua. Era una visión reconfortante en la temporada seca en un terreno con poca agua subterránea. Cuando las tormentas aullaban por las planicies abiertas desde el gran ventisquero del norte, los árboles brindaban protección, por reducido que fuera su número.

Unos cuantos pasos más condujeron a la joven hasta la orilla de un río, aunque sólo un angosto canal de agua corría entre las riberas aprisionadas por el hielo. Se volvió hacia el oeste para seguir aquella corriente río abajo, en busca de una vegetación más densa que le brindara un mejor refugio que la maleza cercana.

Avanzó trabajosamente con la capucha cubriéndole media cara, pero alzó la mirada al sentir que el viento se había interrumpido súbitamente. Al otro lado del río, un risco bajo protegía la ribera opuesta. La hierba no le sirvió de nada cuando cruzó el agua helada, que se filtró entre las envolturas de sus pies, pero Ayla agradeció sentirse al abrigo del viento. La orilla de tierra se había hundido en un punto, dejando un saliente con raíces enmarañadas y vegetación muerta y entrelazada; justo debajo había un lugar seco.

Desató las correas que sujetaban el cuévano a su espalda y se lo quitó de encima; sacó una pesada piel de bisonte y una fuerte rama lisa. Preparó una tienda baja, inclinada, que apuntaló con piedras y trozos de madera del río. La rama la mantenía abierta al frente.

Ayla aflojó con los dientes las correas de las cubiertas que, a modo de guantes, le envolvían las manos. Se trataba de trozos de cuero peludo, de forma circular, atados alrededor de las muñecas, con una raja abierta en las palmas para que pudiera sacar el dedo pulgar cuando quisiera agarrar algo. Las abarcas que calzaba estaban hechas de la misma forma pero sin hendidura; le costó trabajo soltar las ataduras de cuero, hinchadas, que le rodeaban los tobillos. Al quitárselas, tuvo buen cuidado de conservar la hierba mojada.

Tendió su capa de piel de oso sobre la tierra, dentro de la tienda, con la parte mojada hacia abajo; colocó encima la hierba y los protectores de manos y pies, y se metió con los pies por delante. Se arrebujó en la piel y tiró del cuévano para cerrar la entrada de la tienda. Después de frotarse los pies cuando su nido de pieles húmedas comenzó a caldearse, se hizo un ovillo y se quedó dormida.

El invierno estaba lanzando sus gélidos estertores, cedía lentamente el paso a la primavera, pero la estación juvenil coqueteaba caprichosa. Entre helados recordatorios de un frío álgido, insinuantes indicios templados prometían calor estival. Un cambio brusco hizo que la tormenta se calmara en el transcurso de la noche.

Ayla despertó a los reflejos de un sol deslumbrante que brillaba desde rastros de hielo y nieve a lo largo de las riberas, bajo un cielo azul profundo y radiante. Jirones desgarrados de nubes se movían majestuosamente muy lejos en dirección al sur. Ayla salió a gatas de su tienda y corrió descalza hasta la orilla del río, con su bolsa para agua. Sin hacer caso del intenso frío, llenó la vejiga cubierta de cuero, bebió un buen trago y volvió a meterse, también a gatas, bajo la piel de oso para entrar de nuevo en calor.

No se quedó allí mucho rato. Tenía demasiadas ganas de salir ahora que había pasado el peligro de la tormenta y que el sol la llamaba. Se envolvió los pies, secos ya por el calor de su cuerpo, en sus abarcas y ató la piel de oso sobre la capa de cuero forrada de pieles en que había dormido. Luego cogió un trozo de tasajo del cuévano, recogió la tienda y las manoplas y se puso en camino mientras masticaba la carne.

El curso del río era bastante recto, corría colina abajo y se podía seguir sin dificultad. Ayla canturreaba para sí una melodía. Vio trazos de verde en los matorrales de la orilla. Una florecilla que mostraba audazmente su diminuto rostro entre charcos de aguanieve, la hizo sonreír. Un trozo de hielo se desprendió, fue saltando junto a ella durante un corto trecho y después avanzó veloz, flotando en la rápida corriente.

Cuando Ayla dejó la caverna, ya había comenzado la primavera, pero el extremo sur de la península era más cálido y la estación empezaba más temprano. Además, la cadena montañosa constituía una barrera contra los rigurosos cierzos helados, y las brisas marítimas del mar interior calentaban y regaban la estrecha franja costera y las pendientes que daban al sur, favoreciéndolas con un clima templado.

Las estepas eran más frías. Ayla había bordeado el extremo oriental de la cordillera, pero, al avanzar hacia el norte por la pradera descampada, la estación avanzó al mismo paso que ella. No parecía que fuera nunca a hacer más calor que al principio de la primavera.

Los chillidos roncos de las golondrinas de mar llamaron su atención. Alzó la mirada y pudo ver algunas de las aves parecidas a las gaviotas, que giraban y planeaban sin esfuerzo con las alas extendidas. Pensó que el mar debía de quedar cerca; las aves estarían haciendo sus nidos ahora..., eso significaba huevos. Aceleró el paso. También era posible que hubiera mejillones en las rocas, almejas y lapas, así como charcos dejados por la marea al retirarse, llenos de anémonas de mar.

El sol se aproximaba a su cenit cuando Ayla llegó a una bahía protegida, formada por la costa meridional del territorio continental y el flanco noroeste de la península. Por fin había llegado al ancho paso que unía la lengua de tierra con el continente.

Ayla se deshizo de su cuévano y trepó por una abrupta cornisa que dominaba todo el panorama circundante. El azote de las olas había desprendido trozos dentados de la roca maciza por el lado del mar. Una bandada de alcas y golondrinas de mar la increpó con iracundos gritos mientras recogía huevos. Cascó algunos y los sorbió, todavía tibios por el calor del nido. Antes de bajar metió unos cuantos más en uno de los repliegues de su capa.

Se descalzó y caminó por la arena, lavándose los pies con el agua de mar y limpiando de arena los mejillones que había arrancado de la roca a nivel del mar. Anémonas como flores recogieron sus falsos pétalos cuando la joven tendió la mano para sacarlas de las charcas poco profundas que la bajamar había dejado tras de sí. Pero su color y su forma le resultaban desconocidos. Completó, pues, su almuerzo con unas cuantas almejas desenterradas de la arena allí donde una ligera depresión revelaba su presencia. No encendió fuego; saboreó crudos los dones del mar.

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