El valle de los caballos (24 page)

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Authors: Jean M. Auel

Dejó cuidadosamente las dos piedras en el cuero que le cubría el regazo, sobre el hueso de pata de mamut, y juntó los materiales necesarios para encender un fuego. Cuando estuvo lista, recogió las piedras, las mantuvo cerca de la yesca y las golpeó una contra otra. Saltó una chispa que se apagó sobre las piedras frías. Cambió el ángulo, repitió la operación, pero con menos fuerza. Golpeó más fuerte y vio que una chispa caía en medio de la yesca: chamuscó unas cuantas hebras y se apagó, pero la plumita de humo era alentadora. La próxima vez que golpeó las piedras sopló una ráfaga de viento y la yesca se encendió un segundo antes de que se apagara la chispa.

«¡Pues naturalmente! Tengo que soplar.» Cambió de postura para poder soplar sobre la llamita incipiente y produjo otra chispa con las piedras: fue una chispa fuerte, brillante, que duró bastante y cayó donde debía; Ayla estaba lo suficientemente cerca para sentir el calor mientras soplaba para convertir la yesca ardiente en llamarada; le echó trocitos de leña, virutas y astillas, y casi sin darse cuenta, encendió una hoguera.

Era ridículamente fácil. No podía creer lo fácil que era. Tuvo que volver a demostrárselo a sí misma. Recogió más yesca, más viruta y más astillas; en un santiamén ardió una segunda hoguera, seguida de una tercera y una cuarta. Sentía una excitación compuesta, en parte, de miedo, asombro y júbilo por el descubrimiento, y de una fuerte dosis de convencimiento de hallarse ante un prodigio, al tiempo que se apartaba y miraba cuatro fuegos separados, surgidos, cada uno de ellos, del pedernal.

Whinney trotó hacia ella, atraída por el olor a humo. El fuego, otrora tan temido, olía ahora a seguridad.

–¡Whinney! –llamó Ayla, corriendo hacia la yegua. Tenía que contárselo a alguien, compartir su descubrimiento, aun cuando sólo fuera con un caballo–. ¡Mira! –señaló–. Mira esos fuegos. Están hechos con piedras, Whinney. ¡Piedras! –el sol se abrió paso entre las nubes y de repente la playa entera pareció rutilar.

«Estaba equivocada cuando pensé que esas piedras no tenían nada de particular. Debería haberlo comprendido; mi tótem me dio una. Míralas. Ahora que lo sé, puedo ver el fuego que vive dentro de ellas.» Se quedó pensativa unos segundos. «Pero ¿por qué yo? ¿Por qué me ha sido revelado a mí? Mi León Cavernario me dio una para decirme que Durc viviría. ¿Qué me estará diciendo ahora?»

Recordó el extraño presentimiento que había tenido cuando el fuego se apagó y, de pie entre cuatro hogueras ardiendo, se estremeció, experimentándolo de nuevo. Y de repente sintió un alivio abrumador, a pesar de que ni siquiera se había percatado antes de lo preocupada que estaba.

Capítulo 8

–¡Hola! ¡Hola! –Jondalar agitaba los brazos mientras gritaba y corría hacia la orilla del río.

Experimentaba una sensación abrumadora de alivio. Casi había renunciado, pero el sonido de otra voz humana le inundó de una nueva oleada de esperanza. No se le ocurrió siquiera que tal vez fuesen hostiles, nada podía ser peor que el desamparo total en que se había sentido. Y no parecían hostiles.

El hombre que le había llamado sostenía un cabo de maroma, sujeto en un extremo al extraño y enorme pájaro acuático. Jondalar pudo ver que no era una criatura viviente, sino una especie de barcaza. El hombre le lanzó la cuerda; Jondalar dejó que cayera y se metió en el agua para recuperarla. Un par de personas más, tirando de otra soga, salieron y vadearon entre el agua que se arremolinaba rodeando sus muslos. Uno de los hombres, sonriendo al ver la expresión de Jondalar –en la que se mezclaban la esperanza, el alivio y la perplejidad por no saber qué hacer con la cuerda que había agarrado–, le quitó la guindaleza de entre las manos; atrajo la lancha más cerca y después ató la soga a un árbol y fue a ver la otra, que estaba amarrada a una rama que sobresalía de un árbol muy grande, medio sumergido en el río.

Otro de los ocupantes de la embarcación saltó por la borda y se colgó de la rama para comprobar su estabilidad. Dijo algunas palabras en un idioma desconocido, y entonces colocaron una tabla, a modo de escalera, a través de la rama. Después subió de nuevo a bordo para ayudar a una mujer a que acompañara a una tercera persona por la pasarela y la rama hasta la orilla, aunque daba la impresión de que la ayuda era más tolerada que necesaria.

La persona en cuestión, objeto sin duda del mayor respeto, tenía un porte sereno, casi regio, pero había en ella algo equívoco, una ambigüedad que Jondalar no acertaba a definir. El viento levantaba mechones de largos cabellos blancos atados en la nuca, apartados de un rostro afeitado –o lampiño–, arrugado por los años, pero con un cutis suave y luminoso. Había fuerza en la línea de la mandíbula, en el mentón prominente. ¿O sería carácter?

Jondalar se percató de que estaba de pie en el agua fría cuando le hicieron señas de que se aproximara, pero el enigma no se resolvió al mirar más de cerca; tuvo la sensación de que estaba pasando por alto algo que tenía importancia. Entonces se detuvo y contempló un rostro en el que había una sonrisa compasiva, interrogante; ojos penetrantes de un matiz indefinido entre gris y avellana. Lleno de asombro, Jondalar se fijó de pronto en las circunstancias que rodeaban a la persona misteriosa que esperaba pacientemente frente a él y trató de encontrar algún indicio sobre el sexo al que pertenecía.

La estatura no servía: alto para ser mujer, bajo para ser hombre. La ropa amplia y sin forma disimulaba los detalles físicos; incluso el andar dejó perplejo a Jondalar. Cuanto más miraba sin hallar respuesta, mayor era el alivio que sentía. Sabía que había personas así: habían nacido en el cuerpo de un sexo, pero con las tendencias del otro. No eran una cosa ni otra, o eran ambas, y por lo general entraban a formar parte de Quienes Servían a la Madre. Con poderes derivados a la vez de elementos femeninos y masculinos y concentrados en ellos, tenían fama de ser extraordinariamente hábiles para curar.

Jondalar estaba lejos de su hogar y no conocía las costumbres de aquella gente, pero no puso en duda que la persona que estaba de pie frente a él poseía tales poderes. Tal vez fuera Uno que Servía a la Madre, tal vez no; no importaba. Thonolan necesitaba que le curaran y había llegado alguien que sabía cómo hacerlo.

Pero ¿cómo se habían enterado de que hacía falta atender a un herido? ¿Cómo supieron llegar hasta allí?

Jondalar echó otro tronco al fuego y vio cómo un surtidor de chispas despedía humo en la noche. Se cubrió más la espalda desnuda con su saco de dormir y se apoyó en una peña para contemplar las chispas inmortales que tachonaban el firmamento. Una forma flotó en su campo visual, tapando parte del cielo estrellado. Tardó un instante en adaptar su visión para que pasara de las profundidades infinitas a la cabeza de una joven que le tendía una taza de té humeante.

Se sentó en el acto, dejando al descubierto un buen trozo de muslo desnudo antes de tirar de su saco de dormir y subírselo, al mismo tiempo que echaba una mirada de soslayo al pantalón y las abarcas, que estaban colgados cerca del fuego, secándose. Ella sonrió, y aquella sonrisa transformó a la joven de aire algo solemne, tímida y de suaves facciones, en una beldad de ojos brillantes. Nunca había presenciado un cambio tan asombroso, y la sonrisa con que le respondió revelaba su admiración. Pero ella había escondido la cara para reprimir una carcajada traviesa, pues no quería avergonzar al forastero. Cuando volvió a mirarle, sólo quedaba un centelleo en su mirada.

–Tienes una preciosa sonrisa –dijo al coger la taza.

Ella meneó la cabeza y respondió con palabras que sin duda significaban que no comprendía lo que le había dicho.

–Ya sé que no puedes entender lo que digo, pero sigo deseando expresarte lo agradecido que estoy por tu presencia aquí.

Ella le observó detenidamente y el joven tuvo la impresión de que deseaba tanto como él poder establecer una comunicación. Siguió hablando, temeroso de que se alejara si dejaba de hacerlo.

–Es maravilloso poder hablarte, el mero hecho de saber que estás aquí –bebió a pequeños sorbos–. Sabe bien. ¿Qué es? –preguntó, sosteniendo la taza–. Me parece reconocer manzanilla.

La muchacha asintió y se sentó junto al fuego, respondiendo a las palabras de él con otras que comprendía tan poco como ella las suyas. Pero su voz era agradable y parecía darse cuenta de que él deseaba su compañía.

–Quisiera darte las gracias. No sé lo que habría hecho si no hubiérais llegado –frunció el ceño al recordar la preocupación y la tensión que a la sazón le embargaban y ella sonrió con simpatía–. Me gustaría que me explicases cómo supisteis que estábamos aquí y cómo vuestro zelandoni, o quienquiera que sea, supo venir.

Ella le respondió señalando la tienda que habían levantado allí cerca y que brillaba merced a la luz que había dentro. Él meneó la cabeza, frustrado; parecía que ella casi le entendía, pero él no podía comprenderla.

–Supongo que no importa –dijo Jondalar–, pero ojalá vuestro sanador me dejara estar con Thonolan. Incluso sin palabras, resultó evidente que mi hermano no obtendría ayuda mientras yo estuviera presente. No dudo de la capacidad del curandero, pero hubiera querido quedarme con él. Eso es todo.

La miraba con una expresión tan seria que ella le puso la mano en el brazo para tranquilizarle; Jondalar trató de sonreír, pero lo hizo con tristeza. La solapa de la tienda atrajo su atención al abrirse y salir una mujer de edad.

–¡Jetamio! –gritó ésta y añadió otras palabras. La joven se puso de pie rápidamente, pero Jondalar le sujetó la mano para retenerla.

–¿Jetamio? –preguntó, señalándola. Ella asintió–. Jondalar –dijo entonces, dándose golpes en el pecho.

–Jondalar –repitió la joven lentamente. Luego volvió la mirada hacia la tienda, se golpeó a sí misma, después a él, y señaló hacia la tienda.

–Thonolan –aclaró Jondalar–. Mi hermano se llama Thonolan.

–Thonolan –repitió ella, apartándose para volver a toda prisa a la tienda. Cojeaba ligeramente, según observó el joven, aun cuando eso no parecía afectarla.

Su pantalón seguía húmedo, pero, de todos modos, se lo puso y echó a correr hacia el arbolado, sin tomarse la molestia de atarlo ni de calzarse las abarcas. Había estado aguantando su necesidad desde que despertó, pero su ropa de repuesto estaba en la mochila, que había quedado en la tienda grande cuando el curandero se puso a prestar sus cuidados a Thonolan. La sonrisa de Jetamio la noche anterior le hizo pensarlo dos veces antes de echar a correr hacia los árboles con sólo su corta camisa interior. Y tampoco quería arriesgarse a quebrantar ningún tabú o costumbre de aquellas personas que le estaban ayudando..., menos aún con dos mujeres en el campamento.

Primero había intentado levantarse y caminar envuelto en su saco de dormir, pero había esperado tanto antes de que se le ocurriera ponerse el pantalón, mojado o no, que estaba a punto de olvidar su confusión y echar a correr. De todos modos, la risa de Jetamio le siguió.

–Tamio, no te rías de él. No está bien –dijo la mujer mayor, pero la severidad de su regañina fracasó, pues ella misma tuvo que reprimir la risa.

–Oh, Rosh, no quería burlarme de él, pero no he podido remediarlo. ¿Le has visto caminar con su saco de dormir? –empezó de nuevo a reír, aunque luchaba por dominarse–. ¿Por qué no se habrá levantado antes?

–Tal vez las costumbres de su gente sean distintas, Jetamio. Deben de haber hecho un largo viaje. Nunca he visto ropa como la que llevan, y su lenguaje es totalmente distinto. La mayoría de los viajeros tienen palabras que se parecen. Creo que yo no podría pronunciar algunas de las palabras que el hombre rubio dice.

–Puede que tengas razón. Debe de tener cierto reparo a mostrar su piel. Si le hubieras visto ruborizarse anoche, sólo porque le vi un poco de muslo. Sin embargo, en mi vida he conocido a nadie que se alegrara tanto al vernos.

–¿No irás a reprochárselo?

–¿Qué tal está el otro? –dijo la joven, que había recuperado la seriedad–. ¿Ha dicho algo el Shamud, Roshario?

–Creo que la hinchazón está bajando y también la calentura. Por lo menos duerme más tranquilo. El Shamud cree que fue embestido por un rinoceronte. No sé cómo ha podido sobrevivir. No habría vivido mucho más si el hombre alto no hubiera pensado en la señal para pedir ayuda. Aun así, ha sido una suerte que los encontráramos. Seguro que Mudo les ha sonreído. La Madre ha favorecido siempre a los hombres jóvenes y guapos.

–No lo suficiente para impedir... que Thonolan fuera atacado y resultase herido... ¿Crees que volverá a andar, Rosh? –Roshario sonrió tiernamente a la joven.

–Si tiene la mitad de la determinación que tú, caminará, Tamio.

–Creo –dijo la joven con las mejillas muy encendidas– que voy a ver si el Shamud necesita algo –y echó a correr hacia la tienda, esforzándose mucho por no cojear.

–¿Por qué no le traes su mochila al alto? –le gritó Roshario–. Así no tendrá que llevar el calzón mojado.

–No sé cuál es la suya.

–Llévale las dos, así habrá más espacio dentro. Y pregúntale al Shamud cuándo podremos mover..., ¿cómo se llama...? Thonolan.

Jetamio asintió.

–Si vamos a quedarnos algún tiempo aquí, Dolando tendrá que preparar una cacería; no traíamos mucha comida. No creo que los Ramudoi puedan pescar, tal como está el río, aunque creo que estarían igualmente a gusto si no tuvieran que poner nunca el pie en tierra. A mí me gusta sentir la tierra sólida bajo mis pies.

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