El viaje de Mina (29 page)

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Authors: Michael Ondaatje

Tags: #Novela

A ella le han dicho que no lo espere. Ya se ha sacrificado más que suficiente. Su padre, si es capaz de liberarse, la seguirá y la encontrará dondequiera que esté. Los puertos más históricos forman un círculo a su alrededor. Están, después de todo, en el gran mar interior, descubierto hace muchos siglos y siempre habitado desde entonces, un lugar donde los barcos navegaban guiándose por las estrellas o, si era de día, por los templos o los promontorios. El Pireo, Cartago, Palermo. Todas las ciudades estado en las costas del mar Egeo, otras tantas puertas de entrada para tribus que simplemente llegaban hasta allí procedentes de los desiertos o que habían nadado hasta la orilla al naufragar sus barcos a causa de las tempestades. Asuntha se aparta. Ha interpretado durante varias semanas el papel de persona a quien le aterra el agua. Y ahora, toda aquella juventud reprimida la empuja hacia delante. Se dirige hacia cualquier tierra que sirva para esconderla hasta que la encuentren. Así que de momento nada tan sólo hacia
cualquier sitio
—hacia una de aquellas antiguas ciudades que se formaron originariamente debido a la existencia del delta de un río o de una marea previsible— para construirse una vida nueva. Como quizá nos suceda a nosotros cuando hagamos nuestro desembarco personal.

Niemeyer sale de nuevo a la superficie para respirar y, en la oscuridad, pese al viento nocturno, advierte en qué dirección está nadando su hija. Ve como un largo broche, muy a lo lejos, al
Oronsay
iluminado, que se dirige hacia Gibraltar. Luego se vuelve a hundir, sin haber podido aún librarse de su candado, cuya abertura, pequeña, angosta, le resulta difícil de encontrar en la oscuridad del agua y con el eco y el zumbido de las máquinas del transatlántico que se aleja.

Carta a Cassius

Durante la mayor parte de mi vida supe que no había nada que pudiera dar a Cassius que le resultara útil. Y durante todos estos años nunca se me ha ocurrido hacer un esfuerzo para ponerme en contacto con él. Nuestra relación durante aquellos veintiún días en el
Oronsay
quedó de algún modo completa. No sentía como necesario (si se exceptúa una ligera curiosidad) conocerlo mejor. El modelo de Cassius estaba claro, al menos en lo que a mí se refiere. Incluso entonces sabía ya que iba a ser una criatura independiente, que no debería nada a nadie. Su único gesto hacia el exterior, aparte de la camaradería entre nosotros tres, camaradería que, a todas luces, era sólo temporal, fue el interés que sintió por aquella chica. Y cuando Asuntha desapareció en el mar, vi a mi amigo retraerse aún más, como quemado por una verdad del mundo de los adultos.

Un artista con las manos quemadas. ¿Cómo fue su vida después de aquello? De los doce a los diecinueve debió de vivir unos años en los que no pudo confiar en nadie ni creer en nada. Es fácil ser una persona así en la edad adulta, cuando puedes sobrevivir por tu cuenta. Pero Cassius, ésa es mi sospecha, perdió el resto de su infancia aquella noche en el buque. Lo recuerdo, inmóvil, interminablemente, olvidado de nosotros, sus amigos, escrutando el oleaje fluorescente de color azul oscuro.

Sé que sin todo lo que he aprendido de la tranquila amabilidad de Ramadhin no se me ocurriría dar ahora un paso hacia Cassius, que se ha convertido en una fuerza beligerante en la escena artística. La burla le resulta fácil. Pero eso no importa. Cuando no era más que un chico de doce años, dio el paso de proteger a alguien en una demostración de clemencia infantil. Pese a su anarquía casi natural, había querido cuidar de Asuntha. Extraño. Quiso proteger a la hija de Niemeyer como Ramadhin intentó proteger a Heather Cave. ¿Qué sucedió para que los tres tuviéramos el deseo de proteger a otros en apariencia menos estables que nosotros?

Pensé en un primer momento que si utilizaba un determinado título, algo así como
El viaje del Mina
, quizás llamara su atención, dondequiera que estuviese. Porque no me reconocería por mi verdadero nombre. Si con mi apodo había despertado los recuerdos de la señorita Lasqueti en su casa de ahora, quizás sucediera lo mismo con Cassius. No tengo la menor idea de si Cassius lee, o si desprecia la lectura. En cualquier caso, este relato es para él. Para el otro amigo de mi juventud.

Llegada

Llegamos a Inglaterra a oscuras. Después de pasar tanto tiempo en el mar, no pudimos ver nuestra entrada en el país. Sólo la lancha del práctico, con su luz azul que parpadeaba, nos estaba esperando en la boca del estuario, y nos guió por una oscura costa desconocida hasta el Támesis.

Sentimos entonces el repentino olor a tierra firme. Cuando algún tiempo después la aurora iluminó lo que teníamos a nuestro alrededor, dio la sensación de ser un lugar humilde. No vimos verdes riberas ni ciudades famosas ni grandes puentes que pudieran levantar sus dos arcos para dejarnos pasar. Todo lo que íbamos viendo parecían ser los restos de otra época industrial: embarcaderos, marismas, la entrada de canales dragados. Pasamos petroleros y boyas amarradas. Buscamos las ruinas heráldicas que habíamos estudiado a miles de kilómetros en una clase de historia en Colombo. Vimos un chapitel. Luego nos encontramos en un lugar lleno de nombres: Southend, Chapman Sands, Blyth Sands, Lower Hope, Shornmead.

Nuestro buque lanzó cuatro toques breves, hubo una pausa, luego otro toque, y empezamos a virar suavemente hasta situarnos en paralelo al muelle de Tilbury. El
Oronsay
, que durante semanas había determinado el orden del mundo a nuestro alrededor, descansó por fin. Río arriba, más hacia el interior desde aquel corte oriental del Támesis, estaban Greenwich, Richmond y Henley. Pero ya nos habíamos detenido, sólo quedaba el silencio de las máquinas.

Tan pronto como llegué al pie de la plancha, dejé de ver a Cassius y a Ramadhin. Habían pasado unos pocos segundos y ya estábamos separados, perdidos entre nosotros. No hubo una última mirada ni tampoco la constatación de un final tan brusco. Después de la inmensidad de tantos mares, no fuimos capaces de encontrarnos de nuevo en aquel edificio sin pintar junto al Támesis. Nos abríamos camino, en cambio, a través de la multitud con nerviosismo, sin ninguna seguridad de dirigirnos a un lugar preciso.

Pocas horas antes había desdoblado mis primeros pantalones largos y me los había puesto. También me había puesto unos calcetines que me abultaban demasiado dentro de los zapatos. De manera que caminaba torpemente mientras descendíamos por la amplia rampa hacia el muelle. Trataba de localizar a mi madre. No conservaba ningún recuerdo preciso de su aspecto. Tenía una fotografía, pero estaba en el fondo de la maleta.

Sólo ahora trato de imaginarme aquella mañana en Tilbury desde la perspectiva de mi madre, buscando al hijo que había dejado en Colombo cuatro o cinco años antes, y de quien se le había enviado quizá una instantánea reciente en blanco y negro, para ayudarla a identificar a un chico de once años entre la horda de pasajeros que descendían del buque. Tuvo que ser un momento esperanzado o terrible, lleno de posibilidades. ¿Cómo me comportaría con ella? Un muchacho cortés pero reservado o alguien deseoso de afecto. Me veo a mí mismo mejor, supongo, a través de sus ojos y de sus necesidades mientras buscaba entre la multitud, como lo hacía yo, sin saber ninguno de los dos qué era lo que estaba buscando, como si el otro fuera tan fortuito como un número extraído de un bombo, pero que a partir de ese momento sería un compañero íntimo durante la década siguiente, tal vez para el resto de la vida.


¿Michael
?

Oí «Michael» y era una voz con miedo a equivocarse. Me volví y no vi a nadie a quien conociera. Una mujer me puso la mano en el hombro y repitió:

—Michael.

Me tocó la camisa de algodón y dijo:

—Debes de tener frío, Michael.

Recuerdo que repitió mi nombre muchas veces. Al principio yo sólo le miraba las manos, el vestido, pero cuando vi su rostro supe que era el suyo.

Dejé la maleta en el suelo y me abracé a ella. Era verdad que tenía frío. Hasta aquel momento sólo me había preocupado la posibilidad de perderme para siempre. Pero ahora, y debido a lo que mi madre había dicho, sentí el frío. La rodeé con los brazos y mis manos descansaron sobre su amplia espalda. Ella se echó hacia atrás y me miró, sonriendo, y luego se adelantó para volver a abrazarme con fuerza. Yo veía parte del mundo que pasaba a su lado, las figuras apresurándose sin apenas reparar en mí, que seguía abrazado a mi madre, ni en la maleta prestada que era todo lo que poseía y que descansaba a mi lado.

Luego vi a Emily, con su vestido blanco, que nos adelantó a buen paso y a continuación se frenó y volvió la cabeza para mirarme. Fue como si todo se hubiera detenido para dar marcha atrás por un momento. Los labios de mi prima me ofrecieron una cuidada sonrisa. Enseguida regresó y puso las manos, sus cálidas manos, sobre las mías, en la espalda de mi madre. Un toque suave, y luego una presión más fuerte, algo así como una señal. Después siguió su camino.

Me pareció que había dicho algo.

—¿Qué ha dicho Emily? —le pregunté a mi madre.

—Hora de ir al colegio, me parece.

Desde lejos, antes de desaparecer en el mundo, Emily hizo un gesto de despedida con la mano.

Nota del autor

Aunque
El viaje de Mina
utiliza a veces el colorido y los lugares de la memoria y de la autobiografía, es un relato imaginario, desde el capitán, la tripulación y todos los pasajeros del barco hasta el narrador mismo. Y si bien existió un buque llamado
Oronsay
(hubo de hecho varios
Oronsay
), el de la novela es una creación imaginaria.

Reconocimientos

Una estrofa del poema «Echo» de Robert Creeley (pág. 127); unos versos de Kipling de «The Sea and the Hills»; unos versos de A. P. Herbert. Un párrafo de
Juventud
, de Joseph Conrad; un párrafo de R. K. Narayan, y una frase de Beckett sobre la desesperación. La observación de Proust procede de una carta a René Blum, 1913. Los versos de «Winin’ Boy Blues», de Jelly Roll Morton, son de
Mister Jelly Roll
, de Alan Lomax (1950). Otras canciones que se citan, o a las que se hace referencia, son de Johnny Mercer, Hoagy Carmichael, Sidney Bechet y Jimmie Noone. Parte de la información sobre Sidney Bechet está sacada del maravilloso libro de Whitney Balliett
American Musicians II
(incluida una cita de Richard Hadlock que apareció en el
San Francisco Examiner
). Mi agradecimiento al
Daily News
, de Sri Lanka, por la idea inicial para la historia de «Sir Hector», que tuvo su base en un incidente de hace muchos años. Los personajes, los nombres y los diálogos de esta novela, sin embargo, son pura invención, como lo es situar a Sir Hector en un viaje por mar. La información sobre trirremes procede de
Lords of the Sea
, de John R. Hale.

Las dos líneas sobre «embarcarse» (que se citan más adelante) las escribió Eudora Welty en
The Optimist’s Daughter
. El «buen libro» del señor Mazappa es
El halcón maltés
, de Dashiell Hammett. Las líneas garrapateadas en el libro de visitantes en la exposición de Cassius son de su amigo, Warren Zevon, de Nueva Jersey, que estaba de visita en Inglaterra.

Nota de agradecimiento

A Larry Schokman, Susie Schlesinger, Ellyn Toscano, Bob Racie, Laura Ferri, Simon Beaufoy, Anna Leube, Duncan Kenworthy, Beatrice Monti, Rick Simon, Coach House Press, Jet Fuel de Toronto y la biblioteca Bancroft de Berkeley, California. También a John Berger, Linda Spalding, Esta Spalding, Griffin Ondaatje, David Young, Gillian y Alwin Ratnayake, Ernest Macintyre (por el préstamo de un personaje), Anjalendran, Aparna Halpé y Sanjaya Wijayakoon. A Stewart Blackler y a Jeremy Bottle, así como a David Thomson algunos años después. Y a Joyce Marshall, que en una ocasión se fumó el mimbre de una silla.

Gracias igualmente a Ellen Levine, Steven Barclay, Tulin Valeri, Anna Jardine, Meagan Strimus, Jacqueline Reid y Kelly Hill. Gracias a todo el personal de la editorial Knopf en los Estados Unidos: Katherine Hourigan, Diana Coglianese, Lydia Buechler, Carol Carson y Pei Loi Koay. Muchas gracias a Louise Dennys, Sonny Mehta y Robin Robertson. Y gracias de manera muy especial a Ellen Seligman, mi editora canadiense.

Para Stella, la cazadora siempre bien dispuesta; no más tormentas.

Para Dennis Fonseka, in memóriam.

The boat came breasting out of the mist and in they stepped
.

All new things in life were meant to come like that…
[17]

Michael Ondaatje (12 de septiembre, 1943, Colombo, Ceilán), cingalés de nacimiento, es un novelista y poeta canadiense. Emigró a Montreal a la edad de 19 años, asistiendo a la Universidad de Toronto y a la Universidad de Queen. Su fascinación por el occidente norteamericano, ha influido en uno de sus más afamados trabajos, el pastiche Las obras completas de Billy el Niño (1970). Su novela El paciente inglés (1992, Premio Booker), le granjeó reconocimiento internacional; esta obra fue seguida por Anil's Ghost (2000) y por Divisadero. Su poesía y prosa musical, son una mezcla de mito, historia, jazz, memorias y otras hechuras. Entre sus libros de poemas se pueden citar The Man with Seven Toes (1969) y The Cinnamon Peeler: Selected Poems (1991).

Sin embargo, es más conocido por la prosa. Sus novelas más famosas son sin duda En la piel de un león (1987), El paciente inglés (1992, conocida por el gran público por haber sido llevada al cine en 1996 y El fantasma de Anil (2000). La primera refiere las experiencias de un joven campesino canadiense que llega a la ciudad de Toronto y vive entre inmigrantes obreros. La segunda, en la que mediante la búsqueda de identidades se entreteje una historia de amor, trata de cuatro personajes: un herido, la enfermera, un zapador indio y un cínico adicto a la morfina reunidos en unas ruinas de Toscana al final de la Segunda Guerra Mundial.

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