El viajero (18 page)

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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil


Monsieur
Varney, ¿le han comentado el horario que tenía el profesor Delaveau? Las clases para adultos comienzan muy tarde para no coincidir con los chicos. Por eso lo he citado a esta hora.

—Sí, ya lo sé. Pero no me importa, estoy acostumbrado a trabajar por la noche. Me gusta.

—Perfecto. Las condiciones económicas también las conoce. Lo que lamento son las circunstancias en las que va a sustituir a su predecesor...

—Su muerte ha debido de causar un tremendo impacto en la comunidad escolar.

—Es cierto. Todavía no nos lo creemos. Pobre Henri, era muy trabajador.

—Siempre es una desgracia perder a un compañero. Me siento un poco mal al obtener un empleo de este modo, pero...

El director rechazó aquella idea con rotundidad.

—Usted no puede hacerse responsable de los acontecimientos. Ha sido una cuestión de casualidad, nada más. ¿Cuándo podría empezar?

—Mañana mismo, si quiere. La educación no admite demora.

—Desde luego. Pues entonces, su primera clase será la de Historia.

—Mi especialidad —Varney se mostró complacido—. No lo defraudaré, señor director.

—Estoy seguro. ¡Mucha suerte!

—Gracias.

El sustituto de Delaveau se levantó de su silla. Alto y delgado, vestía un traje oscuro impecable. Su rostro, de facciones suaves, contrastaba con unos ojos penetrantes. Se despidió del director y se dispuso a abandonar la estancia.

—Por cierto —añadió el director antes de que Varney cerrase la puerta—, le está sangrando un labio. Tiene un lavabo aquí al lado, si quiere limpiarse.

—Vaya, muchas gracias.

Pero no pasó por el baño; prefirió utilizar la lengua para quitarse los restos de la boca. Aquella sangre no era suya.

* * *

Los seres de ojos apagados que tenía delante se miraron extrañados.

—¿Henri Delaveau? Aquí nadie responde a ese nombre —contestó Mayer—. ¿Ha muerto hace poco?

Pascal soltó la noticia:

—Lo mataron el viernes pasado.

Aquel nuevo dato causó revuelo.

—Qué raro —reconoció Lafayette—. Un caso así suele tener bastante repercusión, nos habríamos enterado.

—A lo mejor lo han enterrado en Pére Lachaise, o en Montmartre... —opinó Pascal, aludiendo a otros cementerios importantes de París.

—De todos modos lo sabríamos —señaló Lafayette—. Esto es muy raro. Como te hemos dicho antes, el número de personas que acceden al Bien o al Mal sin pasar por la Tierra de la Espera es muy escaso.

Pascal asintió, lamentando no poder conseguir allí alguna pista sobre el asesino del profesor. Habría estado genial poder ayudar a la policía y convertirse así en un auténtico héroe. Michelle se habría visto muy sorprendida.

—Pues si os cuento cómo lo mataron... —terminó—. ¡Le quitaron toda la sangre! Al menos eso dicen.

Aquel nuevo dato sí logró transformar unos rostros de por sí poco expresivos.

—¿Cómo has dicho? —le interrogó Lafayette, ante los gestos preocupados del resto de los difuntos.

Pascal no entendía tanto interés por una noticia que solo podía tener importancia en el mundo de los vivos.

—Desangrado. Por lo visto, no dejaron ni una gota. Yo apenas conocía a ese profesor, pero otros compañeros dicen que era buen tío. No entiendo cómo alguien le ha podido hacer eso...

La respuesta no había logrado reducir la tensión que mostraban sus oyentes. Continuaban mirándose inquietos, como si compartiesen un terrible secreto.

—Pascal —empezó solemne Lafayette, hablando una vez más como líder de aquella comunidad de cadáveres que lo rodeaba y que en ese momento rondaba los cien miembros—. Te vamos a pedir que hagas un esfuerzo para recordar tu primer viaje hasta aquí, ¿de acuerdo?

El aludido, todavía perplejo ante aquellas reacciones a sus comentarios, asintió.

—Desde que cruzaste la Puerta Oscura hasta que saliste a nuestro mundo, ¿percibiste alguna otra presencia? ¿Hiciste todo el viaje... solo?

Los presentes mantenían sus pupilas muertas taladrando a Pascal, más lívidos que nunca.

—Bueno... —empezó el joven—, lo único que creí ver fueron unos ojos. Pero fue un momento, a lo mejor lo imaginé... Y me llegó un olor asqueroso, también. A podrido.

Ahora el semblante de Lafayette ofrecía una sensación angustiosa.

—Pascal. ¿De qué color eran esos ojos?

—Amarillos, de eso me acuerdo bien. Me dieron muy mal rollo, eran como... agresivos.

Lafayette suspiró moviendo la cabeza hacia los lados. Entre la concurrencia se extendió un murmullo poco alentador.

—¡Ha vuelto a ocurrir, es terrible! —se quejó el joven difunto.

Pascal no pudo contenerse:

—¿Qué ha ocurrido? ¿Alguien me lo puede explicar?

Maurice Pignant se adelantó.

—Hay algo sobre la Puerta Oscura que no te contaron. Nuestros mundos guardan un delicado equilibrio —le indicó—. Se da entre ellos una sagrada ley de equivalencia, en función de la cual no puede alterarse el número de integrantes de cada realidad.

—Me he perdido —reconoció Pascal sorprendido—. ¿Y qué tiene eso que ver con la muerte del profesor?

Pignant le hizo un gesto para que tuviera paciencia:

—Si no se puede modificar el número de espíritus en este mundo ni en el tuyo, tu llegada... habrá provocado que alguien de aquí haya accedido al mundo de los vivos.

—¿Qué? —esta vez, Pascal sí lo había entendido—. ¿Hay un muerto moviéndose por mi mundo? ¿Va en serio?

—Me temo que sí —contestó Lafayette.

Entonces Pascal cayó en la cuenta de la relación que podía guardar aquel hecho con la muerte del profesor.

—No estaréis insinuando... que ese muerto es el asesino de Delaveau.

Nadie respondió a aquella suposición.

—Pascal —concluyó Lafayette—. Debes saber que solo hay una criatura en nuestro mundo que tiene los ojos amarillos... y es maligna.

* * *

Michelle fue consumiendo sus fuerzas hasta detenerse exhausta, sin haber logrado aflojar las ataduras que le inmovilizaban las manos. Continuaba tirada en el suelo y, de vez en cuando, apoyaba la cabeza en él para descansar el cuello herido. Además, no había conseguido recuperar el movimiento en las piernas, que seguían paralizadas. Sudaba, pero el frío de aquella estancia se le había metido en los huesos, lo que la hacía tiritar.

Por otra parte, había perdido por completo la noción del tiempo, e incluso del día y de la noche, ya que la iluminación de aquella sala no variaba. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? La sangre sobre el cuenco todavía no se había coagulado del todo, pero eso solo indicaba que se la habían extraído hacía poco.

Más interrogantes se agolpaban en su cabeza abrumada: ¿Cuándo tendría lugar la ceremonia satánica? ¿Y por qué la habían elegido a ella?

Un ruido pareció contestar a sus preguntas. Procedía de la trampilla situada encima de la escalera, que se había abierto ofreciendo solo negrura. O era de noche, o el piso de arriba tampoco tenía ventanas. Michelle dejó de atender a esos detalles en el momento en que de aquella boca oscura surgió una figura conocida: el ser que la había raptado. Reconoció su tez pálida, una sonrisa que no lograba camuflar su sadismo hambriento, los ojos amarillos. El vampiro se aproximó a ella al darse cuenta de que ya estaba despierta, y la tocó con su piel gélida. Para entonces, el corazón de Michelle ya bombeaba rozando la taquicardia. Ella reanudó en vano los esfuerzos por soltarse y gritar.

El vampiro volvió a alejarse unos pasos hasta el pentagrama invertido, colocó sobre él unos objetos que Michelle no alcanzaba a vislumbrar y encendió unas velas alrededor del símbolo. A continuación, sin interrumpir su mutismo, volvió con el cuenco de la sangre hasta la chica, que insistía en su resistencia y sus gemidos, y le apretó el cuello como si fuera a estrangularla, poniendo el recipiente debajo. Horrorizada, Michelle oyó perfectamente el repugnante sonido del líquido al gotear, y estuvo a punto de desvanecerse por el asco y la angustia.

No sabía a qué se enfrentaba, pero intuyó que aquel depredador carecía de corazón, era un simple animal. Aunque dotado de inteligencia.

La criatura, ajena a la agonía de su víctima, volvió a su posición sobre la estrella de cinco puntas y se situó en el centro, donde depositó el cuenco con la sangre fresca. Después se arrodilló y comenzó a susurrar una salmodia en su lenguaje ancestral, mientras hacía extrañas reverencias y gestos.

Al borde la locura, Michelle asistía a aquel espectáculo. No obstante, pronto abandonó su condición de testigo, ya que el vampiro fue por ella y la arrastró hasta dejarla sobre el pentagrama. Horrorizada, se dio cuenta de que, de algún modo que no entendía bien, estaba siendo ofrecida ante un altar. La presencia del Mal era tan nítida en aquella geometría satánica que la percibió a su alrededor como una masa turbia de energía.

El vampiro, solemne, se retiró mientras aquella atmósfera parecía seguir condensándose. Michelle, incapaz de apartarse de aquel peligroso emplazamiento, no pudo evitar preguntarse cómo le podía estar ocurriendo aquello, y si nadie podría ayudarla. La Oscuridad se cernía sobre ella. Y estaba sola.

Pronto dejó de pensar, colapsada por un tremendo dolor que la abrasó en cada centímetro de su cuerpo desnudo. Una tiránica fuerza invisible parecía estar agrediéndola, tirando de ella hacia arriba sin compasión. Michelle sentía sus miembros levantarse, atraídos por aquella presencia demoníaca a la que intentaba resistirse entre gritos. Una densa niebla empezó a invadir aquel espacio. Michelle aulló bañada en lágrimas y sudor, abandonándose a aquel desgarro que laceraba todo su ser con latigazos convulsos.

El magnetismo de aquel fenómeno inmaterial ganó en poder, y ella percibió una energía tan salvaje, tan absorbente, que notó cómo la piel y los músculos iban despegándose de sus huesos. Deseó morir.

Un bramido retumbó en aquel panteón. El rito seguía su curso.

El vampiro, mientras tanto, permanecía postrado en el suelo, sin dirigir la mirada hacia el baile satánico que tenía lugar sobre la pirámide invertida.

CAPITULO XVI

JULES se asomó a la escalera y llamó a Pascal. Había transcurrido bastante tiempo desde que lo dejase en el desván, y el chico no había bajado. Como su llamada no obtuvo respuesta, el joven escultor de monstruos supuso que Pascal no lograba encontrar lo que buscaba, así que decidió subir a ayudarle. Y es que se estaba haciendo tarde; en pocos minutos lo llamarían para cenar.

Jules comenzó a subir los escalones sin prisa, recordando lo genial que había resultado la fiesta organizada por él días antes. Todo un éxito, la mejor fiesta gótica del año. Y eso que la casa había sufrido algunos desperfectos que sus padres habían detectado pronto. Pero había merecido la pena.

Cuando ya se encontraba a punto de llegar al final de la escalera, superó de un salto el último recodo y quedó ante él la puerta vuelta de las buhardillas. Un hilillo de débil luz se colaba en el descansillo procedente del interior.

—¡Pascal! ¿Acabas ya?

Seguía sin obtener contestación, Jules descansó unos segundos apoyado en la barandilla para recuperar el aliento, y se convenció de que tenía que practicar algo de deporte.

¿Qué estaría haciendo Pascal? Tampoco se oía ningún ruido, lo que le extrañó, teniendo en cuenta que el chico debía de encontrarse revolviendo cosas. Dio un par de pasos y llegó hasta la puerta. Justo en ese preciso instante lo alcanzó la potente voz de su madre desde el piso de abajo:

—¡Jules! ¿Puedes venir un momento?

El aludido refunfuñó.

—¿Qué quieres, mamá? —preguntó a gritos, con una de sus manos sobre el picaporte de la puerta que conducía al desván.

—¡Necesito que me ayudes a bajar estas cajas a la calle! ¡Venga, que no te cuesta nada! ¡Quiero quitarlas de aquí antes de la cena!

Jules suspiró. Ahora que acababa de subir las escaleras... Echó un último vistazo a la entrada de la estancia donde se suponía que estaba Pascal e inició el descenso.

—¡Ahora vuelvo, Pascal! —gritó, empezando a dudar que el otro chico pudiera oírlo.

* * *

La silueta de Marguerite fue adquiriendo nitidez conforme ella se aproximaba a la puerta de cristal traslúcido del despacho, que permanecía cerrada. En el interior, al otro lado, el médico forense Marcel Laville la reconoció y se preparó para el encuentro con ella, siempre agotador. Sobre todo a aquella tardía hora del lunes. Era sorprendente la energía que, a sus cuarenta y cinco años, seguía exhibiendo la detective.

Unos golpes contundentes sonaron sobre el cristal. Los carnosos dedos de Marguerite anunciaban su impaciencia.

—¡Adelante! —gritó el doctor levantándose.

Al momento, Marguerite irrumpía en la habitación y le tendía una mano sudorosa. El perfume de la mujer inundó todo aquel espacio hasta la asfixia.

—¡Hola, Marcel! He venido en cuanto he oído tu mensaje. ¿Así que has localizado en la escena del crimen huellas dactilares del sospechoso? Qué maravilla, hace un rato que te he dejado y ya consigues resultados. ¡Por fin! A ver si has encontrado algo interesante, porque en este caso seguimos sin avanzar nada. Es como perseguir a un fantasma.

El otro asintió en silencio, masajeándose la nuca. La comparación había sido mucho más ocurrente de lo que ella podía sospechar. La invitó a sentarse, al tiempo que él se acomodaba en su silla giratoria. Tenía que preparar a la detective antes de concretar el extraño hallazgo con el que se habían encontrado en la estancia donde murió el profesor Delaveau, y todo ello sin desvelar su propio secreto.

—La policía científica ha descubierto bastantes huellas cerca del cadáver, porque el vestíbulo donde el profesor fue asesinado se utiliza para entrevistas con padres. Pero no son huellas comprometedoras, porque no están relacionadas directamente con el crimen. Al menos en apariencia.

—¿Y qué más tenéis? Los de la científica siempre se guardan un as en la manga...

Marcel Laville jugueteó con su boli, reacio a continuar, aunque sabía que Marguerite no soportaba aquellos trucos para ganar tiempo.

—¿Me has pedido que viniera para compartir conmigo tu habilidad con el boli? —preguntó ella a los pocos segundos, con su habitual ironía—. Porque si es así...

—No es así, Marguerite.

—Pues entonces no veo necesidad de perder más tiempo. ¿Me lo cuentas, o esperamos a que haya nuevas víctimas?

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