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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El viajero (14 page)

Al fin, el primer gusano se lanzó en la dirección equivocada, y tras él siguieron los otros dos. Ni siquiera entonces se permitió Pascal suspirar, y, con sumo cuidado, el chico fue cogiendo su munición y lanzando más piedras para que los monstruos no interrumpieran el recorrido que lo salvaba. Cuando consideró que las fieras se encontraban a suficiente distancia, abandonó su muda invisibilidad e inició una escalada salvaje, a tal velocidad que se lastimó las rodillas. Pero consiguió abrazar el marco del espejo. A su espalda, los monstruos rugían dirigiendo ahora sus torpes cuerpos hacia el verdadero rastro de su presa.

Pascal no estaba dispuesto a esperarlos. Tomó impulso y, de un salto, quedó medio asomado al baño de su abuela, su cuerpo cercenado en apariencia por el cristal del espejo, que ya empezaba a mostrar su solidez natural.

Tras comprobar que el cuarto de baño seguía tan vacío como cuando se precipitó a través del vidrio, agarró el marco del espejo desde su interior y se impulsó para empezar a sacar su cuerpo de la otra dimensión estática, sintiendo el contacto pegajoso y licuado de aquella superficie acristalada que servía de frontera. Procuró no apoyarse por completo en el lavabo, para no vencerlo con su peso, y al final el vidrio terminó de escupirlo como si se tratara de un parto. Cayó al suelo de baldosas, ya en su mundo, donde permaneció unos minutos disfrutando del silencio y la tranquilidad. ¡Lo que acababa de vivir era absolutamente increíble!

Se sentía dolorido, manchado y con la ropa hecha jirones. Pero vivo... Y orgulloso. Había logrado escapar. Él solo.

Por fin. En casa de su abuela. Cuando se volvió hacia el espejo, descubrió sobre su superficie empañada unas letras:

DANIEL LEBOBITZ

RUÉ BABYLONE 6 8

Pascal conocía aquella calle, cerca del monumento que albergaba la tumba de Napoleón, no muy lejos de los Campos Elíseos. Sonrió con poco entusiasmo. El fantasma le acababa de facilitar el nombre y la dirección de su hijo. Pero ¿estaba dispuesto a lanzarse a aquella locura?

Pascal empezó a sufrir el embate de sus dudas. Se debatía entre la lástima que sentía por la situación de aquel fantasma que acababa de conocer, y el pavoroso miedo que le suscitaba cualquier iniciativa derivada de su condición de Viajero, una condición para la que todavía no se sentía preparado. No. Tuvo que admitirlo, resultaba demasiado prematuro. No podía hacerlo, el riesgo de fracaso era excesivo. El asunto de los Lebobitz tendría que esperar, por muy humillante que fuese para él reconocerlo. Pero aquella ofensiva honestidad era preferible a un primer tropiezo que podía acarrear consecuencias impredecibles.

El Viajero se levantó del suelo, necesitaba alejarse de allí, sobre todo apartarse de aquel espejo que le recordaba con su inscripción su negativa a ayudar a la mujer. «Más adelante», se prometió. «Más adelante cumpliré esa misión.»

Le dolió suponer que Michelle o Dominique habrían aceptado aquel reto en sus mismas circunstancias, pero ni siquiera aquel pensamiento logró que cambiara de opinión. Ahora lo que precisaba era dormir, descansar, relajar su mente. Si es que lo conseguía.

La luz del baño estaba apagada, por fin libre del inquietante parpadeo que había supuesto el comienzo de todo aquel episodio, la llamada de la mujer del espejo.

Pascal, todavía a oscuras, respiró con fuerza para gozar de aquel aire que a él se le antojó fresco en comparación con la atmósfera cargada y vieja de la otra dimensión. Apoyando la cabeza contra la pared, sintió sobre su nuca el contacto frío de los azulejos.

Ya estaba de nuevo en casa de su abuela y no se movería más; necesitaba dormir o se vería sin fuerzas para acudir a clase al día siguiente. Aquella noche, Pascal se había quedado a pasar la noche allí, pues la anciana mujer estaba muy delicada a causa de una complicación en su diabetes, y la familia se iba turnando para cuidarla. Quién podía adivinar que sería en aquel piso donde iba a tener lugar su segunda experiencia paranormal en el mundo de los vivos, un nuevo fenómeno del Más Allá. Aquel dato le había provocado desde el principio un violento impacto que llevó a su mente el reciente recuerdo de la Puerta Oscura.

Pascal suspiró, dejando escapar de sus pulmones toda la tensión acumulada durante la última parte de aquella noche.

A pesar de haber rechazado la misión de Melissa, no estaba tranquilo. Primero, la Puerta Oscura, y justo después, el oscuro secreto de los Lebobitz. Su mente asustada analizaba el origen de aquel episodio, y estaba llegando a la conclusión de que su condición de Viajero entre Mundos no era ningún juego; sus circunstancias se habían transformado más de lo que él imaginaba, y empezaba a contemplar la posibilidad de que ni siquiera en su propio mundo pudiese ya aspirar a que todo permaneciese igual que antes de pisar el Mundo de los Muertos. Lo que acababa de ocurrirle no era accidental, no podía serlo; estaba vinculado con su primer viaje a la otra dimensión. El Más Allá disponía, entonces, de conexiones con la tierra de los vivos. Porque, a la luz de lo sucedido, él ya no pasaba inadvertido para los seres que pululaban por aquella atmósfera cristalizada entre la vida y la Tierra de la Espera; una atmósfera intermedia que acababa de descubrir a través del espejo.

Sí, acababa de descubrir, de comprobar que había algo más allá de la muerte, el sueño más íntimo y ambicioso de filósofos, teólogos, científicos. Pero al hacerlo se había quedado enganchado a aquella otra realidad. Y ya no había marcha atrás. Sentenciado por su propio hallazgo.

Pascal comenzó a retraerse, desplegando su condición dubitativa. Aquella —aunque fallida— era la primera misión que le pedían como Viajero. ¿Habría más? El miedo le provocó una imperiosa necesidad de huir de todo aquello, de volver a ser el de siempre, amparado en la tranquilizadora rutina gris. Su recién adquirido protagonismo le resultaba ahora amenazador, no le compensaba. Aunque, en el fondo, se alegró del carácter irreversible de la propia condición de Viajero: lo obligaba a ser valiente, impidiéndole la tentadora posibilidad de una retirada definitiva, de la que sin duda habría hecho uso de haber podido, como acababa de hacer ante la petición de la mujer del espejo.

No tenía opción, no podía desprenderse de su condición de Viajero. Aunque, de momento, lo que sí era viable era retrasar sus responsabilidades; lo acababa de hacer eludiendo actuar en la búsqueda de Lebobitz.

Pascal siguió meditando. ¿Sufriría más visitas aterradoras de fantasmas? ¿Surgirían de nuevo esos espectros presos en su realidad, para pedirle más favores? Quizá terminaran por enfadarse con él aquellos espíritus anclados entre los dos mundos, pidiéndole cuentas por su cobardía, por su intromisión desperdiciada.

¿Habría perturbado, en definitiva, el descanso eterno de los muertos atravesando la Puerta Oscura?

CAPITULO XIII

Al día siguiente, primer día de clase tras las vacaciones, amaneció un sol espléndido. Por contraste, en el instituto todo el mundo hablaba del asesinato del profesor. La noticia era tan truculenta que había desviado el interés por la misteriosa desaparición de Raoul y Melanie, a la que nadie concedía demasiada importancia, pues muchos de los invitados a la fiesta les habían visto besarse y, después, salir de casa de Jules casi a la misma hora. La idea general era que se trataba de una fuga en pareja, algo sin duda romántico, pero mucho menos relevante que un auténtico asesinato.

La presencia policial, aunque discreta, se dejaba notar, y cada cierto tiempo se veía a los investigadores llevarse a empleados o a alumnos del centro para hablar con ellos en algún despacho. Marguerite, mientras supervisaba las actuaciones llevadas a cabo por su equipo, aprovechó para interrogar a Jules Marceaux como anfitrión de la fiesta de Halloween a la que habían acudido los dos adolescentes desaparecidos, pues también se encargaba de ese caso. Sin embargo, no sacó mucho en claro de aquella conversación, y pronto dejó marchar al flaco chaval para dedicarse al expediente más urgente: el asesinato de Delaveau.

Pascal y sus amigos comían un bocadillo durante el recreo, mientras observaban todo lo que ocurría. El joven español, con expresión de cansancio ya que apenas había dormido, recordaba entre bostezos su impactante experiencia con el espejo del baño y la abortada misión de la carta. Sintió un escalofrío ante tantas emociones e incertidumbres, mientras reflexionaba sobre cómo llegar al baúl de los Marceaux. Pensaba en Michelle, y le tentaba la posibilidad de contárselo todo para que le ayudara. Pero no quería precipitarse. Además, ella no había acudido al
lycée
aquella mañana. ¿Estaría enferma? En cuanto acabasen las clases, la llamaría.

—Esa muerte no debe quitar protagonismo a mi invento —Dominique, molesto, llevaba la carpeta con su Tabla guardada en el respaldo de la silla de ruedas—. Ya se ha hablado bastante del tema, ahora habrá que dejar que trabaje la poli, ¿no?

—No te preocupes, Einstein del sexo —Mathieu dio un sorbo a su lata de coca-cola y continuó—. Es que todo está muy reciente.

—¡Mirad, es Alice! —Dominique siguió con ojos golosos el perfil sensual de aquella compañera de curso—. Es evidente que pertenece a la categoría G, aunque no llegué a hablar con ella para la elaboración de mi tabla. Veamos qué estrategia sería la mejor para asediarla... Lo que imaginaba, una G-IX. Vaya, vaya...

—Todo eso es demasiado calculador —se quejó Pascal procurando evadirse de sus recuerdos, en los que volvía a ver el rostro agradecido del fantasma suicida mientras se despedían la noche anterior—, se pierde el encanto de la seducción. Y reconozco —añadió, adivinando la inminente réplica de su amigo— que no soy yo el más indicado para hablar de eso. Pero es que tu tabla te va a obligar a mentir, a no mostrarte como eres de verdad.

—Vamos a ver —inició su defensa Dominique—: mi invento está pensado para ligar, no para casarse. Lo que interesa es triunfar rentabilizando el tiempo invertido: conseguir rollo con la chica elegida en el menor tiempo posible, y ya está. El amor es otra cosa. Además, la seducción siempre ha permitido mentir. El personaje de Don Juan Tenorio decía todo lo que hiciera falta para conseguir a las chicas: te quiero, volveré a buscarte..., y jamás cumplía lo prometido. Lo mismo que Casanova, otro de los grandes en la historia del ligoteo.

—¿Y la espontaneidad? —intervino Mathieu, que también estaba con ellos—. Eso se nota. No te funcionará, Dominique.

El aludido pareció molesto. Lanzó a Mathieu una ojeada que recorrió al completo su estatura próxima al uno noventa, sus hombros fuertes, su mentón firme.

—Claro, para ti es fácil hablar, como estás bueno... ¡y encima ese cuerpo que tienes no es mérito tuyo, sino consecuencia de una accidental cuestión de genética! Me alegro por ti, pero es injusto. Que lo sepas.

Mathieu sonrió.

—¿No será que te molesta que esté «desperdiciando» esta materia prima con tíos? Lo que podrías hacer tú con esta equipación, ¿no?

Todos se echaron a reír. Incluso Dominique, que por un momento relajó su gesto serio.

—Bueno, me merezco esa respuesta —aceptó—. Pero, en serio, tiene que ser bonito gustar sin habértelo currado, sin estrategias. Tú puedes permitírtelo, pero yo lo tengo más difícil —Dominique se miró a sí mismo—. A veces siento el peso de la silla como si la llevara a la espalda, de verdad. Y sueño con caminar, ¿sabéis? Y con mirar a una chica a la cara y que nuestros ojos, por una vez, queden a la misma altura. Poético, ¿eh? Bueno, más bien trágico, pues eso no ocurrirá nunca. Seguro.

En el grupo se había hecho un profundo silencio, y Mathieu se arrepintió de su comentario. Dominique nunca se había expresado así. De hecho, jamás hablaba de la enfermedad que le privó de andar cuando era niño. Quizá la imprevisible situación que había surgido entre Pascal y Michelle, que le afectaba más de lo que estaba dispuesto a reconocer, le estaba volviendo irascible.

Chantal, una amiga que compartía con Michelle los gustos siniestros, estaba a punto de marcharse, pero se decidió a intervenir antes de hacerlo:

—Dominique —se había puesto en cuclillas a su lado, y su voz despedía un calor que contrastaba con su indumentaria gótica—, lo que tienes que entender es que tú no necesitas estrategias. Tienes mucha cara, eso es cierto, pero además eres divertido, culto, y con esa mirada... Y guapo. Para conquistar a una chica no hace falta correr. Supongo que basta con poder ir de la mano, ¿no te parece? —se detuvo—. Te lo quería decir antes de irme, porque es verdad. Ahora me largo, me espera mi tutor.

—Gracias, Chantal —susurró él con suavidad—. Hasta luego.

Todos se despidieron de ella. Dominique miraba al suelo. Pascal, bostezando por enésima vez, habría pagado por oír hablar así a Michelle de él, aunque a lo mejor eso habría empeorado aún más el ánimo del francés.

—Chantal tiene razón —apoyó el joven español desterrando las reflexiones de su mente—. Vales mucho, y lo sabes. Lo que pasa es que hoy estás de bajón, nada más.

—Muchas gracias a los dos —Dominique se iba recuperando de su repentino desánimo, o lo simulaba; con él jamás se podía albergar certeza alguna sobre sus sentimientos—. Al menos tengo la suerte de que no ando desde hace tantos años que ni lo recuerdo. En el fondo, no sabes lo que te pierdes y sufres menos. Aunque lo echas en falta, por raro que suene.

Pascal abrió su mochila para coger
Seda
, una breve novela que estaba leyendo aquellos días. Las palabras de su amigo le habían recordado un fragmento de sus páginas que resultaba muy oportuno en aquel momento:

—«Es un dolor extraño» —leyó Pascal en voz alta—. «Morir de nostalgia por algo que no vivirás nunca.»

Se hizo otra vez el silencio. Qué situación tan curiosa: todos meditaban en calma mientras a su alrededor se sucedían gritos, ruidos y movimientos propios de cualquier recreo escolar. Pascal, con un atisbo de ironía, se preguntó si le faltaba algo por vivir, dadas las circunstancias extraordinarias que lo rodeaban.

—¿Ves como no eres el único que siente eso? —preguntó Pascal a su amigo—. Es más normal de lo que imaginas.

Dominique asintió, aunque presintió que su nostalgia procedía de algo que Pascal sí viviría. Lo cual era bastante más cruel.

—Perdonadme, no sé qué me pasa hoy —se disculpó—. Supongo que es agotador fingir siempre que no me importa lo que me ocurre, y a veces cualquier tontería hace salir toda la mierda que llevas dentro.

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