El viajero (48 page)

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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

—Si logramos atravesarla —comunicó Beatrice, alegrándose de que la llegada a aquel lugar les permitiera dejar a un lado su conflicto personal—, habremos cruzado las montañas y acortado lo suficiente como para tener posibilidades de alcanzar a los servidores del Mal que llevan a Michelle por el siguiente sector.

Pascal asintió, observando con solemnidad aquella mole plagada de agujeros a la que solo podía llegarse a través del rudimentario puente. Ante la orgullosa masa erguida de miles de toneladas de piedra hueca que constituía la Colmena, ellos se sintieron minúsculos. El mundo era inabarcable.

Se oyeron ruidos a cierta distancia. Beatrice, reaccionando con rapidez, le hizo una seña y ambos se tumbaron sobre el terreno hasta que el espíritu errante consideró que el peligro había pasado, varios minutos después.

—Una manada de carroñeros —notificó ella, atenta—. Hasta ahora no nos hemos topado con ninguna, porque suelen merodear por las proximidades de los senderos de luz, en la Tierra de la Espera. Allí cuentan con que es más fácil conseguir víctimas, al ser un lugar de paso.

Los carroñeros, recreó Pascal en su mente, esa especie de hienas de ultratumba. Por lo visto, aquellas criaturas perversas actuaban con el mismo instinto cazador que los depredadores de la sabana africana que se apuestan cerca de los remansos de los ríos, donde saben que todos los animales acuden tarde o temprano para saciar su sed. Emboscados tras la maleza, aguardan pacientes hasta pillar desprevenidas a sus presas en un momento muy vulnerable. Una estrategia mucho más económica, sin duda, que el acoso constante a lo largo de las extensas planicies del continente.

Pascal se acababa de poner en pie, sacudiéndose el polvo de los vaqueros.

—¿Es seguro este paso? —quiso saber el chico, harto de sustos.

Beatrice se encogió de hombros.

—Lo único que sé es lo que nos dijo el conde de Polignac —se limitó a contestar.

Pascal recordaba bien aquella sorprendente información: una vez que accedías a la Colmena de Kronos, llegabas a una primera dependencia hexagonal, cada uno de cuyos lados constituía una puerta. Y todas conducían a viajes en el tiempo.

Pascal rememoró las graves palabras del aristócrata:

«A lo largo de la historia, el ser humano ha pretendido localizar el Cielo y el Infierno. Los ha buscado en vano bajo la tierra, en remotos niveles subterráneos, y también a alturas vertiginosas, sobre las nubes, en cumbres inalcanzables para los mortales... En realidad, en esa utópica persecución del Bien y el Mal, los humanos solo han sido capaces de crear fugaces instantes de Luz y prolongados momentos de Oscuridad. A lo largo de los siglos, lo único que ha conseguido el ser humano con su búsqueda es rozar el Cielo mientras generaba auténticos Infiernos.

»Pues bien: la Colmena os llevará por esos momentos de dolor y miedo que han acompañado a los mortales durante toda su historia. Se trata de una ruta por los infiernos del hombre, donde permanecen muchos condenados a la Tierra del Mal.»

Pascal había asistido petrificado a aquellas palabras tan poco halagüeñas, que se traducían en llevar a cabo una especie de safari temporal a través de las peores circunstancias gestadas por la Historia.

—Los condenados a este nivel de padecimiento no pueden salir de la Colmena —explicó Beatrice—. Jamás. Se trasladan de horror en horror... hasta el fin de los tiempos.

El chico se dio cuenta, allí, de pie, insignificante frente a la potente inmensidad de la Colmena y su sombra gigantesca, de que Michelle jamás comprendería lo que él había estado dispuesto a sufrir para recuperarla. Y es que aquel desafío superaba todo límite.

«Solo atravesando la Colmena podréis alcanzar el siguiente nivel de la Tierra de la Oscuridad, un paso más hacia el núcleo del Mal. Allí todavía es posible salvar a Michelle», les había advertido Polignac.

—Los seis lados de cada celda de esa colmena son accesos que llevan a distintos destinos temporales —observó Beatrice, intimidada ante aquel reto tan excepcional—. Su apertura es irreversible, así que cada vez que crucemos uno de esos tabiques de las celdas, nos trasladaremos de forma automática a través del tiempo y el espacio, sin que podamos arrepentimos y volver atrás. Por eso, cuando estemos dentro de la Colmena tenemos que elegir muy bien qué puertas abrir.

—Para eso contamos con la piedra —Pascal tocó el bulto en uno de sus bolsillos, más confiado—. Con esta brújula no nos perderemos.

—No se trata solo de eso —aclaró ella—, sino de hacer el camino más corto. Eso es vital.

Pascal, que se había girado para observar el precario puente sobre el abismo, se volvió de nuevo hacia ella, sin comprender la importancia de aquel matiz.

—Cada puerta que abramos nos obligará a acceder a un momento histórico terrible —se explicó Beatrice—, donde arriesgaremos tu vida y mi muerte. Cuantos menos viajes en el tiempo nos veamos obligados a hacer, más posibilidades tenemos de lograr salir de la Colmena. Por eso interesa el camino más corto.

Pascal asintió.

—Tienes razón, Beatrice.

—Hay más —advirtió el espíritu errante—. La Colmena constituye un microcosmos que genera en su seno su propio transcurso de tiempo. Veinticuatro horas es el límite que podemos permanecer en cada época. Transcurrido ese lapso, si no hemos abandonado el momento histórico, quedaremos atrapados en la Colmena para siempre.

—Para siempre... —repitió Pascal, que nunca había sido capaz de asumir realidades infinitas.

—Sí, para siempre, vagando por todas las épocas, sin solución. Como diría Polignac, «convertidos en unos apátridas del tiempo».

Pascal pensó en su familia, sus amigos. Un error, y su nombre pasaría a engrosar la lista de desaparecidos en el mundo de los vivos, lo que a su vez condenaría inevitablemente a Michelle mientras él permanecía prisionero en la Colmena por toda la eternidad.

Junto a Beatrice.

—Si volvemos ahora —se atrevió a plantear Pascal por primera vez, buscando resquicios para escabullirse de aquella nueva prueba que ahora se le antojaba mucho más amenazadora—, ¿podríamos intentar recuperar a Michelle de alguna otra forma menos arriesgada?

Beatrice negó con la cabeza.

—Ni hay otros medios ni muy pronto habrá tampoco margen de maniobra. Michelle avanza despacio, pues su camino es mucho más largo, pero no se detiene. Y recuerda que si alcanza determinado punto dentro de la Oscuridad, no podremos llegar hasta ella sin condenarnos.

Pascal asintió. Caminó unos pasos hacia el puente hasta situarse al borde de él, y allí acarició el entramado de gruesas maromas laterales que servían de fijación y barandilla. Al otro lado, más allá de aquella insegura conexión hecha de troncos y cuerdas que se inclinaba sobre el precipicio, la descomunal Colmena lo esperaba. Su colosal figura frente a la planicie volcánica otorgaba a la peña agujereada un aspecto soberbio, desafiante.

—¿Y tú no dudas? —Pascal acababa de caer en la cuenta de que Beatrice también se jugaba mucho y, sin embargo, no parecía asustada.

—Pues claro —respondió ella—. Dudé cuando Polignac me preguntó si podía acompañarte. Pero ahora ya no tiene sentido hacerlo, es una pérdida inútil de tiempo, porque la decisión está tomada y ya hemos llegado hasta aquí.

—Muy lógico.

La lógica y el sentido común solían desaparecer cuando Pascal tenía que tomar una decisión importante. Envidió la sencillez de los argumentos de la chica, su sobriedad, tan alejada de la aparente complicación con la que él insistía en revestir, por cobardía, cualquier dilema al que se enfrentara. Pascal era un experto sepultando lo esencial con toneladas de rodeos, una estrategia para ocultar su falta de resolución, que se mostraba ineficaz cuando llegaba el momento de decidir.

Beatrice, en un claro gesto de delicadeza, aguardaba en silencio, sin hacer más comentarios a pesar de que los minutos seguían transcurriendo.

—Me hiciste esperar antes de que llegáramos aquí —dijo Pascal—. ¿Es que la Colmena no está siempre abierta?

—No. Incluso aquí existe la noche, unas horas en las que las tinieblas se vuelven todavía más opacas. Es entonces cuando la Colmena permite el acceso a la primera celda, una especie de vestíbulo hexagonal que constituye la primera oferta al visitante: cinco puertas idénticas, excluida la utilizada para entrar, cada una con un destino temporal distinto.

Así que muy pronto habría nuevas decisiones que tomar. Decisiones, siempre decisiones. El chico sudaba, agobiado.

Pascal miró hacia arriba y comprobó que, en efecto, ahora la negrura era mucho más intensa sobre sus cabezas. Se hacía de noche en el reino de la oscuridad, incluso las sombras admitían matices.

Reflexionando sobre aquella última conclusión, Pascal recuperó la mochila de su espalda e hizo una última revisión de sus pertenencias y provisiones. A continuación, echó una larga mirada a lo que dejaba atrás, para terminar girándose hacia el puente.

—De acuerdo, Beatrice. Vamos allá.

Una de sus manos, metida en un bolsillo de sus pantalones caídos, acariciaba el papel con el mensaje de sus amigos, mientras su memoria hacía lo mismo con el recuerdo de sus padres y el rostro firme y hermoso de Michelle.

Jules tuvo que volver a ayudar a Dominique a subir las escaleras que conducían al desván. Tampoco eran muchas, gracias al ascensor que llegaba hasta la planta inferior, pero maniobrar con la silla de ruedas era bastante incómodo.

—Así que no ha habido suerte —confirmó el anfitrión una vez arriba, apoyado en una pared mientras recuperaba el aliento—. Seguimos sin localizar la madriguera del vampiro.

—Al menos conocemos su identidad —afirmó Daphne dejándose caer, exhausta, sobre un sillón—. Se llama Luc Gautier y se oculta en su panteón familiar.

—Tiene que estar en el cementerio de Pére Lachaise —afirmó, rotundo, Dominique—. Mañana daremos con él, seguro.

A Dominique siempre le había costado poco recuperar la compostura, su vida lo había acostumbrado a los reflejos rápidos. Frente a cualquier circunstancia, por sorprendente que fuese, su mente tardaba poco en procesar la situación y adaptarse, recuperando su natural aplomo. Por eso podía hablar ahora de cazar vampiros con la misma voz firme que habría empleado para referirse a una anécdota rutinaria de las clases. Y por eso había desterrado su tradicional escepticismo sobre temas esotéricos sin traumas ni crisis existenciales. Dominique era un tipo eminentemente pragmático.

La vidente contempló el tinte oscuro que iba ofreciendo la claraboya de aquella buhardilla, inquieta.

—El vampiro ya está despierto, ha llegado la noche —comentó—. Hemos apurado mucho, casi nos sorprende la oscuridad ahí fuera.

Los chicos se miraron, plenamente conscientes de que aquella nueva velada no iba a resultar tan tranquila como la anterior.

—¿Crees que nos encontrará? —planteó Jules saboreando el morboso placer del escalofrío, algo que Dominique no compartía a pesar de su valiente serenidad.

—No lo sé —sentenció Daphne—. Primero acudirá a dar sus clases de horario nocturno en el instituto, pues no le interesa llamar la atención y prefiere atacar cuando la población duerme. Y a continuación reanudará la búsqueda —suspiró—. Mis sensaciones son ambiguas, no puedo precisar si sus movimientos terminarán conduciéndolo hasta aquí esta misma noche. Pero hemos de prepararnos por si acaso.

Se hizo el silencio. Los tres recorrieron con sus ojos el desván, convertido gracias al esfuerzo de Jules en todo un bunker: muebles pesados para bloquear la puerta, colchones, alimentos y agua, linternas y lámparas, ajos, crucifijos...

—Has hecho un buen trabajo —felicitó Daphne al chico, cuya alargada figura se movía entre los bultos de aquella estancia con gran familiaridad.

—Gracias, me ha costado lo mío.

—¿Y tus padres? —indagó Dominique—. ¿Sospechan algo? ¿Te han preguntado alguna cosa?

Jules sonrió.

—Creo que se imaginan que voy a organizar otra fiesta temática o algo así. Pero da igual, porque no están en casa. Tenían una boda en Fontainebleau, volverán mañana.

Daphne se había puesto a pasear por la estancia, con el mismo gesto calculador de un general pasando revista a la tropa.

—Vamos a intentar tapar la claraboya con una manta —propuso, sin descansar ante la inminencia del peligro—. A ver cómo la sujetamos.

—Y también deberíamos organizar guardias para estar pendientes toda la noche —planteó Dominique—. El agotamiento nos puede vencer y corremos el riesgo de quedarnos dormidos si el vampiro tarda en aparecer.

Daphne y Jules estuvieron de acuerdo.

—No me encuentro bien —comunicó el profesor Varney desde su mesa en el aula, con aquella voz profunda que conseguía un seguimiento casi hipnótico por parte de sus alumnos—, así que dejaremos la clase por hoy. Mañana continuamos.

Sus oyentes, todos adultos, iniciaron entonces un murmullo mientras, obedientes, recogían sus libros y se dirigían a la salida. Cuando todos se hubieron ido, Varney agarró su carpeta y se dirigió también a la puerta del aula, con sus acostumbrados movimientos elegantes que no producían ruido alguno.

En unos segundos, llegó al vestíbulo, se despidió del conserje y en dos pasos más alcanzó con una mano el picaporte del acceso a la calle.

—¿Profesor Varney?

Aquella mano suave, con dedos largos de cuidadas uñas, se detuvo en el aire soltando la manivela. El aludido, mostrando una leve sorpresa que desapareció en décimas de segundo, se volvió para encontrarse con la silueta rechoncha de una mujer de mediana edad que transmitía una energía sorprendente, además de un rostro herido.

—Sí, soy yo —contestó el vampiro, con un atisbo de suspicacia contrariada que no pasó desapercibido para la detective.

A Marguerite le sobrecogió la gravedad de aquella voz, pero sobre todo la frialdad gélida con la que las pupilas de aquel hombre recorrieron su cuerpo en un instante, una mezcla de ausencia absoluta de sentimientos e indolente desprecio. Ella tuvo que hacer un inesperado esfuerzo para continuar con su plan, pues una nítida incomodidad se acababa de alojar en su fuero interno.

—Soy... soy la detective Marguerite Betancourt —se presentó, procurando sobreponerse al imprevisto impacto de aquel encuentro.

Los ojos del profesor, emitiendo un extraño brillo, cayeron sobre ella con mayor interés. Marguerite, agobiada ante aquella intensidad que se le antojó enfermiza, apartó la mirada. Lo que no pudo evitar fue la extraordinaria frialdad de la pálida mano que acababa de estrechar.

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