El viajero (49 page)

Read El viajero Online

Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

—¿Ha ocurrido algo?

Otra vez aquella voz envolvente, que la atrapaba con la fuerza sutil de un hechizo malévolo. Algo de aquel hombre no le cuadraba con respecto a la foto suya que había visto en la casa de la calle Camille Peletan, pero no pudo precisar el qué. Era como si no encajara aquella personalidad avasalladora que exhibía el profesor con la imagen ingenua plasmada en el retrato.

—Me temo que... —Marguerite luchaba por encontrar las palabras, ¿pero qué le estaba ocurriendo?— han entrado en su casa... y...

El semblante de Varney se suavizó, una reacción que Marguerite no entendió al principio. Parecía como si aquella noticia apenas importase al profesor, o quizá la impresión que aquel hombre transmitió a la detective fue que esperaba de la aparición de Marguerite algo mucho más preocupante, por lo que ahora se relajaba.

No tenía sentido aquel proceder —un robo en casa es siempre algo muy serio—, salvo que... Varney hubiera pensado al ver a la detective que iba a ser interrogado sobre la muerte de Delaveau. Y ese temor suspicaz, que sí justificaba la ausencia de preocupación ante la posibilidad de un robo doméstico, era bastante significativo.

El hecho de que Varney pudiera contemplar la posibilidad de que lo interrogaran en torno al asesinato de Delaveau resultaba, en efecto, muy comprometedor.

—Vaya —la contrariedad que el profesor se esforzaba en aparentar solo alcanzó a resultar postiza para una Marguerite que, recelosa, empezaba a recuperar su determinación investigadora—, qué barbaridad. Esta noche comprobaré si me falta algo y mañana pondré la denuncia. Muchas gracias.

Marguerite no se dio por vencida.

—¿No prefiere que vayamos ahora?

—No, ahora no puedo.

Marguerite, detectado un cabo suelto, continuaba rescatando su pasión policial:

—¿Tanta prisa tiene, que el allanamiento de su casa le parece secundario?

El profesor se quedó en silencio unos instantes, sometiéndola a un pulso devastador. Marguerite aguantó entre mareos aquel embate, sostenida solo por el apoyo que constituía su desesperada necesidad de encontrar indicios que la llevaran hasta el psicópata asesino de Delaveau y los estudiantes.

Se dio cuenta entonces de que Varney, de complexión atlética y lo suficientemente joven, encajaba con el perfil físico del sospechoso. ¿Tendría coartada para la noche del treinta y uno de octubre? Solo de pensar que podía encontrarse delante del asesino en serie que buscaba, Marguerite sintió un escalofrío. Como era una profesional, no se dejó llevar por aquella corazonada un tanto prematura. Cualquier error en aquella fase de la investigación podía conceder una ventaja a su adversario.

Ojalá aquella novedosa dirección fuera la correcta. Marguerite sonrió por dentro, paladeando el momento en que podría desbaratar, así, las absurdas teorías vampíricas de Marcel Laville.

Varney miraba ahora al conserje, nadie más quedaba en el edificio salvo ellos dos.

—De acuerdo —consintió, al fin, con su tono cavernoso—. Veo que ya sabe dónde vivo. Acuda con su coche, nos vemos allí en una hora y media.

Marguerite dudó. ¿No era demasiado tiempo para llegar hasta su casa? ¿Se proponía Varney hacer algo antes?

—¿No prefiere que lo lleve en mi coche? —probó ella, con pocas esperanzas de obtener una respuesta afirmativa.

—No, gracias. Tengo el mío aparcado cerca.

Varney salió del
lycée
seguido de Marguerite. Una vez en la calle, se separaron, aunque la detective solo fingió alejarse, pues pretendía averiguar qué vehículo tenía aquel misterioso profesor. En cuanto Varney dobló la esquina, ella volvió corriendo sobre sus pasos y llegó hasta el punto donde lo había perdido de vista. Giró y quedó ante sus ojos una calle larga de iluminación tenue, con las aceras repletas de coches aparcados. Pero de Varney no había ni rastro.

¿Cómo era posible, si tan solo hacía unos segundos que había llegado hasta allí? La detective entrecerró los ojos, estudiando el interior de todos los coches estacionados que distinguía, por si en alguno de los más próximos se encontraba el docente.

Nada. Todos estaban vacíos. Ninguno encendía sus faros ni estaba arrancando ni circulaba por la calzada. No había nadie, el profesor había desaparecido. Incomprensible.

Asombrada, Marguerite encontró una única alternativa: que Varney hubiese entrado en algún portal de aquella calle, aunque los primeros números no estaban demasiado cerca.

Qué raro era todo lo que rodeaba al profesor. Raro... y amenazador. Marguerite, pensativa, había logrado aislar aquel último ingrediente de la sensación que Varney le había transmitido minutos antes, durante su primer encuentro.

Ajena en medio de sus reflexiones, la detective no se percató de que unos ojos amarillos la observaban desde un oscuro callejón, a bastante distancia.

CAPITULO XXXIX

-ESPERA.

La voz de Beatrice lo detuvo justo en el momento en que apoyaba un pie sobre las tablas del puente.

—¿Qué ocurre?

La chica se le adelantó. Enfocó hacia él sus ojos claros e inmensos y el chico se vio reflejado en ellos por completo, incluso vislumbró la escena apasionada que habían compartido un rato antes.

—Déjame cruzar primero, Pascal —pidió—. Este paso es muy antiguo, y en la oscuridad todo se pudre.

Aquel gesto de generosidad desarmó al chico. Ella se arriesgaba para garantizar la seguridad del Viajero, con lo que recordó a Pascal una verdad incómoda: en medio del rescate de Michelle, era él quien debía ser protegido en caso de peligro. Las palabras de Polignac resurgieron, dolorosas, en su memoria: «Tú eres la prioridad, Pascal. Lo más importante es que vuelvas. Aunque sea sin Michelle».

Beatrice, ignorando los pensamientos que había provocado en el chico, ya había recorrido la mitad de la pasarela. Pascal, como siempre, se había visto demasiado inmerso en su indecisión como para impedirlo.

—¡Hasta aquí, bien! —le gritó ella con una sonrisa tensa—. ¡Pero no se te ocurra mirar hacia abajo!

Pascal no estaba dispuesto a hacerlo, pues la profundidad del abismo era tan considerable que el vértigo le habría impedido avanzar e, incluso, podía desequilibrarlo y precipitarlo al vacío.

El Viajero pisó con fuerza las primeras tablas del puente, todavía apoyadas en la roca. No avanzó más. Tragaba saliva ante los bamboleos de aquella estructura que caía sobre el barranco describiendo la curvatura de una sonrisa. Pascal, tembloroso, no se molestó en ofrecer una apariencia aguerrida que no iba con él. Beatrice empezaba a conocerlo demasiado bien, así que ese tipo de exhibiciones ya no merecía la pena. Sonrió en medio de sus nervios: aquellas dudosas tentativas suyas para iniciar el cruce del puente ofrecían una similitud excesiva con lo mucho que le había costado siempre entrar en el agua de las piscinas, pues no había día que en que no le pareciera demasiado fría como para lanzarse de golpe. La misma historia, todos los veranos.

¡Vaya un recuerdo del mundo de los vivos había ido a rescatar!

Ese era el auténtico Pascal. El auténtico y patético Pascal, que jamás había subido a una montaña rusa. Nada que ver con Indiana Jones, desde luego.

Se obligó a caminar. Las piezas de madera, mal sujetas, rechinaban y bailaban al sentir su peso, pero al menos ofrecían un aspecto lo bastante sólido. Pascal comenzó a seguir con exquisito cuidado los pasos de Beatrice, que alcanzaba la tierra firme sobre la que se asentaba la colmena del tiempo. Ojalá se hubiera podido cambiar por ella en ese preciso instante, y ahorrarse los cien metros de sufrimiento oscilante que le quedaban.

* * *

Luc Gautier contempló, ávido, la espalda de Marguerite alejándose del callejón, rumbo a su coche. Aquella mortal había llegado demasiado lejos, había insistido en inmiscuirse en el camino letal del vampiro con una determinación suicida de la que ella no era consciente.

Él tenía cosas más importantes que hacer aquella noche que ocuparse de esa humana, pero la detective se lo había buscado. Marguerite, sin saberlo, acudía a una cita con su propia muerte, un encuentro prematuro que habría podido evitar. Pero ya era tarde. La noche se había impuesto sobre París. Y ella acudía, sola, a casa de su verdugo.

Gautier sonrió; le pareció poco probable que la detective comunicase a nadie adonde se dirigía, dada aquella hora tardía y el breve lapso de tiempo que quedaba hasta que se reuniesen al norte de la ciudad. Hora y media. La última hora y media de Marguerite Betancourt.

El vampiro disfrutaría prolongando su agonía, acompañándola por niveles de dolor que la detective no podía ni siquiera intuir, un sufrimiento que la sumiría en una pesadilla de la que no despertaría jamás.

Nadie volvería a encontrarla cuando terminara con ella. Después echaría sus restos a los perros. El vampiro, rabioso, no estaba dispuesto a que la policía complicase con estúpidas investigaciones su misión de destruir la Puerta Oscura.

No debía retrasar su cometido. El Viajero podía regresar en cualquier momento.

Gautier se disponía a dirigirse a la casa del profesor Varney, cuya apariencia física había adoptado para moverse entre los mortales. Sin embargo, detuvo sus movimientos de criatura oscura, pues percibió la repentina aparición de una presencia cercana.

El vampiro se volvió, al acecho, en actitud de caza. Y allí estaba lo que buscaba, sin la más leve intención de ocultarse.

Próxima al resplandor blanquecino de una farola, la silueta de un hombre permanecía detenida. Gautier se sorprendió no solo de que aquel individuo lo hubiera visto entre las sombras, sino también de la intensidad con la que lo miraba. Una osadía que Gautier no podía tolerar. ¡Era un simple ser humano, un vulnerable vivo!

Gautier salió de su escondite y avanzó unos pasos estudiando a su misterioso oponente, que seguía clavado en el asfalto. Analizó su rostro, tenso pero decidido. No había testigos, aquella estrecha calle parecía desaparecer de París cuando llegaba la noche, mimetizada entre las grandes avenidas. Solo el murmullo del tráfico llegaba hasta ellos.

El vampiro siguió avanzando, calculador, deleitándose en la sensación de sus colmillos creciendo, sus uñas curvándose, la fuerza del Mal bombeando veneno por sus venas muertas. Sus pupilas se rasgaron sobre un fondo turbio, la mirada hambrienta de un depredador.

Ante la inminencia de la caza, Gautier estaba desfigurándose, perdiendo el cuerpo de Varney que utilizaba como carcasa para mantener en secreto su condición maligna. Aquel hombre que tenía frente a él, sin embargo, no había alterado su posición a pesar de la aterradora transformación a la que estaba asistiendo.

* * *

Pascal se dejó caer de rodillas en cuanto sus pies abandonaron la pasarela. Todavía con un último escalofrío de miedo, experimentó el agradable tacto de la roca sólida, lo que, unido a la compañía de Beatrice, logró que su rostro recuperase algo de color.

—Madre mía, pensaba que esas cuerdas no aguantaban...

El espíritu errante sonrió, acariciándole el pelo.

—Pesas demasiado poco para eso. Además, habría sido mala suerte que el puente se viniese abajo justo contigo, después de siglos aguantando, ¿no crees?

—Supongo —Pascal le devolvió la sonrisa, aunque fue un gesto más bien tímido.

El chico se puso de pie y, acompañado por Beatrice, avanzó los pasos que los separaban de la Colmena hasta rozar un primer hueco hexagonal de unos dos metros de altura. El interior permanecía a oscuras.

—La primera celda —susurró Beatrice—. Nos conducirá a la cavidad donde tendrás que elegir una de las puertas.

Pascal asintió, algo abrumado ante la magnitud de aquella obra del paisaje. Tocó sus bordes, que parecían restos fosilizados y ofrecían un tacto helado.

—¿Quién hizo esto? —quiso saber.

Beatrice se encogió de hombros antes de responder.

—No creo que nadie lo sepa. La naturaleza, supongo.

La naturaleza. Sonaba extraño allí, en el reino de lo inerte.

—La naturaleza muerta —matizó Pascal recordando un tema general de muchos cuadros.

Se quedaron en silencio, concentrándose antes de acceder al interior de aquel laberinto compuesto por miles de compartimentos geométricos interconectados.

—En el fondo, la Colmena de Kronos es como el puente que acabamos de cruzar —explicó Beatrice para animarlo—. Un paso necesario para llegar al otro lado, a una oscuridad mayor. Hay que atravesarla si pretendemos liberar a tu amiga.

—Ya veo.

—Allá donde aterricemos en cada viaje —continuó ella—, sea cual sea la época, solo tú serás visible para los seres humanos con los que nos crucemos. Aunque tú sí podrás verme en todo momento.

—Menos mal —aquella última aclaración había aliviado al Viajero, que por nada del mundo quería quedarse solo en cualquier momento temporal que no fuese el suyo. Bueno, ni siquiera en el suyo—. ¿Y los condenados?

—No los reconocerás, se mimetizan bajo la recreación de cada época, adoptando los papeles más sufrientes. Y es mejor así.

Pascal concluyó que en aquel desafío en el que se hallaba inmerso iba a acumular tanto miedo que jamás podría volver a estar solo. En ninguna parte, en ningún instante. Al igual que el penetrante olor de los muertos, la soledad de aquella dimensión se adhería a la piel hasta solidificarse como una persistente costra de temerosa melancolía.

Encontrar a Michelle, pues, ganaba importancia a cada segundo. Porque experiencias como la que había vivido con Beatrice horas antes no eran suficientes. A Michelle la amaba.

—Cada época que visitemos solo es un paso más, un espacio de transición —recordaba el espíritu errante—. Lo único que tenemos que hacer es aguantar, pasar desapercibidos mientras encontramos la siguiente puerta hexagonal de la Colmena, nadamás. Su inconfundible forma geométrica tiene que ayudarnos. Imagino que estará cerca de donde aterricemos, a lo mejor camuflada en alguna construcción... No sé. Cuanto antes la crucemos, menos tiempo pasaremos en esa época, eso es lo importante, y menos quedará para escapar de la Colmena. Con el límite que ya te dije —añadió— de veinticuatro horas. Es... como caminar sin detenerse mientras atraviesas diferentes habitaciones, hasta llegar a la salida. ¿Entiendes?

—Sí, eso lo entiendo. Pero ¿es fácil encontrar esas puertas?

Beatrice se encogió de hombros.

—No tengo ni idea. Tendremos que creer que sí, ¿no te parece?

Other books

Silk Over Razor Blades by Ileandra Young
Death Under the Lilacs by Forrest, Richard;
Jane and the Barque of Frailty by Stephanie Barron
The Great Betrayal by Michael G. Thomas
Crystal's Dilemma by Christelle Mirin
Beauty & The Biker by Glenna Maynard
A Wanted Man by Paul Finch