El viajero (29 page)

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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

—De todos modos, aún hay tiempo para hacer algo. El viaje hacia el Mal es largo, así que la chica tardará en estar condenada. Primero tienen que llevarla hasta las profundidades de la Oscuridad, y un Viajero sí puede adentrarse en esos territorios sombríos para seguirla. Pascal podría rescatarla, si se decide a intentarlo.

La misión que Mayer confería al Viajero encajaba con su mentalidad de antiguo militar, procedente de un tiempo en el que se luchaba con honor en los campos de batalla, antes de que el arte de la guerra se mancillara con el tinte sucio de traiciones, corrupción y armas de destrucción masiva.

—Hubo un tiempo en que la guerra la ganaba el más valiente, el más noble —Mayer se dejaba llevar por su melancolía, consecuencia del tiempo que llevaba aguardando en aquel mundo—. Un tiempo en que lo peor no era la muerte, sino la cobardía. Una época perdida en la que la victoria no compensaba a cualquier precio.

—¿Qué propones?

Lafayette, con su pregunta, obligó a Armand a volver a la realidad.

—Si el Viajero no vuelve pronto a visitarnos —contestó—, le avisaremos a través de un espíritu emisario. La situación así lo requiere.

—Otra cosa es que responda a la llamada —repuso Lafayette—, aunque eso es algo que no está en nuestras manos.

—Eso es. Ahora vamos a prepararlo todo —concluyó el capitán rememorando sus campañas militares—. Si Pascal acepta su destino con dignidad y acude en busca de la joven rehén, habrá que ayudarle a emprender ese viaje que lo convertirá en leyenda.

—Pero ¿crees que está preparado? —dudó Lafayette, temeroso de que Pascal pudiera no volver de aquella aventura inverosímil.

—Su corazón late —sentenció Mayer—. Y la vida es un caudal más poderoso que cualquier arma. Puede conseguirlo. Por sus venas corre sangre joven, intensa, que no debe derramarse en este mundo ni en el feudo de la Oscuridad.

A pesar de las contundentes palabras de su amigo, Lafayette no parecía convencido.

—¿Y el Bien? —inquirió al capitán haciendo un aspaviento—. ¿Es que nunca actúa el Bien? ¿No ayudará a ese joven Viajero en esta ocasión? ¡El Mal sí se mueve, y eso no es justo!

Mayer sonrió con cariño.

—Se nota que llevas aquí mucho menos tiempo que yo, Charles. La tuya es una impaciencia de juventud —suspiró entrecerrando los ojos, que seguía enfocando hacia la negrura, más allá de la verja del cementerio—. La perspectiva de las décadas, de los siglos, en cambio, te ayuda a entender todo mucho mejor, y te tranquiliza. El Mal se mueve, sí, te tienta, pero no puede hacerte daño salvo que tú te apartes del camino, incumplas las reglas del mundo. El Mal no te ataca, te encuentra si estás donde no debes, que no es lo mismo. Por eso el Bien no interviene, para preservar la libertad de elección de tus pasos.

—Sí, eso lo entiendo. Sé que si me alejo de mi tumba y me pierdo por esas tierras oscuras, puedo caer en manos del Mal. Pero el caso de Pascal es diferente. Él se enfrenta a algo mucho más poderoso...

Mayer asintió, haciendo un esfuerzo por recordar.

—Ten en cuenta que es el Viajero, no un simple vivo. No obstante..., creo recordar que sí hay una figura que representa el Bien en torno a la leyenda de la Puerta Oscura. Se trata de una figura conocida como el Guardián de la Puerta, alguien perteneciente al mundo de los vivos cuya misión es proteger al Viajero. Se supone que el clan de los guardianes transmite sus enseñanzas de generación en generación, aunque no consta que alguna vez hayan intervenido. O en efecto no ha trascendido, o a lo mejor solo es un mito...

—Espero que exista ese Guardián. Pascal lo necesitará. Aun así...

El capitán resopló.

—Eres difícil de complacer, Charles. ¿En qué piensas ahora?

Lafayette se encogió de hombros, con aire humilde.

—Me sigo rebelando contra el funcionamiento de este mundo, contra la aparente inactividad del Bien. No puedo evitarlo ante estas circunstancias —se detuvo unos instantes—. Estoy pensando en esa chica, ella no ha podido elegir, no ha sido libre y, sin embargo, avanza hacia la oscuridad eterna. Eso es lo que me impide aceptar lo que has explicado, Armand. Me continúa pareciendo injusto.

Mayer se tomó unos momentos antes de contestar.

—Te vuelve a fallar la perspectiva, compañero. Al buscar respuestas, pretendes aplicar en el Bien la misma lógica del Mal, y eso es un error. El Bien no funciona igual, no se rige por los mismos principios.

—Entonces —lo interrumpió Lafayette—, ¿quieres decir que su distinta naturaleza permite al Bien no actuar mientras una inocente se condena?

Mayer descartó aquel planteamiento con la cabeza, esbozando una media sonrisa.

—No, querido amigo. El Bien, al contrario de lo que tú señalas, ya está interviniendo.

Aquella enigmática afirmación sorprendió a Lafayette, que se mantuvo en silencio a la espera de que su amigo prosiguiese para justificarla.

—Pascal aceptará el desafío —sentenció el militar—. Y así, sin ser consciente de ello, se convertirá en instrumento del Bien.

Ahora Lafayette sí entendió las palabras de su camarada en la Tierra de la Espera, aunque quiso confirmarlo:

—Quieres decir que la forma de participar escogida por el Bien...

—... es a través del Viajero, en efecto. Pascal no es ningún ángel, pero el Bien sí puede servirse de él para llevar a cabo su reacción.

Lafayette asintió, todavía con la perplejidad reflejada en el rostro.

—¿Y si el Viajero fracasa en su misión, o no acepta el reto? —cuestionó, inseguro.

Mayer se volvió hacia él y le dirigió una mirada intensa.

—No lo sé, Charles —reconoció—. Quiero creer que, en tal caso, el Bien dispondrá de otra alternativa. Ojalá no nos veamos obligados a comprobar la respuesta a tu último interrogante.

—Ojalá.

—Confiemos en Pascal. Pero basta ya de deducciones —cortó Mayer con brusquedad—. No podemos aspirar desde aquí a comprender la Luz, no lo vamos a conseguir por mucho que hablemos. Estamos muertos, pero seguimos siendo humanos. Como nos enseña el invariable paisaje de esta tierra, estamos más cerca del Mal que del Bien. De ahí que, en el fondo, entendamos mucho mejor la oscuridad. Y de ahí —su gesto se tornó ausente, meditabundo, resignado— la ancestral tentación que siempre hemos sufrido hacia los caminos sombríos.

—Así es la vida... y la muerte —concluyó Lafayette encogiéndose de hombros—. Cuando quieras, te ayudaré en lo que precises.

—Vamos, pues. No hay tiempo que perder.

* * *

Aquellos sonidos rompieron la quietud de la noche. Procedían, sin ninguna duda, del interior del cementerio.

Los dos policías apagaron sus linternas y guardaron silencio. Marguerite, que había retrocedido hasta la puerta del panteón, vigilaba el exterior. Procurando maquillar su propio miedo, buscaba, pistola en mano, el origen de los misteriosos ruidos.

Ambos sintieron un escalofrío.

Marcel, mientras tanto, sudaba, consciente de que no deberían estar allí; algo, por otro lado, inevitable si pretendían que nadie los descubriese en su labor profanadora.

El forense miró el arma de su compañera. Pobre ingenua. Si sus suposiciones eran ciertas, aquellas balas no servirían de nada. No pudo consentirlo. Con suavidad, sacó un revólver cuyo tambor había sido cargado con proyectiles de plata. Ahora se sintió más seguro, aunque solo un poco.

Se hizo de nuevo el silencio. Los dos salieron de la construcción que los mantenía ocultos y, procurando que sus pasos no los delatasen, se dirigieron hacia el lugar de donde procedían aquellos sonidos.

Los jadeos se reanudaron poco después. Ya no había duda, procedían de un reciente enterramiento, muy próximo al panteón de los Gautier. Sin embargo, no podían verlo bien porque otras sepulturas se interponían, así que siguieron avanzando en la penumbra, tanteando hasta lograr un ángulo de visión libre de obstáculos.

Una figura encorvada apareció junto a una cruz de piedra, ante los asombrados ojos de los policías. La luz de una farola lejana les permitió adivinar su silueta delgada, de movimientos convulsos. Los montones de tierra a su lado delataban que aquel extraño individuo había estado escarbando hasta dar con el ataúd. El tipo, en medio de la oscuridad, se agachaba continuamente para agarrar algo que no terminaron de distinguir.

—¡Quédese ahí y levante las manos, policía! —gritó Marguerite encendiendo la linterna al tiempo que apuntaba con su arma.

Ella no se esperaba la insólita reacción de aquel individuo, por lo que no tuvo tiempo de actuar. El desconocido, oculto bajo un abrigo, brincó como un felino al sentirse descubierto y desapareció en décimas de segundo entre las tumbas. Marguerite, recuperando el control, se lanzó a la carrera tras el fugitivo mientras le instaba a que se detuviese.

—¡Marguerite, espera, es mejor que no nos separemos! —advirtió Marcel, echando a correr tras ella.

Medio minuto después se detenían, pues el cementerio había recuperado la quietud. Nada se movía.

—Nos conduce a la zona más densa de árboles, donde no hay luz —observó Marguerite en voz baja—. Hay que impedirlo.

—Dejémoslo —pidió el forense—. Si se ha escondido bien, nos llevará horas dar con él. Y tampoco estaba haciendo nada muy grave...

—¿Te parece poco profanar tumbas? —le recriminó ella.

—Es lo mismo que íbamos a hacer nosotros, ¿recuerdas? Aún podemos terminar nuestra tarea...

Silencio. Marguerite, incapaz de abandonar su inspección, seguía recorriendo cada rincón, con la pistola por delante. Buscaba como un sabueso. Marcel, cada vez más tenso, vigilaba los alrededores para protegerla.

Un movimiento de la detective entre varios bloques de piedra provocó un grito muy próximo, pero la mujer solo pudo alzar la cabeza antes de sentir que algo se le acercaba a toda velocidad y le golpeaba el rostro con saña. Marguerite gimió, sintiendo una punzada de dolor. Una de sus mejillas se abrió en tiras de las que la sangre brotó profusamente. Eso no impidió que apretara el gatillo de su arma varias veces, aunque fuera sin ver aquello que todavía la amenazaba con nuevos zarpazos desde la parte superior de un monumento cercano. Sin embargo, sus disparos casi a quemarropa no parecieron hacer mella en el cuerpo del atacante, que se abalanzó de nuevo contra ella emitiendo un aullido estremecedor. La detective se preparó para lo peor.

Dos tiros más resonaron entonces en el cementerio, y la hambrienta sombra que se precipitaba sobre la detective dio un respingo, retorciéndose de dolor, mientras se apartaba de su víctima herida. Gimoteando, la silueta bajo el abrigo se alejó del lugar con la misma celeridad con la que había agredido a la detective, desapareciendo en la noche. Marcel no se molestó en perseguirla, preocupado por su amiga.

—¿Te encuentras bien? —preguntó él.

Marguerite contempló sorprendida al forense, erguido y con los brazos todavía estirados sujetando el revólver. Después, se apoyó en una losa muy vieja, y esperó aún unos segundos antes de hablar.

—Pero ¿no decías que no llevabas pistola? —lo interrogó cuando hubo recuperado el aliento.

—Bueno, siempre guardo un último recurso...

Marguerite seguía con la respiración entrecortada, pero sonrió, lo que le provocó un dolor mayor.

—Eres una caja de sorpresas, Marcel. Y yo que te creía un simple científico, un tipo de laboratorio... Gracias, te debo una casi tan gorda como yo.

Al forense le admiró que, en aquellas circunstancias, ella fuera capaz hacer bromas.

«Y yo que te creía un simple científico.» Marcel repetía en su cabeza aquellas palabras, quizá nacidas de un presentimiento de ella. En efecto, Marguerite solo conocía de la identidad oficial de Marcel.

—¿Llamo a una ambulancia? —sugirió, muy serio—. Tus heridas parecen profundas.

—No lo son —la detective estrechaba un pañuelo empapado contra su cara, mientras delgados hilillos de sangre le resbalaban por el cuello—. Y aún no hemos terminado nuestra misión.

—¿Estás loca? ¡Te tiene que ver un médico!

—Después. Volvamos al panteón de los Gautier. ¿Con qué me ha atacado ese cabrón? ¿Le has visto la cara?

—No he visto nada —mintió, una vez más, Marcel—. Casi no había luz y el tío se movía muy rápido. Ha debido de ser con una navaja, a juzgar por los cortes que llevas en la cara.

El forense sabía que no era así. Las brechas que surcaban el rostro de su amiga describían una trayectoria demasiado paralela: se trataba de arañazos, de la huella inconfundible de una garra. Y la profundidad de aquellas heridas delataba la fiereza de la agresión. Una fiereza animal.

En su camino hacia la construcción fúnebre, pasaron por la tumba donde habían visto por primera vez al agresor anónimo. Comprobaron con espanto que lo que aquel tipo agarraba y se llevaba a la boca, después de haber removido la tierra y quebrado la caja de madera, era el cadáver de un niño que había sido enterrado aquella misma tarde. Marguerite sintió náuseas al imaginar aquel comportamiento carroñero. Sin embargo, a pesar del macabro hallazgo, no podían permitirse más demoras, así que continuaron su avance entre cruces y lápidas. No dijeron nada más.

Una vez en el panteón, se introdujeron en su interior. En cuanto se encontraron frente a la tumba de Luc, sacaron sus utensilios de las mochilas y comenzaron a trabajar a un ritmo frenético. No obstante, Marcel dirigía miradas intrigadas hacia una trampilla en el suelo, que parecía llamar su atención con un extraño magnetismo.

Al cabo de unos minutos, cuando estaban forzando el ataúd, un resplandor intermitente dibujó sombras desde el exterior.

—Es la sirena de un coche policial haciendo la ronda —dedujo Marguerite mientras aprovechaba para limpiarse un poco sus heridas—. Los vecinos han debido de oír los disparos y han avisado a los compañeros. Rápido, nos detectarán en seguida.

El cierre del ataúd estaba roto y su tapa, cubierta de suciedad, se pudo abrir sin grandes dificultades. Con cierto temor reverencial, los policías se asomaron para comprobar el contenido.

Nada.

En su interior no había nada, solo un forro aterciopelado manchado de pelos, tierra y algunos restos orgánicos indefinidos.

—No entiendo —reconoció Marguerite dándose por vencida, a punto de desmayarse por el dolor creciente de sus heridas—. No entiendo nada.

Marcel sí comprendía aquellos indicios: Luc Gautier había despertado como vampiro. Y por la noche, los vampiros abandonan sus tumbas para cazar. Aquel hallazgo encajaba con la teoría del forense. El médico tuvo claro que por la mañana sí habrían encontrado el cuerpo de Gautier en aquel ataúd, y en un sorprendente estado de conservación.

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