El viajero (31 page)

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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

Por eso ella seguía buscando, frenética. La inactividad en su situación constituía, además, una tortura peor incluso que un esfuerzo inútil. Miraba hacia arriba, perseveraba en su búsqueda con un empecinamiento irracional. ¿Dónde estaban las estrellas? No se le ocurría otra fuente de luz a la que poder recurrir, sometida a aquel paisaje oscuro de naufragio en la noche. En aquella penumbra asfixiante, su propia esperanza se iba marchitando, y el único modo de mantenerla viva era fingir un objetivo a su alcance. Había que buscar.

Todo, menos rendirse.

Una estrella. Le bastaba con una en todo el firmamento. No pedía más.

Michelle pensó en sus padres. Recordó sus rostros tristes y, al mismo tiempo, orgullosos, cuando se despidieron de ella la víspera de su primer día en la residencia de París. Hacía de eso varios años, pero aquella escena se conservaba fresca en su memoria. Michelle abandonaba el pueblo, ellos la habían conducido a la gran ciudad apoyando su temprana decisión de continuar estudiando allí, con una confianza sin fisuras. Siempre la habían apoyado en todo. El único conflicto que habían tenido a lo largo de ese tiempo tuvo lugar cuando ella adoptó la estética gótica, algo que acabaron aceptando con más resignación que convicción.

A Michelle se le hizo un nudo en el estómago al acordarse de ello, y nuevas lágrimas asomaron a sus mejillas. Las sintió resbalar hasta sus labios presionados por la mordaza, y poco después, su sabor salado en la tela húmeda. Tampoco para ella había sido fácil dejar el hogar e ir a vivir con un montón de gente desconocida. Pero, al final, el tiempo, que siempre recompensaba la valentía en las decisiones, le había dado la razón, y ahora se encontraba cómoda en París y contaba con buenos amigos, como Pascal, Dominique, Mathieu o Jules.

Bajó su rostro, por fin. Gimió. Había dejado tanto atrás... ¿Cómo podían haberla arrancado de su vida de un modo tan brutal? ¿Cómo podían parecer tan lejanos sus recuerdos?

El invisible tambor que marcaba el ritmo de aquel desfile de espectros continuaba con su cadencia irreversible, más propia de un último camino hacia el patíbulo.

«Si los últimos días de un condenado a muerte vinieran acompañados de una banda sonora, la melodía sería esta», pensó Michelle. Las declinantes notas de un himno a la desesperación.

Ella estaba empezando a perder el gusto por lo tétrico.

* * *

Cuatro y media de la tarde en el desván. Una intensa conversación acababa de terminar entre los presentes. Jules, que se había apartado de los demás, observaba ahora el enorme arcón con gesto arrebatado, el mismo que, de un modo más discreto, mostraba Daphne en su rostro. La bruja llevaba décadas soñando con encontrarse frente a frente con la Puerta Oscura. Casi no podía creerlo. Pero había ocurrido, y ella se dejaba avasallar en esos instantes por la corriente de poder que emanaba de aquel umbral entre la vida y la muerte. Un umbral sagrado que solo podía cruzar Pascal, el Viajero. A ella eso le resultó indiferente. El trascendente destino de la bruja consistía en maniobrar bajo las tranquilas aguas del anonimato. Desde los más remotos orígenes, druidas y hechiceros habían ejercido aquel invisible papel, clandestinos guías que ayudaban en sus pasos a reyes, príncipes y caudillos del pueblo. A Daphne le bastaba con la proximidad de aquel arcón con apariencia de féretro que daba sentido a toda su vida, a toda su existencia. No buscaba la fama.

A Jules, por su parte, se le había erizado la piel y experimentaba en ese momento una emoción que nadie habría entendido. Siempre había creído en el Más Allá y su interacción con el mundo de los vivos, así que no le costó mucho asumir lo que Pascal, Dominique y aquella bruja le contaban. Todas sus creencias se confirmaban, de una forma mucho más ambiciosa de lo que nunca hubiera imaginado. Incluso le cuadró aquella apabullante historia con la misteriosa desaparición, un siglo atrás, de su bisabuela Lena, aunque no dijo nada al respecto. Lo único que lamentaba era no haber sido él quien descubriera lo que se ocultaba bajo aquel inofensivo baúl medieval: la Puerta Oscura.

—De todos modos, una vez que entre en el arcón y desaparezca, te convencerás del todo —concluyó Pascal.

Jules no había dudado. Sabía de antemano que aquella desaparición se cumpliría. No sentía miedo. Para él, aquello era un sueño convertido en realidad, y el arcón, un tesoro que contenía todas las respuestas. Confió en que Michelle no formara parte del precio de tal hallazgo. Su misterioso secuestro constituía una mala noticia de la que también le habían hecho partícipe.

—Recuerda que lo que te hemos contado debes guardarlo en el más estricto secreto —le advirtió Daphne, contrariada ante el creciente número de conocedores del emplazamiento de la Puerta Oscura—. Difundirlo pondría en peligro tu vida... y la de los demás.

—No tienes por qué preocuparte —afirmó Jules—. Ni siquiera quiero compartir esa información.

Pascal se introdujo en el baúl, ansioso por reunirse con los muertos para que le explicaran cómo podía ir en busca de Michelle. Llevaba una mochila con provisiones, agua y algo de ropa.

—Contigo, la Puerta Oscura permanece abierta —explicó Daphne—, así que puedes trasladar lo que quieras de un mundo a otro. Soportarán bien el viaje.

Antes de que Jules cerrara el arcón sobre Pascal, Dominique se acercó y le dio un abrazo a su amigo. El Viajero se dio cuenta de que los ojos de Dominique habían enrojecido.

—Encuéntrala, tío —le susurró Dominique—. Y tráela de vuelta.

—Cuenta con ello, volveré con Michelle.

—Yo te ayudaré desde aquí, cualquier cosa que necesites... Seguro que ella te iba a contestar con un sí, recuérdalo cuando lo pases mal o dudes. Estoy convencido. Lo que pasa es que la pobre no tuvo tiempo de responderte...

Su voz temblaba, y calló antes de traicionarse con unas lágrimas. Pascal nunca se había planteado realmente qué tipo de sentimientos albergaba Dominique hacia Michelle, y ahora lo hizo. Fue toda una sorpresa, qué ciego había estado. A menudo no se ve lo que se tiene más cerca, y su amigo, por otra parte, era un experto simulando.

—Dominique, respecto a Michelle...

El otro le cortó con un gesto.

—Olvídalo. Puedo luchar contra esta silla, pero no contra sus sentimientos. Ella siente algo por ti, eso está claro. Sus dudas son demasiado sospechosas. Yo jamás he tenido ninguna oportunidad —fingió resignación—, así son las cosas. Me conformo con su amistad. Pero tú puedes conseguirla. Por eso mismo tienes que recuperarla.

La Vieja Daphne se aproximó entonces para darle un último consejo a Pascal, con lo que, de forma inconsciente, ayudó a los chicos a romper la emotividad de aquel instante.

—Pascal, ten mucho cuidado. No solo Michelle depende de ti. Hay mucho en juego.

El aludido agradeció aquel aviso, aunque le acababa de provocar su temida alergia a las expectativas ajenas, a los juicios de los demás. Si quería triunfar en su nueva misión, era mejor que olvidase la verdadera responsabilidad que estaba asumiendo. O escaparía corriendo. Lo que no le habría servido de nada, claro. Y es que, en su situación actual, no había lugar donde esconderse. Con cierta sorna, se dio cuenta de que ni el suicidio le habría servido como evasión a su compromiso de Viajero, dado su vínculo real con la muerte. Aquella idea le provocó una gran carcajada que rezumaba sarcasmo.

—Recuerda que soy médium —le avisó Daphne—. Intenta ponerte en contacto conmigo de alguna forma, para que sepamos lo que te han dicho en el Mundo de los Muertos.

—Y eso, ¿cómo se hace? —aquello era nuevo para Pascal.

—Pregúntalo allí —respondió la bruja—. Yo solo soy un receptor de mensajes. Y no apures el tiempo en esa región de la muerte, vuelve rápido.

Aquella última observación llamó la atención de Dominique.

—¿Por qué? —indagó el chico acercando su silla de ruedas.

Daphne habló a regañadientes:

—Si el Viajero supera determinado tiempo en la Tierra de la Espera, ya no podrá volver.

—Siete días —concretó Pascal repasando toda la información que había ido recibiendo en sus sucesivos viajes—. Lo que supone veinticuatro horas vuestras.

—Entonces, ¿tienes que volver mañana a esta misma hora? —quiso confirmar Dominique, un dato esencial a la hora de mantener el engaño a padres y amigos.

Pascal miró a la bruja, que se encogía de hombros en aquel momento.

—Depende —respondió ella—. Si, para buscar a Michelle, Pascal se adentra en los territorios eternos del Mal, su margen de tiempo se detendrá, se mantendrá invariable hasta que vuelva a pisar la Tierra de la Espera. Fuera de esta región transitoria, en realidad, no corre el tiempo para ningún espíritu. Allí donde nadie aguarda, donde rige la perpetuidad, el tiempo no tiene sentido.

Dominique asintió. Había caído en la cuenta de que la última petición de Daphne a Pascal se había limitado, precisamente, a la Tierra de la Espera. Así que, transcurridas veinticuatro horas desde el inicio del viaje, tampoco sabrían a ciencia cierta si Pascal se había condenado a vagar para siempre por el Mundo de los Muertos, en caso de que no hubiera regresado a la dimensión de los vivos.

La incertidumbre continuaría carcomiéndolos hasta el último segundo.

Nadie volvió a hablar, no debían postergar más el siguiente paso. Sobraban las palabras.

Jules cerró la tapa y Pascal se quedó a oscuras. Fuera, los presentes aguantaban la respiración. En unos minutos comprobarían que su amigo ya no estaba en el interior del arcón. Y Jules lanzaría un definitivo grito de triunfo.

La vida no tenía límites. Ese era el gran descubrimiento. Se podía soñar.

Jules lo hacía. Soñaba, recordando las palabras de la vidente; así que si un Viajero pasaba demasiado tiempo en el Mundo de los Muertos, no podía volver... Interesante. Empezaba a hilvanar coincidencias que quizá le permitieran más adelante entender algunos enigmas del pasado de su familia. Pero todo aquello podía esperar hasta que el rapto de Michelle se resolviese. Eso era lo prioritario.

Daphne consultó su reloj de bolsillo. Las cinco de la tarde. Comenzaba la cuenta atrás.

Continuaron en silencio, clavando sus miradas con fervor casi religioso en el arcón. Ninguno de ellos volvería a ser el mismo cuando todo aquello acabase... si es que vivían para contarlo.

* * *

Marcel, ataviado con una bata verde, la boca y el pelo cubiertos y unas enormes gafas de plástico transparente, se inclinaba sobre la camilla, arrancando pequeñas partículas de un cadáver recién llegado de un atropello. Sus manos enguantadas manejaban las pinzas con la destreza que proporcionan años de experiencia.

La puerta se abrió, dando paso a Marguerite y su aparatoso vendaje tapándole parte de la cara.

—Qué gusto que podamos seguir trabajando, ¿verdad? —dijo ella—. Si de esta no nos han despedido...

—Marguerite, no puedes estar aquí sin la ropa adecuada —advirtió el forense de forma cordial—. Ya lo sabes.

La detective no refunfuñó en aquella ocasión.

—Veo que ahora cumplimos las normas a la perfección —sonrió—. Pero tenemos que hablar de lo que pasó en el cementerio, no puedes seguir esquivándome. Ya no.

Depositando las pinzas en una bandeja, Marcel se irguió. La miró con detenimiento.

—De acuerdo —concedió—. Espérame fuera, que ahora salgo.

Marcel cumplió su palabra, y al poco rato estaban los dos en su despacho.

—Tú acudiste a nuestra cita con una pistola cargada con balas de plata —acusó Marguerite, sin andarse por las ramas.

El forense asintió, mientras cerraba la puerta y se sentaba en su sillón.

—Tenía mis sospechas, eso es todo.

—Claro que no es todo. Sospechas, ¿sobre qué?

—¿Puedes bajar la voz?

Marcel Laville empezó a juguetear con un boli. El forense decidió que ya era hora de poner las cartas sobre la mesa, al menos algunas. Teniendo en cuenta el huracanado carácter de su amiga detective, no podía seguir disimulando. Había llegado al convencimiento de que podía compartir algo de información con ella sin comprometerse en exceso. Se dispuso a intentarlo:

—Hace días que me planteo la posibilidad de que nos enfrentemos a algo... sobrenatural —comenzó con cierta timidez.

Marguerite ni pestañeó. Después de todo lo que había ocurrido, se imaginaba algo parecido de su compañero.

—¿Puedes concretar un poco más?

—La forma en la que murieron las víctimas, la huella de Gautier, el no saber cómo habían desangrado los cuerpos... ¿Hace falta que siga?

—Sí, quiero escuchártelo decir, Marcel. Concreta esa «amenaza sobrenatural».

—Siempre tan inflexible, Marguerite —el forense la miró a los ojos—. Creo que nos enfrentamos a un... vampiro.

La detective se quedó callada.

—Eso es absurdo —comentó ella por fin—. Los vampiros son una leyenda. Y tú eres un científico.

—Entonces, ¿cómo explicas lo de que tus disparos no afectaran a tu atacante?

La detective se mordió el labio inferior, calibrando sus palabras.

—Eso no lo sabemos. A lo mejor aguantó bien hasta que recibió los tuyos, por eso solo se quejó entonces. Hay gente con una fortaleza excepcional...

—Interesante hipótesis —ironizó el forense—. Si no fuera porque quien te agredió era un individuo muy poco corpulento... ¿Me podrías contestar a otra pregunta?

—Suéltala, doctor supersticioso.

—Entre tus disparos y los míos, aquel tipo debió de recibir cinco balazos antes de marcharse.

—Supongo.

—Sin embargo, no hemos encontrado ni un rastro de sangre por aquella zona... Por eso no hemos podido identificarle. ¿Qué opinas? Todos los seres vivos sangrarían con esas heridas, ¿no?

—Quizá iba muy abrigado y toda la sangre empapó su ropa, por lo que no llegó a salpicar el suelo ni las tumbas.

El forense sonrió, sin abandonar el sarcasmo.

—¿Tus explicaciones te convencen más que la mía, Marguerite?

—Al menos las mías son físicamente posibles.

Marcel se decidió a lanzar su órdago:

—¿Qué te apuestas a que encontramos nuestras cinco balas si abrimos la tumba del profesor Delaveau?

Ahora la detective sí abrió los ojos de forma desmesurada.

—Pero ¿qué tonterías estás diciendo? ¿Después del lío en que nos hemos metido por culpa de la huella de Gautier, pretendes que volvamos a hacer lo mismo? No, gracias. Prefiero conservar mi trabajo. Jamás conseguiremos autorización para hacer eso, y ahora menos que nunca. Además —añadió con sorna—, tu afirmación implica que fue él quien recibió nuestros disparos. ¡Y yo que pensaba que Delaveau estaba muerto hace días! Mira que soy despistada... —su semblante se ensombreció—. Venga, elimina al profesor asesinado de la lista de sospechosos de la agresión, y ponte a trabajar en serio. Recupera esa lógica que te ha caracterizado siempre. Al menos hasta ahora, porque me estás asustando...

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