El viajero (57 page)

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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

—Sí, lo habría hecho —Daphne marcaba sus palabras— si tú nos hubieras avisado de la llamada antes de actuar por tu cuenta.

Se hizo un silencio de una densidad abrumadora. Daphne había abierto mucho los ojos, consciente de que la declaración de Jules constituía una probable sentencia de muerte para ellos.

—Somos un equipo —recalcó Daphne, muy seria—. No puedes actuar solo. Y lo has hecho, poniéndonos en peligro a todos, arriesgando el retorno de Pascal.

Eran acusaciones muy severas. Dominique acababa de llegar con la silla hasta el rincón donde ellos permanecían, y asistía asombrado a aquel enfrentamiento tan duro, que no entendía. Continuaba sin saber qué ocurría entre los otros dos, pero sí percibió un ambiente de temor distinto al que había imperado en aquella buhardilla hasta entonces: el miedo latente a perder la única verdadera protección con la que contaban contra el vampiro, el recinto cerrado.

—Yo... —Jules continuaba, avergonzado—. Quería daros la noticia, por eso...

Daphne explotó:

—¿Qué noticia? ¿Que le has abierto la puerta al vampiro? ¿Que le has permitido salvar el único obstáculo que le impedía llegar hasta nosotros?

Ahora fue Dominique el que se quedó de una pieza. ¿Eso había hecho Jules?

Daphne se volvió hacia Dominique con gesto agorero.

—Jules ha invitado a Varney a visitarnos —notificó con la frente perlada de sudor—. Así que ya puede venir. Y aún quedan horas de oscuridad. Preparémonos y... que sea lo que el destino quiera depararnos.

* * *

Sí, aquel último ático pendiente de inspeccionar, perteneciente al portal número 3 de la rué Pasquier, era el que ocupaba el hombre degollado que permanecía tirado en la acera sobre un charco de sangre. Pero no vivía solo, como atestiguaba el segundo cadáver que la policía acababa de encontrar: una mujer joven con el cuerpo extendido sobre la terraza en una postura que recordaba a una muñeca rota.

Su gesto, con los ojos muy abiertos y la boca arrugada, era de un terror absoluto.

—Nuestro asesino tiene que dar mucho miedo, a juzgar por esa cara —comentó Marguerite.

El forense asintió con una leve sonrisa ante la exactitud de la suposición de su amiga, que no cayó en la cuenta de que con su observación volvía a reforzar las teorías fantásticas de Marcel. Si ella supiera a lo que se enfrentaban...

La detective, sin embargo, no podía evitar pensar en el profesor Varney. Aunque su aspecto no era precisamente aterrador, dio por sentado que cualquier desconocido que aparece en una casa con intención de matar tiene que impresionar mucho a cualquiera.

Seguían buscando indicios. Un olor a podrido bastante denso impregnaba todo el piso, algo extraño teniendo en cuenta el poco tiempo que llevaba muerta aquella mujer.

Marguerite se asomó a la calle para respirar. ¿Dónde estaría en aquel instante Varney? Si en efecto era él el psicópata al que perseguían, a lo mejor no había abandonado el lugar del crimen y se encontraba cerca, disfrutando mientras observaba a la policía hacer su trabajo.

Como el asesino hacía el suyo. Marguerite sintió un escalofrío. Conocía aquella calaña de malhechores retorcidos. Ya se había enfrentado a ellos más de una vez, aunque en esta ocasión debía reconocer la limpieza y profesionalidad con la que actuaba aquel enigmático criminal. De no ser porque sus víctimas no tenían ninguna relevancia especial, habría pensado que se trataba de un sicario, un verdugo profesional.

—Esto te va a encantar, Marguerite —avisó Marcel—. La han desangrado.

La detective sintió un mareo. Sospechas confirmadas. La tenebrosa firma del asesino que buscaban.

—¿Tampoco en este caso sabes cómo lo han hecho? —indagó ella con semblante angustiado.

—Ni idea. Pero se aprecian unas pequeñas lesiones cicatrizadas en el cuello.

—No me jodas, Marcel. Ahora no empieces con tus historias.

Los dos siguieron buscando indicios y atendiendo a la escena del crimen, algo necesario si pretendían recrear lo ocurrido.

—La sorprendieron cuando salía a esta terraza —dedujo Marguerite, atendiendo al camisón que vestía la víctima—. Y si salía era porque todavía no estaba asustada.

—¿Y si salió huyendo de alguien que estaba en el interior de la casa? —puso en duda Marcel.

Marguerite rechazó aquella hipótesis.

—No, si hubiera huido de forma precipitada, habríamos visto desorden, objetos volcados en el suelo... y, sin embargo, dentro todo está bien colocado, salvo la cama, como es lógico si ella estaba acostada antes de salir a la terraza.

—Me has convencido. Así que hemos de imaginar que fue a buscar a su compañero, que ya faltaba del dormitorio.

La detective se apresuró a corregirle:

—Que ya estaba muerto, imagino. Le habían cortado el cuello y tirado a la calle por encima de esta barandilla. Nuestro amigo no pierde el tiempo.

—Sí, de hecho, dos víctimas en una noche casi le parecerá poco. Ya ha comprobado que puede cargarse a tres y seguir como si nada...

Aquel comentario alusivo a la última noche de Halloween alarmó a la detective.

—Dios mío, no se me había ocurrido...

Marguerite miró los edificios vecinos que quedaban a la vista, muy preocupada y con la sensación de verse superada por el frente que tenía abierto. Nunca le había parecido París tan grande. ¿Cómo podría localizar al asesino antes de que continuara con su macabro juego? Además, esa gente no sufría de remordimientos, lo que les permitía mantener su calculador modus operandi. El psicópata que buscaba podía tardar mucho en cometer el fallo que lo delatase.

Ojalá fuera el profesor Varney el responsable de aquellos crímenes. En caso contrario, estarían tan perdidos como al principio. Pero con más cadáveres a la espalda, un sangriento lastre.

Los dos, en silencio, observaron a los agentes uniformados que recogían huellas mientras buscaban todo tipo de pistas.

Marguerite decidió continuar con sus deducciones; lo necesitaba.

—Así que el asesino la esperó aquí, sin entrar... —a Marcel, aquello le cuadraba con la naturaleza vampírica del adversario al que buscaban—. O a lo mejor ella lo sorprendió in fraganti mientras ejecutaba a su compañero, y corrió la misma suerte.

—Interesante alternativa. Oye, Marguerite, debo ausentarme un rato. Vuelvo en seguida, ¿de acuerdo?

La aludida hizo un gesto de extrañeza.

—¿A estas horas? ¿Adonde vas?

Marcel sonrió.

—Cosas mías, no preguntes.

La detective se encogió de hombros. Empezaba a acostumbrarse a esa faceta enigmática de su amigo. Mientras el interés de Marcel por lo sobrenatural no interfiriese en su trabajo...

—Solo te pido que no tardes —dijo—, por favor.

—No lo haré.

Marcel se dirigió con su bolsa al hombro hacia la puerta de aquel apartamento, ahora precintado por la policía. En el rellano se arremolinaban algunos vecinos de rostros somnolientos, que por supuesto no se habían enterado del crimen cometido a escasos metros de sus hogares. Querían obtener información, pero ningún agente facilitaba detalles.

El forense, mientras tanto, ya había alcanzado las escaleras cuando se detuvo antes de empezar a descender. Su semblante ausente disuadió a los vecinos de preguntarle nada; parecía inmerso en unas reflexiones vitales.

Y lo eran. Al menos, la ocurrencia que estaba tomando cuerpo en su cerebro.

Quieto, Marcel no se decidía a bajar. En su mente acababa de gestarse una idea que podía resultar perfecta ahora que intuía próximo el encuentro con el asesino.

Entró al piso de nuevo.

—¡Marguerite! —llamó desde el pasillo, aun antes de llegar hasta la habitación donde compañeros uniformados seguían recogiendo pruebas.

La detective se asomó desde el vano de una puerta.

—¿Aún sigues aquí? —rezongó ella.

Marcel Laville dio unos pasos hasta situarse junto a la detective.

—¿Podemos hablar en privado? —le propuso.

Marguerite hizo un mohín de impaciencia.

—Pero ¿se puede saber qué te pasa? —se quejó—. Primero dices que te vas, ahora vuelves... ¡Déjate de comportamientos raros, que esta noche es clave, lo presiento!

—Ya lo creo que lo es —convino él—. Por eso quiero hablar contigo.

Marguerite accedió, saliendo del cuarto donde trabajaban los demás compañeros.

—Tú dirás —avisó—. Espero que no se trate de otra de tus teorías de ciencia ficción...

Marcel hizo caso omiso de aquel último comentario; no había tiempo que perder.

—¿Confías en mí? —le espetó a la detective.

Marguerite resopló.

—Supongo que sí, a pesar de todo. ¿No debería?

El forense continuó sin ceder a los rodeos.

—¿Y si te dijera que sé dónde encontrar a nuestro asesino?

Marguerite lo miró a los ojos, valorando aquella oferta tan sugestiva como improbable. ¿Cómo podía Marcel haber obtenido una información así, cuando ella, a pesar de todos sus esfuerzos investigadores, solo había logrado encontrar a un simple sospechoso?

—No hablas en serio —repuso ella, escéptica ante la importancia de lo que había en juego. Además, ¿a qué venía eso ahora? Si era cierto, ¿por qué no lo había dicho antes?

Intuyó que no debía plantear aquel último interrogante, y no lo hizo.

—¿Acaso me estoy riendo? —replicaba el forense, erguido frente a ella, sus rostros casi rozándose.

Lo cierto era que Marcel Laville ofrecía un semblante muy serio, casi tenso. Los minutos transcurrían mientras en la mente de la detective se diluía la posibilidad de considerar las palabras de su amigo como un simple farol.

Podía ser verdad. Marguerite tuvo que reconocer que su amigo no solía bromear con asuntos de trabajo.

—Pongamos que te creo —aceptó ella, cada vez más nerviosa—. Ese asesino será humano, ¿no?

Marcel no alteró su gesto impenetrable. Marguerite se dio cuenta de que su amigo forense esperaba más de ella para confiarle algún sorprendente secreto.

—De acuerdo —concedió, reprimiendo a duras penas su impaciencia—. ¿Qué quieres de mí a cambio de la información?

El forense mantenía su actitud grave, pero dejó escapar una imperceptible sonrisa.

—Sabía que podía contar contigo —interrumpió sus palabras, como dudando una última vez ante lo que planeaba—. Marguerite, necesito que no hagas preguntas, que estés dispuesta a esperar y que acudas a donde te diga en cuanto te llame por el móvil. Será peligroso.

La detective estudió con detenimiento aquella proposición, sin apartar sus pupilas de las de Marcel. Aquel giro repentino no tenía mucho sentido, pero ¿qué tenía sentido en aquel caso? Además, Marcel enseñaba por fin su juego, confirmando la impresión que Marguerite guardaba de él desde hacía días: su amigo y compañero le había ocultado información desde el principio. Ya habría tiempo, cuando todo acabara, de exigir explicaciones. En aquel momento, lo importante era detener al asesino en serie cuyo apetito no habrían saciado aquellos dos nuevos cadáveres.

Ninguno de los dos pestañeaba siquiera.

—¿Tú te vas ahora? —indagó la mujer.

—Sí, ahora.

—¿Y te vas solo? ¿Seguro que no quieres que te acompañe? Ya ha muerto bastante gente, y ese tipo tiene que ser una bestia.

Marcel estuvo de acuerdo con aquel último comentario, de un rigor absoluto.

—Gracias, pero prefiero hacerlo así.

—Ten mucho cuidado, no quiero perder a un amigo, aunque esté tan loco como tú.

El forense sonrió. Aquella advertencia constituía toda una exhibición sentimental, tratándose de la impulsiva Marguerite.

—Tengo que irme ya, estaré cerca. Aguarda mi llamada.

El forense rogó por que esa llamada se produjese. De no ser así, la detective se quedaría esperando noticias de alguien que ya había muerto, una nueva víctima del asesino.

Marguerite, ajena a las inquietantes reflexiones del médico, asintió.

—Soy toda tuya. Sorpréndeme, Marcel.

Él se marchó, pero los ojos inquisitivos de la detective lo siguieron hasta que las escaleras de la casa impidieron la visión.

Marguerite se humedeció los labios, pensativa.

CAPITULO XLIV

MICHELLE seguía con sus esfuerzos por soltarse, notando cómo la cuerda que le inmovilizaba las manos, algo ensangrentada, se iba deshilachando gracias al continuado roce con la rueda del carro. El dolor le hacía apretar los dientes. De vez en cuando cambiaba de postura, aunque eso significara retardar el momento en que se vería libre por completo de las ataduras que le estaban desgarrando la piel de las muñecas. Pero era importante disimular, camuflar su maniobra para que aquellos esqueletos que le dirigían miradas de vez en cuando no recelaran de ella y acabaran con la única posibilidad que tenía de escapar.

No podía permitirse ese lujo.

El niño, desde su cercana posición, la observaba ofreciendo un aspecto tan desvalido que ella apartó la vista, conmovida. Michelle se sintió algo culpable al no contar con él en sus planes, pero sabía que su situación era tan grave que le impedía ocuparse de nada que no fuera su propia fuga.

El hecho de tener ahora un objetivo concreto por el que luchar había ayudado a Michelle a recuperar algo de ánimo, lo que delataba su propia postura, más erguida. Casi desafiante, en medio de las tinieblas que lo envolvían todo. El miedo, la sumisión resignada habían desaparecido de sus ojos, dando paso a una mirada que resucitaba la enérgica determinación que siempre la había caracterizado.

No estaba todo perdido, o al menos quedaba el último recurso de luchar hasta el final. A pesar de no tener ni idea de qué querían hacer con ella, aquel mundo oscuro y la forma en que la habían secuestrado le indicaban que, de algún modo, su vida corría un serio peligro.

Se sentía como una res yendo hacia el matadero, y recordar la estúpida docilidad de los animales ante su inminente ejecución solo sirvió para estimular todavía más su rabia ante lo injusto de la situación. Michelle dejó las preguntas lógicas para otro momento; su inteligencia le exigía ahora una rebeldía que requería de todo su aliento.

Y ella estaba dispuesta a obedecer aquel claro instinto de supervivencia. El paisaje lúgubre que los rodeaba no la intimidó. ¿Qué podía ser peor que aguardar su muerte sin oponer la más mínima resistencia? Si tenía que morir, al menos quería hacerlo con dignidad.

Lo único que sentía era no disponer de ningún arma, ni un simple cuchillo, pues eso solo le dejaba la alternativa de huir, sin posibilidad de defenderse en caso de que la volvieran a atrapar.

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