El viajero (54 page)

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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

Nadie estaba a salvo.

A ambos lados del camino que Pascal y Beatrice seguían, fieles al rastro de la piedra transparente, numerosos edificios ofrecían el desolador aspecto del aislamiento, tapiadas sus puertas con signos advirtiendo que en sus interiores se alojaba, además de gente, un siniestro invitado: la muerte negra.

Pascal, ante aquel espectáculo de pesadilla, no pudo reprimir un intenso ataque de hipocondría. ¡Habían permanecido mucho rato en la casa de un apestado! ¿Se habría contagiado?

No hacía más que tocarse la frente, aguardando el trágico indicio de la fiebre, se tanteaba el cuello buscando la sentencia definitiva de las bubas, aquellos bultos bajo la piel que se terminarían abriendo, tras días de atroces dolores, para supurar como pequeños volcanes rebosantes de infección.

Pero no distinguió ninguno de aquellos letales síntomas, aunque su cabeza continuaba abotargada por el miedo a un enemigo invisible, minúsculo, contra el que de nada servían las armas.

Tenían que encontrar la puerta a la siguiente celda de la Colmena. Ya.

CAPITULO XLII

-HOLA, Marguerite.

Marcel acababa de entrar en el despacho de la detective, que levantó los ojos del ordenador al escuchar el saludo. Su semblante concentrado, iluminado por el resplandor del monitor, ofrecía una tonalidad extraña.

—Hola, Marcel. Te he llamado esta tarde, pero tenías el móvil apagado. No contaba con verte hasta mañana. Por lo visto, esta debe de ser otra de esas noches en las que ninguno dormimos. ¿Cómo tú por aquí, de madrugada?

—Supongo que igual que tú. El caso Delaveau nos está volviendo locos a todos. No sé si es peor la ausencia de novedades.

Marguerite asintió. Después señaló una voluminosa bolsa de deporte que llevaba el forense colgando de un hombro.

—¿Y eso? ¿Vienes de algún gimnasio?

Marcel soltó una breve carcajada.

—No, no. Son solo mis... instrumentos. Esta noche promete, lo presiento.

La detective puso los ojos en blanco, como negándose a avanzar por ese terreno. No quería imaginar estacas de madera dentro de aquella bolsa, ni ningún otro utensilio esotérico.

—¿Quieres un café? —ofreció sin hacer más comentarios, levantándose de su sillón con ruedas en dirección a la máquina del pasillo—. Yo lo necesito.

—De acuerdo, gracias.

Mientras la detective salía de aquella pequeña habitación, el forense paseó su mirada por todos los rincones, una inconsciente costumbre adquirida a lo largo de años de trabajo investigador, que en más de una ocasión le había permitido atar cabos sueltos. Sus ojos se detuvieron en la pistola de Marguerite, que descansaba sobre un estante, guardada en su funda. Marcel, calculando el tiempo que tardaría Marguerite en aparecer con los cafés, se aproximó hasta el arma. La alcanzó con sus manos y jugó con ella, calibrando el peso. Después, la sacó de su funda y empezó a manipularla con dedos expertos. Tenía el seguro puesto, tal como estipulaban las normas. Comprobó el cargador, que extrajo de la culata, y entonces se llevó una contundente sorpresa. El arma era la reglamentaria, una Melcher HK USP Compact, de 9 milímetros. En cambio, la munición se apartaba de lo convencional. Marcel sonrió. La detective había cargado la pistola ¡con balas de plata! ¿Quién lo habría imaginado? Marcel comprobaba entonces que su insistencia había hecho mella en la mujer. Entendió que la detective no se lo hubiera dicho, era demasiado orgullosa para reconocer una cesión semejante.

La máquina del café ya no se oía, así que el forense se apresuró a dejar el arma donde estaba y volver a su asiento. La gruesa figura de la detective apareció por la puerta cuando todavía el médico se estaba acomodando.

—Toma —Marguerite, ajena al descubrimiento de su amigo, le alargó uno de los vasos de plástico—. Entonces, ¿no has descubierto nada sobre los crímenes, con tus extrañas teorías?

«Creo que ya no te parecen tan extrañas», pensó él con cierta diversión.

—Me temo que no —contestó sin alterar su gesto circunspecto.

Marguerite esbozó una sonrisa maliciosa.

—No puedo decir que me sorprenda. Quizá encuentres algo en la próxima noche de luna llena... ¿O eso solo sirve para los hombres lobo? —la ironía de aquel comentario era palpable, y el forense se asombró de lo cínica que podía llegar a ser su amiga, teniendo en cuenta la clase de munición que llevaba en su arma.

A Marcel se le escapó una sonrisa.

—No te preocupes por tus comentarios —señaló—. Te conozco y sé que no tienes corazón. Dejaré que me machaques. ¿Y tú? ¿Has descubierto algo con tus solventes y racionales planteamientos?

La detective adoptó para responder un semblante de superioridad.

—No me quiero precipitar —reconoció—, pero es posible que haya identificado a un sospechoso. Se trata, precisamente, del profesor que sustituyó a Delaveau tras su muerte. Se llama Varney, su complexión atlética y su edad coinciden con el retrato robot que elaboramos a partir de los indicios, y oculta algo, seguro. No me gusta nada su modo de comportarse.

Marcel se inclinó sobre su asiento, interesado. Sus ojos habían brillado al escuchar aquel nombre.

—¿Lo has interrogado ya?

—No. Es escurridizo, el tío. Esta noche se me ha escapado, pero mañana no le será tan fácil... siempre y cuando acuda a las clases. En caso contrario, activaré la alerta policial, aunque no tenga nada más. Si está implicado de alguna manera, lo cazaré. Prefiero pasarme de recelosa.

Se quedaron en silencio durante unos segundos.

—Pero no pareces aliviada con esa nueva línea de investigación —observó Marcel atendiendo al rostro algo crispado de la detective.

—Varney me ha dado plantón en su casa. No sé. Me habría quedado más tranquila si lo hubiera podido interrogar y lo tuviéramos localizado. Pero es demasiado pronto para vigilarlo. ¿Te imaginas que hubiese una cuarta víctima de nuestro asesino en serie, justo esta noche? A veces, las mismas circunstancias te atan las manos...

—Mejor no pensarlo, no seas alarmista. ¿Qué sabes de ese tipo?

Marguerite se encogió de hombros.

—Casi nada. En realidad, hasta ahora ha llevado una vida muy normal. He buscado en Internet, en nuestras bases de datos... Nada. No tiene antecedentes, ni una puñetera multa por pagar.

—No te desesperes —aconsejó el forense—. Los grandes asesinos nunca tuvieron antecedentes hasta su captura, por la sencilla razón de que hasta su última víctima nunca habían sido vinculados al rastro de sangre que iban dejando. A lo mejor ha llegado el momento de sacar a la luz la doble vida de ese Varney.

—Ojalá sea así, porque si no...

El timbrazo del teléfono los interrumpió. Marguerite consultó su reloj antes de contestar, con el gesto ceniciento de quien está a punto de ver materializados sus peores temores. ¿Una llamada a aquellas horas?

La detective supo, sin necesidad de contestar, que la tregua del asesino acababa de finalizar. El rostro distante de Varney, su voz grave, se grabaron a fuego en su memoria dolorida.

Si no le hubiera dejado marchar del instituto...

—No, por favor... —rogó mientras descolgaba el auricular—. ¿Sí? —silencio. El forense se mantenía a la espera, muy serio—. Pero ¿por qué me llama a mí, si se trata de un suicidio? Ah, que ha ocurrido en mi zona, cerca de la iglesia de la Madeleine... ¿Con el cuello cortado? ¡Entonces no es un suicidio, haber empezado por ahí!...

Marcel Laville, de pie, se preparaba para acudir al lugar del crimen. Comenzaba el juego, y en esta ocasión presintió que el asesino no andaría lejos.

No. El vampiro no pensaba regresar a su tumba hasta haber concluido su misión.

* * *

Los tres se miraban, cobijando un tenso silencio. No habían vuelto a saber nada de Pascal desde la interrupción de su contacto, y el problema era que no sabían cómo interpretar aquella ausencia de noticias. ¿Era un síntoma esperanzador o, por el contrario, preocupante?

Quizá le había ocurrido algo; entraba dentro de lo posible e incluso de lo probable, dadas las circunstancias. O tal vez, con una visión más optimista, estaba tan ocupado salvando a Michelle que no había tenido ocasión de volver a comunicarse con ellos. No había manera de saberlo, y eso acrecentaba un mortificante desasosiego que todos se empeñaban en disimular, como si aparentar serenidad pudiera mejorar la situación.

Algo que, desde luego, no ocurría.

Por no hablar de Varney, el vampiro. La posibilidad de su inminente aparición, barajada entre las confusas intuiciones de la bruja, estaba minando los nervios de los tres, que casi deseaban que surgiera ya de la noche para poder entrar en acción. Daphne les había dado unas últimas instrucciones al respecto, aunque, conforme los minutos transcurrían, iba naciendo en ellos una timida confianza en que nada sucedería, una noche más.

Al menos, la propia ansiedad reinante impedía que el sueño los venciera, en aquella madrugada de torturante lentitud que jamás olvidarían y que se podía haber evitado si hubieran localizado la tumba de Luc Gautier durante el día.

Daphne, harta de aquella inactividad forzada, recorrió con sus ojos empañados el desván, repasando por enésima vez la seguridad de aquel recinto. Su mirada se detuvo en la manta que cubría la claraboya. Una de las esquinas se había soltado y colgaba como una tela de araña medio enganchada al marco del ventanal.

—Jules, ¿podrías volver a colocar bien la manta, por favor? No quiero imaginar lo bien que se ve nuestra luz desde fuera.

—¡Claro!

Jules llegó hasta la claraboya; agarró la parte suelta de la tela y empezó a fijarla de nuevo, bajo la atenta mirada de sus compañeros.

No pudo terminar su labor.

En décimas de segundo, un brazo procedente del exterior atravesó el cristal con violencia y, entre la estrepitosa lluvia de fragmentos de cristal, aquella extremidad agarró con fuerza a Jules por la pechera, levantándolo del suelo como si solo pesara unos gramos.

Jules, aterrorizado, empezó a gritar como un loco mientras era izado hacia la oscuridad, separado del calor de aquel refugio, hasta que una mano helada tapó su boca haciéndole enmudecer con brusquedad.

Daphne y Dominique reaccionaron todo lo rápido que pudieron, aunque la bruja, consternada, tuvo que reconocer que, a pesar de todas sus previsiones, aquel monstruo había logrado sorprenderlos.

Dominique llegó hasta su compañero, que pataleaba histéricamente, ya con medio cuerpo fuera, y desde su silla de ruedas lo agarró por las piernas —no sin recibir varias de aquellas patadas ciegas— para impedir que el vampiro se lo llevara como un ave de presa. La vidente, mientras tanto, se había abalanzado también sobre el apresado con sus torpes movimientos de persona mayor, colgándose sobre sus hombros para hacer contrapeso.

A pesar de que la criatura no-muerta mantenía agarrada a su nueva víctima, reacia a perderla, al menos lograron ganar terreno en aquel primer pulso para que Jules volviera a introducir por completo su cuerpo en el desván. Varney, asomado al interior a causa de los tirones, había liberado la boca de Jules para cogerlo de los pelos, apartar su cabeza y dejar bien visible su apetitosa yugular. El monstruo dirigió entonces sus fauces abiertas hacia el chico, pero la vidente, que intuyó aquella maniobra, interpuso a tiempo su amuleto, situándolo a la altura del cuello de Jules. Los colmillos del vampiro brillaron en la oscuridad, en una dentellada que no llegó a producirse.

Varney bramó al encontrarse con aquel obstáculo sagrado, y alejó su rostro hambriento hasta la protección que le brindaba el exterior. No obstante, la bruja percibió en las pupilas ambiciosas del monstruo que durante aquellos fugaces instantes había conseguido distinguir la Puerta Oscura en la penumbra del desván.

Ahora ya nada lo detendría. No se iría de allí mientras la oscuridad de la noche se lo permitiera.

El vampiro siguió zarandeando desde fuera al muchacho atrapado, haciéndolo oscilar como un títere, en sus últimos intentos de llevárselo. Aquel baile provocó que Dominique se cayera de la silla, en su tenaz determinación de no soltar las piernas de su compañero. Daphne, que también seguía agarrada a Jules para complicar el rapto, extrajo como pudo de su bolso un frasco de agua bendita, que lanzó abierto a la siniestra silueta encorvada que permanecía sujeta al tejado, más allá del cristal roto.

El vampiro aulló al sentir las quemaduras que las salpicaduras de aquel líquido producían en su piel muerta, agua que al contacto con el Mal adquiría las propiedades del ácido.

Ante tan enconada resistencia, Varney decidió retirarse para contraatacar más tarde. Soltó a su víctima de golpe, cuando los continuos gritos del chaval empezaban a provocar que se encendieran demasiadas luces en el vecindario, y desapareció entre las tinieblas tan repentinamente como había surgido de ellas.

Dominique, Daphne y Jules cayeron a peso sobre el suelo del desván, aunque por fortuna la anciana quedó situada encima de los chicos, lo que redujo las dolorosas consecuencias de aquel último impacto. Aun así presentaba varios hematomas en la piel.

Habían resistido el primer asalto. Pero todavía no habían ganado el combate, y quedaba mucha noche por delante.

* * *

Pascal y Beatrice corrían entre los edificios, orientados por el brillo de la piedra transparente. Tenían que encontrar la puerta de la siguiente celda. Las horas seguían transcurriendo, inexorables, y Pascal veía las agujas del reloj imaginario que regía en la Colmena de Kronos como guillotinas que se iban aproximando cada minuto a su cuello desnudo.

El Viajero avanzaba cubriéndose la nariz, queriendo impedir de este modo el paso de los microbios malignos a su organismo. Y es que su paranoia iba en aumento, mientras temía que en cualquier momento hiciesen su aparición los síntomas que ahora conocía.

Dos hombres se cruzaron en su camino, ataviados con unos ropajes muy extraños y máscaras dotadas de unos prolongados picos parecidos a los de las aves. Con paso firme, se introdujeron en una casa apartada donde estaban llevando a algunos enfermos que deliraban, abrasándose dentro de sus cuerpos contaminados.

—Pero ¿quiénes son esos? ¿Qué hacen entrando allí? —gritó Pascal sin dejar de correr—. ¿Están locos?

—¡Deben de ser médicos! —Beatrice empezaba a frenar, sin aliento. En aquel mundo, su capacidad como espíritu errante de desplazarse sin esfuerzo no funcionaba—. Qué pena, ese vestuario no los protege de la peste en absoluto... Morirán.

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