El viajero (36 page)

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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

—¿Qué quieres que haga ahora? —se ofreció, pálido—. Dime.

—Saca los cuerpos de la cámara y ponlos en el suelo, en el centro de la sala.

Dominique obedeció, aguantando la repugnancia y el miedo que todavía le inspiraban aquellos cadáveres.

—Ahora aparta todo lo de alrededor, no debe quedar nada al alcance de las llamas.

Dominique recordó que la última fase de aquella liturgia antivampiros era quemar los cuerpos. Por suerte, en aquella sala donde el material predominante era el acero, no parecía haber objetos inflamables. El único riesgo consistía en que el dispositivo antiincendios se activase, una posibilidad que el doctor Laville, ya sobre aviso, se había encargado de anular. Aunque ellos no lo sabían, y aquel obstáculo le vino a la mente al chico:

—¿Y si las llamas ponen en funcionamiento algún mecanismo de seguridad? —inquirió echando miradas suspicaces al techo—. La que se puede montar...

La bruja se encogió de hombros.

—¿Te parece un precio alto para lo que vamos a evitar? No podrán impedirnos terminar nuestra tarea, no llegarán a tiempo. Lo demás no importa.

Menuda sentencia.

Dominique no vio mérito en aquella aparente determinación de Daphne. A fin de cuentas, ella era muy mayor, había vivido su vida y no tenía que responder de sus actos ante unos padres que se mostrarían poco comprensivos, llegado el caso. El muchacho, por el contrario, se jugaba mucho. Además, le aterraba incluso la mera insinuación de tener que enfrentarse a un interrogatorio de la policía. Pero ya era tarde para arrepentimientos. Demasiado tarde.

—Dominique, vuelca esas mesas y apártalas lo más posible. Nos cubriremos tras ellas, porque la gasolina estalla. Espérame allí.

Mientras Daphne presionaba el interruptor que ponía en funcionamiento la ventilación de la sala, para que las rejillas del techo absorbieran buena parte del humo, el chico apartó mesas, restos de frascos de cristal que se habían roto durante el forcejeo con los cadáveres y herramientas metálicas. Entonces, Daphne se aproximó a los vampiros inertes con su botella de gasolina y empezó a rociar sus cuerpos.

El chico, haciendo girar las ruedas de su silla, obedeció, situándose a unos ocho metros de distancia. A los pocos segundos, la bruja se reunía con él. A continuación, Daphne tomó veinte cerillas y las ató fuertemente con una cuerda delgada.

—Si lanzo desde aquí una única cerilla, se apagará y ni siquiera acertaré —explicó—. Así hay muchas más posibilidades.

La vidente encendió las veinte pequeñas cabezas de fósforo, se puso de pie, lanzó aquella minúscula antorcha y se inclinó hacia el suelo con la torpeza propia de su edad.

Escondidos tras las mesas, no pudieron ver nada, pero supieron que el lanzamiento había sido certero por el fogonazo que llegó hasta ellos y por la ola de calor. En cuanto hubo cierta serenidad, salieron a contemplar los cuerpos calcinándose.

Todavía surgieron algunos lamentos de aquellos cadáveres lamidos por las llamas, y el humo que emanaba de la improvisada hoguera adoptó formas que recordaban rostros maléficos.

El olor era insoportable, olor a podredumbre detenida.

CAPITULO XXIX

TODOS felicitaban a Pascal por su valentía. El chico lo agradeció mientras se reponía de la tensión que había soportado. Como los carroñeros se habían marchado, de numerosas tumbas continuaban saliendo individuos que se apresuraban a llegar hasta el panteón de los Blommaert. El Viajero seguía siendo el centro de atención. Reconoció a la niña Marian, a Frederick el motero, a Pignant y a Charles Lafayette, que hablaba con un amigo. Beatrice llegaba en aquel momento al cementerio, flotando a gran velocidad por los senderos luminosos. Obsequió al chico con una esplendorosa sonrisa, y él se sintió algo azorado. Ella le seguía incomodando, aunque no tenía muy claro por qué.

—Muchas gracias, de verdad —repitió Pascal—. Pero ahora tenéis que ayudarme a encontrar a Michelle.

—Ya contábamos con ello —afirmó el capitán Mayer—. Pero no puedes embarcarte así en esa aventura. Necesitas... una preparación especial.

—¿A qué te refieres? —quiso saber él, reacio a todo lo que supusiera retardar más su marcha.

—Me refiero a equipaje y conocimientos. ¿O es que te crees que caminar por la oscuridad es igual que ir de excursión? Calma, invertir un poco de tiempo ahora te permitirá ganarlo más adelante. Lo que te debe importar es el éxito de tu misión, volver con Michelle.

—De acuerdo —aceptó Pascal a regañadientes, pensando también en sus amigos que aguardaban noticias suyas—. ¿Qué tengo que hacer?

—Beatrice, como espíritu errante, te guiará hasta la residencia de Constantin de Polignac, el muerto más anciano de esta dimensión —explicó Mayer—. Lleva más de cinco siglos en la Tierra de la Espera. Es el sabio entre los sabios, y es el único que te puede asesorar sobre la ruta hacia el Mal. A partir de ahí, la noche es tuya.

En los ojos del militar, Pascal apreció cierta nostalgia.

—Querrías acompañarme, ¿verdad? —adivinó Pascal—. Pues ven conmigo.

Mayer sonrió con cariño.

—Mataría por ir contigo, Viajero. Una última campaña militar para este viejo soldado. Es muy tentador —suspiró—. Pero no puede ser, no soy un espíritu errante y fuera de estos muros me vuelvo torpe. Solo supondría un lastre para la misión. No. Pero aquí os esperaremos, y cualquier cosa que podamos ofrecerte...

—Sí —Lafayette se había aproximado—. No siempre se tiene la oportunidad de turbar la prepotencia del Mal. Aquí dejas un montón de compañeros, Pascal. Cuenta con nosotros en lo que podamos ayudarte.

Otros se acercaron también para desearle suerte. La niña le dio dos besos con sus labios fríos. Allí se había reunido un auténtico comité de despedida, todos querían tocarlo como gesto de apoyo, pero también para recordar el tacto de una piel tibia.

Pascal, sintiendo una agradable emoción, agradeció mucho aquellas muestras de cariño y respeto, que lograron reducir su soledad en aquella dimensión que no era la suya.

—Y esto no es nada —advertía Lafayette—. Las noticias vuelan. En los cementerios de Praga y Madrid o en el Highgate de Londres están al tanto de tus andanzas; incluso en La Recoleta, un elitista camposanto de Buenos Aires. Como ves, en el Mundo de los Muertos también funcionan muy bien los rumores.

Pascal no supo qué replicar ante aquel despliegue informativo. El Mundo de los Muertos constituía una auténtica sociedad, más similar a la suya de lo que habría imaginado.

—Tenéis que iros ya —comunicó Mayer atisbando la oscuridad—. El desafío os espera. Igual que el éxito. Sé valiente.

Pascal resopló.

—Lo seré, capitán.

El chico, en su interior, no cesaba de repetirse: «Lo voy a conseguir, lo voy a conseguir, lo voy a conseguir...».

—Y vuelve con Michelle.

La mención de su amiga le produjo un nudo en el estómago. La quería.

—Volveré con ella, eso seguro.

En realidad, lo que ocurría era que Pascal no se planteaba volver sin ella. Que no era exactamente lo mismo.

Todos agitaban sus manos deseándole suerte, ajenos a las dudas que el chico prefería ignorar y a su amor, por el momento no correspondido, que convertía aquel rescate en un gesto mucho más generoso que aquellos sacrificios que contaban con promesas confirmadas del corazón; él arriesgaba su vida por una simple esperanza de amor, sin garantías. Pero eso le bastaba. Incluso con un «no» obtenido de labios de ella, él habría continuado su búsqueda. A fin de cuentas, además de su incipiente amor, la amistad que compartían obraba con su propia fuerza.

En cuanto se reuniese con aquel sabio, se informaría sobre cómo comunicarse con sus amigos en el mundo de los vivos.

Pascal salió al exterior del cementerio, junto a Beatrice. Más de un centenar de difuntos seguía sus pasos con las miradas inertes pero intensas. Asombrado, estaba descubriendo que aquellos cuerpos fríos podían ofrecer, sin embargo, una calurosa despedida. Él les envió un último saludo.

—¡Esperadme! —gritó experimentando una fulgurante emoción.

Se dio cuenta de que ahora, en aquella realidad, contaba con amigos y con un insospechado carisma de líder. Pascal sonrió, moviendo la cabeza hacia los lados. Qué locura.

Y qué distinto era el Pascal del mundo de los vivos, más discreto, menos ambicioso.

Pascal soltó una breve carcajada mientras caminaba con Beatrice por la parte central de los senderos de luz.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella, sorprendida.

—Nada, acabo de caer en la cuenta de que entre tanto muerto yo tengo una doble vida. ¿No es irónico?

* * *

Daphne abrió la puerta de la sala con cuidado. Al otro lado, el corredor aparecía vacío.

—¿Cómo es posible? —se preguntó Dominique empujando su silla—. Con todo el ruido que hemos armado...

—Ni idea —concedió la bruja, que empezaba a plantearse en serio la existencia de una providencial ayuda cuyo origen ignoraba—. Pero, de algún modo, sabía que ocurriría. Que podríamos irnos sin problemas. Presiento una mano invisible a nuestro lado.

A espaldas de ellos, apenas quedaban rescoldos encendidos entre la masa carbonizada de los cuerpos de Raoul y Melanie.

—Un momento —Dominique se detuvo—. ¿No contemplabas en tu plan una escapatoria para cuando hubiéramos cumplido el objetivo? ¿Hemos hecho todo lo que hemos hecho confiando solo en tu intuición? ¡Estás loca! ¡Podemos acabar en la cárcel si nos pillan!

Daphne movió la cabeza hacia los lados.

—Joven de poca fe... —susurró—. ¿Es que no has visto ya bastante? ¿Qué necesitas para confiar en mí?

Dominique tuvo que reconocer que se merecía esa respuesta. Por otra parte, aquel pasillo vacío demostraba que las facultades de la vidente no habían degenerado con la edad.

—Perdona, Daphne —se disculpó—. Son los nervios. Pero es que la policía no habría creído...

La bruja lo miró, tomándolo del mentón con su mano esquelética para obligarlo a que la mirara a los ojos:

—Chico, despierta, date cuenta de lo que hay en juego. Hablamos de la vida y la muerte. Ante tal dimensión, ¿qué importancia puede tener todo lo demás?

Dominique asintió en silencio. Decidió que, a partir de aquel instante, haría un esfuerzo por reprimir los vestigios de sus antiguas convicciones, cuando todavía no creía en nada que se apartara de lo racional, de lo científico.

Antes de que descubriera la absoluta inmensidad del mundo.

—Bueno, larguémonos de aquí cuanto antes —avisó la bruja limpiándose el vestido de restos—. Rápido, no abusemos de las circunstancias propicias.

Los dos se introdujeron en un ascensor y desaparecieron en dirección a la salida.

Solo entonces, Marcel Laville suspiró. Los había estado observando desde el interior de una habitación cercana, manteniendo su determinación de no intervenir. No debía hacerlo, debido a un secreto que a veces le pesaba demasiado. Porque él deseaba ayudarlos más.

El forense salió al corredor, llegó hasta la sala del depósito de cadáveres y entró.

«Madre mía, la que han montado», pensó. Inmediatamente, cerró por dentro con llave para evitar que nadie más viese aquel espectáculo. Aumentó la potencia del ventilador para eliminar el intenso olor y el humo y se dispuso a ordenar todo aquello. Por suerte, la mayoría de los empleados del edificio ya se había ido a sus casas.

Le quedaba toda la noche por delante y había mucho que limpiar.

CAPITULO XXX

RECORRIERON una larga travesía a través de los senderos brillantes, caminando bajo la luz pálida propia de aquel mundo cobijado en la noche. Lo cierto era que con Beatrice se avanzaba muy rápido y, al no apartarse de la zona central de aquella vía luminosa, tampoco tuvieron más encuentros desagradables. De vez en cuando veían a lo lejos, confundiéndose con la red relampagueante de los caminos, algún otro espíritu errante, que los saludaba con la mano sin detener su marcha acelerada. Y la oscuridad seguía obsequiándolos con sonidos inquietantes a diferentes distancias, a distintas profundidades.

—¿Puede un vivo como yo comunicarse desde aquí con otros vivos? —Pascal, deseoso de hablar con sus amigos, de contarles lo que estaba ocurriendo, decidió adelantar sus indagaciones. Imaginaba la impaciencia de ellos ante la ausencia de noticias suyas.

—Tu condición de Viajero te lo permite. Pero hay que hacerlo a través de un médium, que es en tu mundo el único perfil capaz de captar los mensajes procedentes de esta dimensión. ¿Conoces a alguno?

—Sí, se llama Daphne.

—Me suena. Creo que es de las poderosas. Entonces no tendrás problemas, aunque todo tiene su técnica. Ya te enseñaré.

Beatrice volvía a sonreírle. Lo hacía a menudo, y eso encantaba a Pascal. Animan mucho las personas de semblante alegre.

Al fin llegaron a las proximidades de una construcción imponente que describía la inconfundible silueta de una catedral hasta cuya entrada conducía el sendero brillante que iban recorriendo. Sobre los diferentes tejados de aquel edificio majestuoso, semiocultos bajo las sólidas estructuras de los contrafuertes, sobresalían dos torres que terminaban en sendos campanarios cuyas piezas de bronce hacía mucho tiempo que no repicaban. Pascal y Beatrice dieron unos últimos pasos antes de detenerse frente a los umbrales de aquel templo.

Tenían ante ellos una magnífica fachada, cuyos portones de madera, bajo un arco de piedra labrada, debían de medir más de cinco metros de altura.

—Pero esto es una catedral... —Pascal se mostraba impresionado.

—Ya sabes que en esta dimensión de la Espera, los caminos solo conducen a construcciones de valor espiritual —contestó la chica—. ¿No sabes quién es Constantin de Polignac? Un aristócrata que vivió en el siglo XV. Su familia colaboró económicamente a la construcción de esta iglesia, y por eso todo el clan está enterrado en una de sus capillas.

—Pues eso no le debió de servir de mucho después de su muerte, con todo el tiempo que lleva de espera...

Beatrice se echó a reír.

—Es que hizo muchas barbaridades en las guerras de aquella época.

La chica llamó a la puerta utilizando una enorme aldaba, que provocó con cada golpe un retumbar solemne. En seguida se abrió aquel acceso, y un individuo de larga barba y cejas espesas, ataviado con un hábito de monje que no ocultaba su figura algo rechoncha, los saludó:

—Hola, Beatrice. Veo que vienes muy bien acompañada.

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