El viajero (72 page)

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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

Había que tener cuidado con lo que se deseaba. Michelle, con aquel sufrimiento atroz, estaba obteniendo un conocimiento sobre la oscuridad que nunca habría osado anhelar. Y eso tenía un precio que solo ahora descubría.

Suspiró. Ya tenía más que suficiente con todo lo que le había pasado, no necesitaba más dosis de negrura. Recuperando el aliento, decidió asomarse más allá de la roca. En cuanto lo hizo, una mano se cerró sobre su boca, ahogando su grito.

La cabeza le empezó a dar vueltas; fue cuestión de décimas de segundo, pero lo suficiente como para que intuyera que su fuga había terminado. Demasiado pronto.

Siempre es demasiado pronto para morir.

O quizá no. ¿Qué destino espantoso la aguardaba al cabo de aquel trayecto infernal que parecía conducir a las mismas entrañas de la noche?

Michelle no llegó a percatarse de que los dedos que cerraban sus labios tenían carne. Y piel. No podía ser uno de aquellos espectros, algo que ella, anulada por la decepción, apenas podía concebir ya.

Antes de que pudiera hacer nada, fue empujada de nuevo tras la pared de piedra, aunque en esta ocasión su captor la acompañó con el cuerpo pegado a ella. El niño, aún maniatado, dándose cuenta entonces de lo que ocurría, abrió mucho los ojos, víctima del pánico que le producía cualquier novedad, por muy humana que pareciese.

Pascal se apresuró entonces a descubrir su identidad ante Michelle. Aguantando a duras penas las lágrimas de emoción, fue soltando la mano que todavía impedía a Michelle hablar, convencido ya de que ella no gritaría.

Cualquier sonido que rompiese la quietud inerte de la noche alertaría a los espectros, que podían regresar para reanudar su batida en esa zona.

—Pascal... —Michelle no conseguía hablar, acababa de reconocer a su amigo bajo la capa de mugre, sangre seca y ropas destrozadas. Rompió a llorar, y se abrazó a él con una fuerza desgarradora, asediada por la temible idea de perder aquel maravilloso jirón de su antigua vida. La presencia de su amigo no tenía ningún sentido, pero le dio igual; podía ser una alucinación por su ansiedad, o un mero espejismo producido por la demencial oscuridad. Daba igual. Aquel instante feliz, por fugaz que fuese, tenía un valor incalculable. Resplandecía. Por fin, algo brillaba en aquel mundo apagado.

—Michelle... —el chico también lloraba, unidos los dos en aquel abrazo intenso que ninguno se atrevía a interrumpir por miedo a romper la magia que los envolvía—. Tranquila... He venido a buscarte... No te dejaré aquí.

Ella levantó la cara, sus mejillas húmedas, y ambos fueron aproximando sus miradas. Habían olvidado por un instante el peligro que los rodeaba, convertidos en una isla de calor en medio de la frialdad que barría el terreno. Michelle lo acariciaba, sintiendo su tacto ardiente, su aliento, sus latidos. No hubo preguntas en sus pupilas, solo un intenso abrazo que ambos necesitaban.

En aquel momento, nada era más importante que aquel gesto. El niño lo observaba todo como hipnotizado, y la apariencia bondadosa de la escena le transmitió una serenidad cálida. Apoyando la espalda en la roca, mantuvo, sin embargo, su actitud vigilante, su joven semblante de fugitivo.

* * *

La extrema debilidad que todavía presentaba Varney y su propia intuición de la luz diurna no permitían al monstruo emitir sonido alguno, solo enfocar con sus calculadoras pupilas de reptil a su ejecutor. Pero lo hacía con tal intensidad que Marcel empezó a percibir cómo el frío esencial de aquella criatura no-muerta se iba introduciendo en su cuerpo, con la lentitud pastosa de un veneno. Aun así, se mantuvo firme, sin desistir de su cometido.

Ya le había concedido demasiadas oportunidades. Recordó que nunca hay que mirar a los ojos a un vampiro y, obedeciendo aquella cautela, se centró en su misión.

La punta de la estaca dejó entonces de apoyarse en el pecho del vampiro, lo que detuvo por segunda vez el golpe de la maza. Marcel observó, atónito, cómo la mano de Varney había logrado levantar la estaca unos centímetros y la sostenía en el aire a pesar de los esfuerzos del forense para volver a bajarla. Sin soltar el palo, Marcel contempló aquellos dedos largos, de apariencia marmórea, enroscados como serpientes en la afilada punta de madera de aquella herramienta letal.

Marcel arrancó la estaca de aquella mano muerta que la atenazaba, y junto con la maza la depositó en una mesa próxima. A continuación, extrajo de su bolsillo un puñal de plata.

—No vas a seguir incordiándome, criatura del mal —retó, iniciando la cuchillada.

De un golpe certero, la pequeña hoja de plata atravesó la palma de la mano del vampiro, que esta vez gimió de forma casi inaudible. No hubo sangre, claro. Pero el brazo recuperó el estado inerte que le correspondía.

Marcel Laville alcanzó sus herramientas de nuevo y se inclinó sobre el cadáver del vampiro para culminar la ejecución.

La fiera continuaba con aquella desconcertante mirada de odio, de un violento vigor que no se apagaba. Tampoco pestañeaba. Parecía pretender grabar a fuego cada rasgo del semblante del forense para recordarlo milenios después, cuando se volvieran a encontrar.

Marcel ignoró aquella amenaza, empujando con todas sus fuerzas para compensar la débil oposición que ahora ofrecía el otro brazo del vampiro. Poco a poco, la resistencia de Varney fue cediendo y la estaca volvió a apoyarse en el pecho del monstruo.

La agresividad fiera del vampiro se veía cautiva en un cuerpo demasiado dañado para responder a sus instintos. Varney era, por fin, vulnerable.

Marcel alzó su maza. En el gesto maléfico del monstruo, el médico creyó detectar un nuevo ingrediente: la impotencia. Aquello le satisfizo; así comprobaría aquel engendro, en su carne muerta, la misma indefensión que habían sufrido sus víctimas humanas.

La justicia se tomaba un plazo para intervenir, pero era tan inexorable como el propio transcurso del tiempo.

Marcel Laville, entonando una oración, dejó caer su brazo armado.

La maza se precipitó con rotundidad y chocó contra el tronco de la estaca, que se introdujo varios centímetros en el cuerpo del vampiro. La criatura se arqueó de forma tan brutal que todas sus vértebras crujieron. Aulló, dirigió hacia el forense su aliento sibilante, empezó a echar espuma por la boca. Pero no pudo hacer nada más. Marcel, consciente de ello, se mantuvo en su posición, inflexible. Era el Guardián de la Puerta y aquel ser del Averno constituía todavía un serio peligro.

El sudoroso forense volvió a golpear, la estaca continuó empalando el corazón del vampiro sin compasión. Pronto, los movimientos convulsos de Varney se fueron amortiguando hasta que aquel cuerpo mancillado quedó quieto, inerte, con la estaca erguida como un mástil sobre su pecho.

Entonces Marcel asistió a una curiosa transformación: pasó de tener delante el cadáver del profesor Varney, a tener el cuerpo de un desconocido.

—Luc Gautier, supongo —adivinó con cierta sorna—. Encantado.

Marcel no pudo evitar pensar en el verdadero profesor Varney, un pobre hombre asesinado solo para ser suplantado.

A saber qué habría hecho el vampiro con su cuerpo.

El forense no se entretuvo y reanudó el ritual. Lo siguiente era decapitar aquel cuerpo, lo que llevó a cabo con el instrumental adecuado. No en vano era médico, estaba en su terreno.

Minutos después, y soportando entre mareos el dolor creciente de sus heridas sin cicatrizar, Marcel Laville arrastraba aquel cadáver mutilado fuera de la cámara frigorífica.

Lo apoyó en la pared, junto a la puerta de la sala. Necesitaba comprobar si tenía vía libre en los corredores antes de salir con aquellos restos.

Se proponía llevarlo hasta un cercano horno crematorio, para realizar la última fase del proceso matavampiros: la incineración.

Nadie se interponía en su camino. Ya no.

* * *

No había tiempo para preguntas, algo que los tres entendieron sin necesidad de aclaraciones. Cuando estuvieran a salvo podrían hablar sin prisa, pero, por el momento, la incontenible curiosidad que sentía Michelle tendría que esperar. Ella acató de muy buen grado aquel ínfimo precio frente a lo que suponía el encuentro con Pascal.

—Os he visto correr justo antes de que desaparecierais —dijo Pascal, explicando al menos su repentina presencia—, y ha sido una suerte, porque si no, habría sido imposible encontraros. Os he seguido hasta ver dónde os ocultabais, pero como ya venían los espectros, no he podido alcanzaros y he tenido que esconderme también. He estado esperando hasta que se han alejado. Si os llegan a localizar, no me habría quedado más remedio que intervenir. Por suerte, no ha hecho falta. Pero ha sido una espera horrible, de verdad. Horrible.

Pascal hablaba a toda velocidad hasta que sus pulmones, vacíos, le obligaron a detenerse.

Michelle había asentido, impresionada. No podía ocultar un pasmoso asombro teñido de admiración, pues ella siempre había valorado mucho la fidelidad. En eso consistía la amistad, aunque no esperaba de Pascal una reacción así. ¿Aquel chico tan enérgico era Pascal? Se le hacía raro no imaginarlo dudando hasta el final. ¿Se habría enfrentado por ella a aquellos monstruos? La respuesta a aquella cuestión estaba clara, puesto que él ya había llegado hasta allí para encontrarla. Michelle sonrió, consciente de lo sentimental que resultaba aquella situación. En otras circunstancias, le habría parecido sumamente cursi, incluso. Pero experimentarlo lo cambiaba todo.

Vivir lo cambiaba todo.

Aquellas reflexiones le trajeron a la cabeza la proposición que Pascal le había hecho pocos días antes de que la secuestraran, pero Michelle no se sintió con fuerzas para sacar el tema en aquellas circunstancias. Ya habría tiempo de hablar de ello. En eso confiaba, ahora que empezaba a vislumbrar de nuevo un futuro.

Ella continuó observando, impactada ante el aspecto castigado y miserable que presentaba su amigo, y que delataba el azaroso viaje que había sufrido para llegar hasta aquel remoto enclave. Los ojos de la chica se posaron en la daga que pendía de la cintura de Pascal. Todo seguía siendo muy raro, aunque desde luego la situación había mejorado mucho. Michelle quería hacerle mil preguntas: dónde estaban, si era todo una pesadilla o cómo podían existir seres como su secuestrador o los esqueletos vivientes. Pero formuló un único interrogante:

—¿Y has venido hasta aquí tú solo?

Pascal frunció los labios.

—No —respondió, sin ánimo de entrar en muchos pormenores—. Me ha guiado Beatrice; la conoceréis en seguida. Hemos quedado en encontrarnos cerca de aquí. Vamos, no perdamos más tiempo.

Michelle asintió con la cabeza ante la novedad femenina. Pascal, por su parte, notaba el tacto frío del amuleto sobre su pecho, lo que probaba que el Mal seguía cerca. Como siempre.

—Él es Marc —anunció Michelle, ajena a aquel detalle, señalando al niño—. También lo traían prisionero. Viene con nosotros... No te importa, ¿verdad?

Pascal se presentó, con una sonrisa demasiado tensa para resultar natural. Tensa por la urgencia que lo dominaba y porque no había contado con más obstáculos para el regreso. Tener que cargar con otra persona, mucho más si era un niño, podía dificultar el camino de vuelta, ya de por sí complicado. No. Solo estaba dispuesto a ofrecer un billete de retorno, y era para Michelle. Había sufrido demasiado como para mostrarse generoso a aquellas alturas. Estaba harto de arriesgar.

La chica leyó aquellos recelos en su semblante.

—No podía dejarlo con esas criaturas —se defendió mirándolo a los ojos—. Nos iban a matar a los dos. Seguro.

Pascal no alteró su gesto preocupado, pero, cautivado por ella, con la fuerza acumulada de los días de ausencia, se sintió incapaz de manifestar su desacuerdo. Además, la presencia física del niño hacía todavía más difícil la renuncia del Viajero a llevarlo con ellos. No podía oponerse a la nueva incorporación delante de él, aunque tampoco olvidaba el penoso final del prisionero de la Inquisición que los había acompañado por el cauce del tiempo.

Se aproximó a Marc con cierta resignación, desenfundando su arma.

—No temas —aclaró, sorprendido por la reacción sobrecogida del chico—. Voy a soltarte.

Marc cerró los ojos, casi incapaz de mantenerse quieto conforme Pascal se inclinaba sobre él. No logró mostrar una actitud más colaboradora; temblaba de forma incontrolada ante la proximidad del filo de la daga, envuelto en un pánico íntimo del que nadie habría podido apartarlo.

Con un chasquido, las cadenas y las cuerdas cayeron, humeantes. Marc se apartó de inmediato y empezó a frotarse los brazos, entumecidos por las horas de presión.

El chico susurró un «gracias» inaudible.

—Vamos —concluyó Pascal dirigiéndose a su amiga, conciso—. Deprisa.

En su insistencia había implícita una invitación al niño. Michelle esbozó una sonrisa agradecida y se giró hacia Marc.

—Hay que moverse, chico. ¿Estás preparado?

—Pues vamos allá.

—No hay que hacer ningún ruido —recordó Pascal mientras tanteaba su talismán, que no había reducido su frialdad—. O lo pagaremos.

* * *

Daphne se había dado mucha prisa en salir del hospital. Poco después contemplaba los rastros del registro de la policía, paseando nerviosa por el desván de los Marceaux. Procuraba no hacer ruido, ya que había ignorado la cinta que prohibía atravesar la puerta de aquellas dependencias abuhardilladas mientras se prolongasen las investigaciones. Al menos, aquel aviso policial impediría que la familia propietaria subiese hasta allí y la sorprendiese junto al arcón medieval.

«Algo es algo», se dijo la vidente, rogando para que no surgiese de improviso algún agente, quien sí podría hacer caso omiso de la prohibición.

La bruja miró aquel enorme baúl de aspecto sobrio que ahora custodiaba, sonriendo a pesar de su creciente ansiedad. Pensaba en la cantidad de personas que la pasada noche había estado al lado de aquel antiguo mueble, lo había tocado, abierto... sin sospechar siquiera su verdadera naturaleza. Esa era la mejor protección de la Puerta Oscura: su apariencia inofensiva, su mimetismo cotidiano.

Además del Guardián. Daphne todavía estaba impresionada por su inesperada aparición. Se trataba de un clan discreto en extremo, hasta el punto de que todos los iniciados en lo esotérico estaban convencidos de que se trataba de un simple mito. No obstante, la realidad había demostrado que no era así; lo que ocurría era que el Guardián de la Puerta Oscura intervenía cuando la amenaza se materializaba, y solo entonces.

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