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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

El violín del diablo (8 page)

Pero esto no era todo. Hacía unos meses, Bernardel había contado a Lupot algo todavía más sorprendente: durante un concierto de Ane Larrazábal, retransmitido por televisión desde la Sala Gaveau en París, una de las cámaras había ofrecido un plano detalle de la cabeza del Stradivarius y Bernardel había reconocido —o creído reconocer— el violín.

—Yo conocía ese instrumento mejor que nadie, y supe en cuanto lo vi que era el de Neveu —sentenció el viejo artesano.

Lupot escuchó el relato con interés, pero le pareció probable que Bernardel hubiera inventado, o redondeado al menos, para hacerla más atractiva, parte de la historia. El venerable anciano había conocido días de gloria en otros tiempos hasta el punto de llegar a ser el
luthier
más importante del mundo, y quizá buscaba ahora una forma de volver a ser el centro de atención, inventando anécdotas de difícil confirmación. O tal vez no era la vanidad lo que le había llevado a construir esa historia, sino que, dada su avanzada edad, estaba siendo víctima de alguna variedad de demencia senil que le llevaba a relatar hechos inciertos, salidos de su gran imaginación.

Pero ¿y si la historia de Bernardel no era inventada y el Stradivarius de Larrazábal era en verdad el de Neveu? ¿Y si otra persona, que se considerase el legítimo heredero del violín, hubiera visto también la retransmisión del concierto en la Sala Gaveau, hubiera reconocido el instrumento y se hubiese decidido a recuperarlo a cualquier precio?

Si el Stradivarius de Larrazábal era en verdad el de Neveu, tenía más sentido que la española hubiera querido cambiarle la voluta, para que fuera más difícil reconocerlo. Sin ser consciente de ello —pensó Lupot— él habría actuado como uno de esos cirujanos plásticos de dudosa reputación que se dedican a cambiar el aspecto físico de los delincuentes más buscados por la policía. Lupot recordó que, cuando Ane fue a verle para que le tallara la cabeza del diablo, le explicó que su propósito era doble: por un lado, quería alimentar —como en su día lo había hecho su admirado Paganini— la leyenda de que su electrizante manera de tocar obedecía a un pacto sobrenatural; y por otro, quería infundir —y así se lo confesó sin ambages en su
atelier
— una especie de pánico cerval en sus rivales, pues consideraba legítimo cualquier ardid que le permitiera sobrevivir en un mundo tan extraordinariamente competitivo como el de la sala de conciertos. Larrazábal le dijo textualmente, cuando acudió a su taller, que dado que no podía salir al escenario con pintura de guerra en la cara, como si fuera un luchador maorí, quería que aquella terrible cabeza cumpliera la función de amedrentar a sus adversarias, empezando, como es lógico, por la más temible de todas ellas, la japonesa Suntori Goto.

—¿Sigues ahí? —le preguntó Roberto, que no sabía a qué se debía el prolongado silencio que mantenía Lupot al otro lado de la línea.

—Sí, me he quedado pensando en tu idea de acudir a la policía. No lo descarto, pero prefiero decidirlo cuando llegue a España, tomando con vosotros un buen vaso de Ribera del Duero.

—Me parece buena idea. Primero hay que ver cómo evoluciona la investigación. Igual agarran mañana mismo al culpable y resulta que tiene el violín en el maletero del coche.

—¿Sabes una cosa? Cuando pregunté a Ane en qué se había inspirado para la talla, dónde había obtenido la fotografía, se mostró muy reservada, no quiso aportarme información.

—¿Estás pensando en lo mismo que yo?

—No creo en lo paranormal, ya me conoces.

—No te pongas racionalista y cartesiano. Acepta por lo menos que hay objetos que traen, como se dice aquí en España, mal fario. Y si se confirma que es el instrumento de Ginette Neveu, no hay más remedio que llegar a la conclusión de que ese violín no es normal.

—Me niego a aceptarlo.

—Arsène, ese Stradivarius sólo habría tenido, hasta la fecha, dos propietarias conocidas: Neveu y Larrazábal. Las dos mujeres, las dos han muerto de muerte violenta. Eso no puede ser casualidad.

—Una de las muertes fue accidental, ¿por qué han de estar relacionadas?

—¿Y quién te ha dicho a ti que lo de Azores fue un accidente?

—¿Adónde quieres ir a parar? Me estás poniendo nervioso.

Lupot se dio cuenta de que estaba tiritando. Pero no porque la conversación le infundiera temor, sino porque la temperatura en la habitación desde la que hablaba había bajado tres o cuatro grados en la última media hora. Dio un sorbo a su copa de Armagnac para entrar en calor y dijo:

—Tengo que dejarte; aquí en el taller empieza a hacer un frío de bigote.

—Espera. ¿Sabes que hay algunos especialistas que afirman que el Triángulo de las Bermudas incluye las Azores?

—Detesto este tipo de supersticiones y te advierto que voy a colgar.

—Mándame a paseo si quieres, pero antes escucha bien lo que te voy a decir. Yo no soy ni un tarado ni un enfermo. Nunca he creído en el ocultismo ni en la nigromancia. Sin embargo, conozco que hay fenómenos que no admiten una explicación científica o racionalista: como la maldición de los Kennedy, por ejemplo; o como los extraños accidentes que ocurrieron durante y después del rodaje de la película
El exorcista.
Ese violín está maldito, Arsène. Puedes creerme.

9

Madrid, una hora después del crimen

El lugar elegido por Elena Calderón para tomar un bocado, antes de retirarse a casa después de aquel fatídico concierto, fue la cafetería Intermezzo, que estaba detrás del Auditorio Nacional y servía buenas tapas y a buen precio. Georgy, el tuba, pidió sólo una cerveza y se marchó a los cinco minutos, tras protagonizar un curioso incidente con un perro que estaba esperando a su dueño en la calle, ya que no se permitía la entrada de animales a aquel local. Como si se tratara de un vehículo mal aparcado, el ruso preguntó en voz alta de quién era el perro, y cuando la propietaria se identificó, el ruso le rogó que lo apartara de la puerta, a cuyo pomo exterior estaba atada la correa.

—Tiene una fobia enfermiza a los perros —explicó Elena a Perdomo, mientras los ánimos se empezaban a caldear en la cafetería, al negarse la señora a desatar al animal. El ruso acabó saliéndose con la suya, pero sólo después de que el resto de los clientes convencieran a la mujer de que era el único modo de librarse de aquel pelmazo.

A Perdomo le había dado la impresión, durante los minutos que habían permanecido juntos en la escena del crimen, de que las relaciones entre el director titular de la orquesta, Joan Lledó, y Elena Calderón eran sumamente tirantes. Apenas se habían mirado, y aunque se habían dirigido la palabra una vez, lo habían hecho con monosílabos. Lo primero que se le pasó por la cabeza era que Calderón y Lledó habían tenido una relación sentimental en el pasado y que ésta había terminado de mala manera. Tras ordenar las consumiciones en la barra, el inspector decidió empezar a indagar en la cuestión con una pregunta genérica. Aunque antes de hacerlo, tuvo buen cuidado de dar unas monedas a su hijo Gregorio, para que fuera a jugar al
pinball
y les dejara conversar con más libertad. Por fin, preguntó:

—¿Cuánto tiempo lleva de titular el señor Lledó en la orquesta?

—Unos tres años. Yo entré muy poco después.

—Hay algo que no entiendo. Si Lledó dirige la Orquesta Nacional, ¿qué hacía Agostini el otro día en el podio?

—Lledó es el titular de la orquesta y el director artístico, pero Arjona prefirió montar el concierto de Hispamúsica con un director invitado.

—¿Y Lledó no tiene derecho de veto?

—En teoría sí, porque es el director artístico. Pero los músicos de la Nacional tenemos muchísimo poder, le hubiéramos montado una buena si llega a decir que no a dos megaestrellas como Larrazábal y Agostini.

—¿Qué tipo de relación mantenía Lledó con la víctima?

—Dicen que se moría por tocar con ella. Pero ya nunca podrá ser.

—¿Le considera un buen director?

Elena Calderón tardó unos segundos en responder, pero al final lo hizo sin rodeos, entrando directamente en materia:

—Arrastro un contencioso profesional con el señor Lledó desde hace muchos meses y no sería imparcial a la hora de valorarle como director. Sé que graba discos (en sellos medianejos, todo hay que decirlo), que le llaman como director invitado con cierta frecuencia; si me apura, le diría que técnicamente es bastante competente pero le falta flexibilidad, y lo que es absolutamente fundamental en un verdadero músico: imaginación.

—¿Imaginación? ¿Cómo se aplica la imaginación a la música?

—Todas las piezas de música cuentan una historia. Si uno tiene en la cabeza una historia mientras está tocando, eso influye en la manera de tocarla. En cambio, para Lledó, las notas son simplemente eso: notas. Aunque es muy exhibicionista cuando está en el podio, en el fondo dirige de forma encorsetada y triste.

—¿Puedo preguntarle en qué términos está planteado su conflicto laboral con Lledó? —prosiguió Perdomo, que por el momento no tenía pensado apear el tratamiento de usted a la atractiva trombonista.

—Sí que puede. No sé si sabrá que las plazas en la orquesta se ganan sobre todo gracias a las audiciones. El currículo cuenta, desde luego, y hay que superar las pruebas físicas, pero lo más importante es seducir al tribunal que te juzga en la prueba de ingreso.

—¿Y el señor Lledó no se dejó seducir por usted? —preguntó Perdomo antes de darle un bocado monumental a su montado de lomo.

—Cuando se convocó la plaza nos presentamos quince trombonistas. Yo era la única mujer. Desde hace ya muchos años, para evitar discriminación por razones de sexo, las audiciones se llevan a cabo detrás de una cortina, y todos los aspirantes tienen nombre masculino, así que yo me examiné con el nombre de señor Calderón.

—¿Tuvo que vestirse de hombre?

Elena sonrió ante la ocurrencia y durante unos segundos pareció haber perdido el hilo del discurso. Luego comentó:

—Sólo me hubiera faltado eso: tener que tocar con una barba postiza.

—¿Se puso nerviosa?

—Yo nunca me pongo nerviosa —afirmó, muy segura de sí misma—. No estoy pavoneándome de nada, le estoy contando las cosas como son. Muchos de mis compañeros en la orquesta se ven obligados a tomar Sumial para no descomponerse de nervios durante los solos. Yo, desde pequeñita, he tenido la rara capacidad de mantenerme serena en los momentos de mayor presión y eso hace que disfrute mucho en los conciertos.

—Esa sangre fría también la convertiría en una eficaz asesina —apuntó el policía, bromeando.

—Supongo que sí.

—¿Qué ocurrió durante la prueba?

—La audición se dividía en tres partes. En la primera te hacen tocar una obra obligada. A mí me tocó el
Concierto
de Henri Tomasi.

—No lo he oído nombrar en mi vida. Claro que mi conocimiento de la música clásica se reduce a la
Quinta Sinfonía
de Beethoven y a lo que meten en las películas: ya sabe,
Apocalypse Now…

—Eso es la «Cabalgata de las Walkirias» de Wagner.


Excalibur…


Carmina Burana
de Carl Orff.

—Y el anuncio de la miel de la Granja San Francisco.

—El
Minueto
de Boccherini —dijo Elena triunfante, como si fuera una concursante de televisión que hubiera acertado todas las preguntas—. No se preocupe, aunque fuera usted un buen aficionado a la música clásica no sabría quién es Tomasi, porque sus obras no se interpretan con mucha frecuencia. Y es una pena, porque tiene música excelente. Es muy lírico, muy melódico, y mezcla muchos estilos; yo lo calificaría de música mestiza.

—¿De dónde es?

—Era. Murió en 1971. Nacido en Marsella, pero de padres corsos.

Toqué el concierto estupendamente porque me encanta; creo que es una de las mejores piezas del repertorio.

—Me da pena no haber estado allí para escucharla.

—Me hicieron tocar lo más difícil: el primer movimiento, andante y
scherzo
, que empieza con una parte de mucho virtuosismo, en clave de jazz, en la que hay hasta citas de una canción de Tommy Dorsey. Ésa fue la pieza obligada. Luego tuve que tocar un repertorio orquestal: la
Tercera
de Mahler, el «Tuba Mirum» del
Requiem
de Mozart,
Till Eulenspiegel
de Strauss… así hasta ocho fragmentos. Y al final, dos piezas de libre elección. Ahí me salí —dijo la trombonista estallando en una carcajada que a Perdomo le pareció encantadora—. Llevé el
Konzertino
de Ferdinand David y la
Cavatina
de Saint-Saëns. Toqué el
Konzertino
con tanta garra que Lledó, al otro lado de la cortina, no quiso escuchar más y dio por concluida la audición exclamando:

—¡Ése es mi chico!

—¿Eso dijo? ¿Ése es mi chico?

—Tal cual se lo estoy contando. Imaginará el chasco que se llevó cuando descorrieron la cortina y se dio cuenta de que su chico era yo.

—Pero tuvo que aceptarla, ¿no?

—Naturalmente, yo era la mejor trombonista de los quince candidatos; hubo unanimidad entre los cinco miembros del jurado. Pero todavía recuerdo la cara de mortificación de Lledó cuando tuvo que firmar el acta de la sesión. Se le hinchó una vena aquí en la sien y le temblaba la mano de rabia.

—Pero ¿por qué? ¿Solamente por haberse equivocado?

—Porque es un machista y un homófobo. El trombón es un instrumento tradicionalmente asociado a los hombres. Es viril, es guerrero, hace falta muchísimo fuelle para tocarlo, hasta el punto de que a los trombones antiguos los llamaban «sacabuches». Que una mujer «usurpe» un puesto tradicionalmente reservado a los varones, algunas personas no lo pueden soportar. De hecho, de la única manera que Lledó pudo aceptarlo al principio fue pensando que yo era lesbiana.

—¿En serio? Pues lo último que pensaría yo de usted es que es lesbiana.

—Eso es porque aún no me ha oído tocar —dijo riendo Elena—. Tocar, toco como un hombre. En los demás aspectos de mi vida, tiene razón, no lo soy. Pero a él le aliviaba esa idea.

—¿Se lo dijo directamente a la cara?

—No tiene lo que hay que tener, pero me llegaban sus comentarios por terceras personas. Pero como además de machista es homófobo, el hecho de que él pensara que había una lesbiana en su orquesta, y encima con un puesto de responsabilidad, acabó por descomponerle todavía más.

—Debo confesarle que el señor Lledó, del que había oído hablar, pero al que no tenía el placer de conocer, no me ha transmitido, como se dice coloquialmente, buenas vibraciones.

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