Elegidas (29 page)

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Authors: Kristina Ohlsson

Tags: #Intriga

Por ello, Magdalena se sentía completamente segura cuando dejaba a Natalie dormida en el cochecito. Siempre tenía la puerta del jardín abierta y una cámara con sonido, gracias a la cual oía cualquier pajarito que se acercara, cualquier sonido extraño. Quizá fuera un ruido lo que de pronto llamó su atención y despertó su intranquilidad. Quizá fuera un ruido lo que hizo que abandonara a paso rápido la cocina y saliera al jardín.

Al ver el cochecito a través del cristal de la puerta aminoró la marcha.

A través de la puerta abierta entró un soplo de aire que movió las largas cortinas de lino. Una hoja se cayó de la planta de una maceta y aterrizó en el suelo. Más tarde, aquéllos serían los dos detalles que mejor recordaría y los que, además, nunca olvidaría.

Magdalena se inclinó sobre el cochecito. Estaba vacío. Como en trance, se irguió y paseó la vista por encima del seto, a su alrededor.

No había nadie cerca.

¿Dónde estaba Natalie?

46

Peder Rydh fue de autoescuela en autoescuela por el barrio de Söder. Dos personas más creyeron identificar a la mujer del retrato robot, pero ninguna podía asegurarlo. De cualquier forma, Peder tenía casi la certeza de que se trataba de la misma persona, ya que sus narraciones del encuentro eran idénticas. En primer lugar, daba la impresión de estar muy nerviosa. Luego, estaban los moretones de la cara y en los brazos. Y en tercer lugar, quería saber el modo más rápido de sacarse el carné de conducir. Los dos encargados le habían ofrecido un curso intensivo, pero cuando ella se dio cuenta de que aquello significaba hacer prácticas en otra ciudad y pernoctar en un hostal durante varios días, lo rechazó de inmediato. Dijo que le resultaba imposible dejar el trabajo y se marchó.

«¿Para qué cojones quería el carné? —se preguntó Peder, frustrado—. ¿Para llevar el cadáver hasta Umeå mientras el loco de su novio iba a Jönköping a apagar un antiguo fuego?» Miró el reloj al sentarse en el coche para ir a Nyköping, donde tenía que verse con la mujer que decía ser la madre de acogida de la chica de Flemingsberg. No quería llegar tarde.

Ylva le había dicho que iría a la playa de Smedsuddsbadet, en Kungsholmen. La verdad es que le habría gustado preguntarle si lo consideraba una buena idea. Siempre se ponía nerviosa cuando se quedaba sola con los niños, así que ir con ellos a la playa no parecía la decisión más acertada. Claro que tampoco se podía decir que Ylva fuera una irresponsable.

Peder apenas se atrevía a mirar el móvil. Si había una llamada perdida de Ylva o de Pia, volvería a casa. Empezó a barruntar que tal vez estuviera enfermo. ¿No había leído un interesante artículo sobre hombres que tenían excesivas apetencias sexuales? Parecía lógico que no todos tuvieran las mismas. El problema sólo era que antes de que los mellizos nacieran, aquello nunca habría ocurrido. En realidad, ¿adónde había ido a parar su antigua vida? ¿Y en qué clase de persona se había convertido?

Ylva y Peder intentaron tener hijos durante casi un año antes de conseguirlo. Y cuando se quedó encinta, fueron tan felices. Felices pero también se asustaron.

Él le puso una cálida mano sobre el vientre desnudo e intentó imaginarse cómo sería la vida allí dentro. Habían hecho el amor como dos posesos hasta aquella jodida ecografía. Hasta entonces no había habido problemas con las apetencias de Ylva. Nunca tenía bastante. Una vez incluso lo llamó por teléfono al trabajo para que fuera a comer a casa.

—Tiene que ser cosa de las hormonas —le había dicho riendo maliciosamente después de haberse vestido.

La idea de que Ylva lo llamara para ir a casa a comer y hacer el amor parecía tan lejana que se echó a reír con una risa seca. En realidad, no se trataba de sexo. Se trataba de cercanía, de sentirse necesitado. Y de poder necesitar. Las veces que lo llamaba al trabajo era por necesidades extrañas. Necesidades imposibles de satisfacer cuando uno tiene que atender un trabajo. Las necesidades de Peder dejaron de existir. Un día llegó a casa después de haber encontrado a dos jubilados a los que habían asesinado para robarles. Les habían disparado en la cara. Aquella noche intentó acercarse a Ylva para dormir, pero ella se revolvía como una lombriz.

—Peder, ¿tienes que ponerte tan cerca? No puedo dormir si me respiras en la cara.

Así que se apartó y, a pesar de que cerró los ojos con fuerza, no consiguió dormirse. Ni aquella noche ni la siguiente.

Peder había llorado tan pocas veces desde que era adulto que creía poder recordarlas todas. Lloró cuando murió su padre. Lloró cuando nacieron los mellizos. Y lloró dos veces después de haber encontrado a aquellos jubilados asesinados. Como un niño en compañía de su madre.

—Esto no se va a acabar nunca —susurró pensando en los problemas que tenía con Ylva—. Esto no se va a acabar nunca.

—Cambiará —le había contestado su madre—. Cambiará, Peder. La desgracia tiene un límite natural. En un momento dado, uno siente que no puede ser peor, sólo mejor.

Le explicó que hubo un tiempo en que ella creía que educaría a dos chicos fuertes para convertirlos en hombres, y después se vio obligada a aceptar que uno de ellos nunca sería más que un niño grande.

De alguna manera, Peder sabía que ya había sobrepasado aquel límite de la desgracia del que hablaba su madre. Sobre todo, desde que volvió a tener contacto con Pia. Presentía que algo estaba a punto de terminar. Su matrimonio. La verdad es que ésa no había sido su intención, y tampoco imaginaba su matrimonio terminándose de aquella manera, pero existía ese riesgo.

Al menos si continuaba viéndose con Pia.

Nyköping estaba mucho más cerca que lo que se había imaginado, y no tardó mucho en llegar.

Acababa de aparcar cuando sonó su móvil. Contestó mientras salía del coche. Todavía hacía calor aunque el sol insistía de nuevo en protegerse detrás de unas pesadas nubes. Peder observó la zona donde se encontraba. Clase media. Nada de coches nuevos, pero tampoco abollados. Pocas bicicletas nuevas, muchas buenas pero de segunda mano. Unos niños pletóricos de salud jugaban en la calle, un poco más arriba. Un lugar para cualquier sueco adicto a la seguridad.

La voz de Alex interrumpió su análisis del mundo que le rodeaba.

—¿Ya has llegado? —preguntó.

—Sí —respondió Peder—. Acabo de bajar del coche. ¿Ha ocurrido algo?

—No, pensaba que tal vez estarías aún en el coche. Se me ha pasado una idea por la cabeza, pero podemos hablar de ello más tarde.

Peder entrevió cómo se abría la puerta de la casa adonde se dirigía.

—¿Seguro? —preguntó.

—Seguro —respondió Alex—. Continúo perfilando mi humilde teoría y después te llamo. Aunque había otra cosa.

Peder se echó a reír.

—¿Una teoría? —repitió—. Deberías llamar a Fredrika y no a mí.

—Naturalmente, así lo haré también. Pero, como te digo, hay otra cosa. Sara Sebastiansson tuvo un novio en Norrköping, un criminal. Estuvo con él antes de asistir a aquel curso de escritura de Umeå. ¿Podrías hablar con él antes de volver a Estocolmo?

—¿En Norrköping?

—Sí —respondió Alex—. Te pilla de camino.

—De acuerdo —se avino Peder—. Si me das un poco de información seguro que lo consigo.

Alex parecía aliviado.

—Fredrika te llamará luego —prometió—. ¡Suerte!

—Gracias —dijo Peder, y apagó el móvil.

Sonrió a la señora que esperaba en la escalerilla de la casa y se dirigió hacia ella.

Birgitta Franke le ofreció café y bollos de canela hechos en casa. Peder no podía recordar cuándo había comido unos bollos tan deliciosos. Cogió dos de golpe.

Aquella mujer daba la impresión de ser dura y tierna a la vez. Tenía la voz ruda pero la mirada cálida, y el pelo cano, aunque los rasgos de la cara eran bastante juveniles. En resumen, Peder decidió que era una mujer que había aprendido con la vida.

Con discreción, le pidió que le mostrara su carné de identidad, y entonces vio que acababa de cumplir los cincuenta y cinco. La felicitó por ello y alabó los bollos una vez más. Ella le dio las gracias con una sonrisa. Las pequeñas arrugas alrededor de los ojos que se le formaban al sonreír resaltaban su belleza otoñal.

—Llamaste a la policía por el retrato robot —dijo finalmente Peder para poner fin a la charla sobre bollos y decoración.

—Sí —dijo Birgitta, concisa—, es cierto, pero primero me gustaría saber si habéis emitido una orden de busca y captura.

Peder tomó más café mientras miraba las cortinas de Birgitta y pensaba en su abuela por primera vez en muchos años.

—No, y tampoco es sospechosa de nada —respondió—. Pero queremos hablar con ella porque tenemos motivos para creer que dispone de información decisiva para el caso. No puedo entrar en detalles sobre de qué se trata.

Birgitta asintió, pensativa.

Por algún motivo, la mente de Peder viajó hasta la madre de Gabriel Sebastiansson. Aquella vieja bruja tenía mucho que aprender de Birgitta en lo que se refería a comunicarse con sus semejantes.

De pronto Birgitta se levantó de la mesa de la cocina y salió al recibidor. Peder la oyó abrir un cajón. Volvió con un gran álbum de fotos en los brazos, lo colocó delante de él y pasó unas páginas.

—Aquí —dijo señalando las fotografías—. Aquí empezó todo.

Peder contempló las fotos, que mostraban una versión más joven de Birgitta, un hombre de la edad de ésta que no pudo identificar y una chica joven que con un poco de fantasía podría parecerse a la de Flemingsberg. En otras dos fotos también aparecía un chico.

—Monika vino a vivir con nosotros cuando tenía trece años —empezó a explicar Birgitta—. Por aquel entonces, ser padres de acogida era bastante distinto a como es en la actualidad. No había tantos niños que necesitaran una casa como hoy en día, y aún se creía que bastaban ciertas dosis de cariño y tolerancia para resolver la mayor parte de los problemas. —Birgitta suspiró y se acercó la taza de café a la boca—. Pero con Monika fue diferente. —Volvió a suspirar—. Monika, según mi marido, estaba herida, no estaba bien. Si miras esas fotografías parece una niña cualquiera de esa edad. Pelo rubio, unos bonitos ojos y rasgos delicados. Pero en su interior estaba totalmente rota. Mal programada, como dirían hoy los informáticos.

—¿En qué sentido? —preguntó Peder mientras pasaba páginas del álbum.

Había más fotos de Monika con sus padres de acogida. No sonreía en ninguna de ellas, pero Birgitta estaba en lo cierto. Tenía los ojos bonitos y unos rasgos delicados.

—Sus antecedentes eran tan terribles que al poco nos dimos cuenta de que no podíamos ser sus padres de acogida —dijo Birgitta apoyando la cabeza en las manos—. Aunque la verdad es que no nos dieron toda la información hasta que la catástrofe fue un hecho. ¿Más café? —preguntó.

Peder levantó la vista del álbum.

—Sí, gracias —contestó de forma automática—. Por cierto, ¿dónde está tu marido?

—Trabajando —respondió Birgitta—. Llegará dentro de unas horas, tal vez quieras esperar y cenar con nosotros.

Peder sonrió.

—No, lo siento, no tengo tiempo.

Birgitta le devolvió la sonrisa.

—Qué lástima —dijo—. Porque pareces un joven muy agradable.

Se estiró para alcanzar la cafetera y sirvió café caliente.

—¿Por dónde iba? —dijo para a sí misma—. Ah, sí, los antecedentes de la niña.

Volvió a levantarse y salió al recibidor. Regresó con una carpeta.

—Mi marido y yo guardamos aquí toda la información que recibimos de nuestros niños —explicó con orgullo al tiempo que dejaba la carpeta frente a Peder—. Nunca tuvimos hijos propios, así que decidimos ser padres de acogida.

Parecía muy satisfecha mientras pasaba las páginas de la carpeta para Peder.

—Aquí —señaló—, aquí está la información que nos dieron los servicios sociales. El resto era información confidencial, así que no tengo copia.

Peder apartó el álbum de fotos y se dedicó a leer los documentos.

Niña de trece años, Monika Sander, pasado muy disperso, necesita de inmediato una familia cálida, estable y estructurada. La madre de la niña perdió la custodia de su hija cuando ésta tenía tres años y desde entonces ha mantenido con ella un contacto muy limitado.

La madre perdió la custodia cuando se supo que tenía serios problemas de adicción al alcohol y a las drogas. Ha mantenido relaciones con un número incontable de hombres desde que tuvo a la niña. Es probable que sea una prostituta. El padre de la niña desapareció de escena casi inmediatamente en un accidente de tráfico. Los problemas de la madre empezaron después del accidente.

La niña vivió tres años en su primer hogar de acogida. Después los padres de acogida se separaron, y no hubo ninguna posibilidad de que la niña se quedara allí. Pasó de un hogar a otro hasta que cumplidos los ocho años. Entonces vivió durante un año en un orfanato. Más tarde la llevaron a otro hogar de acogida, que se suponía iba a ser una solución más permanente.

La escolarización de la niña pronto se convirtió en un tema delicado debido a las circunstancias existentes. Existen sospechas fundadas de que ha sido víctima de abusos, pero las investigaciones que se hicieron al respecto no pudieron demostrarlo. La niña ha tenido dificultades en relacionarse con otros niños. Desde tercero, ha ido a lo que se conoce como «escolarización adaptada» y va a una clase especial con sólo seis alumnos. Esta solución ha funcionado relativamente bien, pero aun así no ha sido plenamente satisfactoria.

Peder siguió leyendo dos páginas más sobre los problemas de la niña en la escuela. En el momento en que el matrimonio Franke la acogió, ya había tenido contacto con la policía, como sospechosa de hurto y robo.

Recordó a la mujer muerta de Jönköping. ¿No había crecido también en una casa de acogida?

—Bien —dijo Peder cuando acabó de leer—. Y dices que aparte de esto, hay más información que os deberían haber facilitado…

Birgitta asintió con la cabeza y tomó un poco de café.

—Teníamos muchas ganas de hacerlo bien —dijo buscando la mirada de Peder—. Creíamos que podíamos ser el apoyo que aquella niña necesitaba. Y Dios sabe que lo intentamos, pero fue en vano.

—¿Tenías más de un hijo de acogida a la vez? —preguntó Peder, pensando en el otro niño que había visto en las fotos.

—No —respondió Birgitta—. El chico de las fotos es mi sobrino. Era de la misma edad que Monika, así que pensamos que podían entenderse. Además, iban a ir al mismo colegio. —Birgitta sonrió levemente—. Claro que no funcionó en absoluto. Mi sobrino era ya entonces un adolescente ordenado, y su vida tenía una estructura. No la soportaba, la llamaba loca y desequilibrada.

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