Pero el gato no se va, no alcanza con que ella mueva su mano y diga, fuera, michi, fuera. El animal apenas la mira y vuelve a echarse, porque él no escucha las voces que le hablan a Elena, a él no lo asustan. El gato echado sobre su falda empieza a entibiarle el regazo, se duerme sobre ella, y ella, ahora que no se siente responsable, después de haber intentado cumplirle a su hija y su marido, a su pesar, o no, lo deja hacer.
Disculpe la tardanza, dice Isabel y se sienta frente a ella. ¿Le molesta el gato?, pregunta. Y Elena dice que no, que no le molesta, pero ahora que ella lo dice, ahora que acepta ese animal expresamente, el gato se despierta con la charla y salta de la falda al suelo, la abandona, abandona su regazo tibio que otra vez se enfría. Isabel volvió maquillada, aunque Elena no lo note, se puso rubor, y se pintó los labios, tomé agua, dice, pero seguramente habrá tomado también otra cosa, un tranquilizante tal vez, porque se mueve más lento, y se sonríe, y la mira como si Elena no hubiera dicho diez minutos antes que Rita apareció ahorcada en el campanario de una iglesia. ¿A qué debo su visita entonces?, pregunta y corta un pedazo de budín que no piensa comer. ¿A qué vino? y Elena empieza por aquella tarde cuando un policía golpeó a su puerta para decirle que Rita estaba muerta. Antes de que el hombre hablara ya Elena sabía que algo malo había sucedido, si un policía golpea a la puerta de uno, mala señal, le dice y la mujer asiente con la cabeza. Yo la esperaba de punta en blanco, peinada, teñida y depilada, Rita me había tomado el turno en la peluquería, yo no estaba de acuerdo, pero una vez hecho quería mostrarle, para que se pusiera contenta, para que supiera que esa noche cuando se acercara a la cama a acomodarme no vería ese bigote sobre mi boca del que tanto se quejaba, ni las raíces blancas y desprolijas. Pero Rita no llegó a verla, no llegó a verme, dice. Elena sí vio a su hija. La llevaron a la comisaría a reconocer el cuerpo, y recién de camino a la morgue me dijeron, su hija se colgó del campanario de la iglesia, señora, no puede ser ella, dije yo. Todavía tenía la marca de la soga alrededor del cuello, la piel morada y marcada, raspada por el yute deshilachado, los ojos y la lengua fuera de lugar, la cara hinchada. Olía a caca, sabe, no tuvo suerte según me dijo el médico forense, si hubiera tenido suerte se le habría partido el cuello y habría muerto enseguida, pero los huesos estaban intactos, murió después de un rato, por asfixia, los ahorcados que mueren por asfixia tienen convulsiones y se hacen caca encima, yo no sabía, claro, uno qué va a saber esas cosas. Elena sorbe de la pajita y el té sube, repite el mecanismo otras dos veces antes de seguir y luego repite, olía a caca, ése fue el último olor de mi hija. Isabel la mira, la espera, apenas se mece en su silla. Dicen que ella se mató, pero yo sé que no, Elena dice, ¿cómo lo sabe?, pregunta Isabel, porque soy la madre, ese día llovía y mi hija no se acercaba a la iglesia los días de lluvia, ¿se da cuenta?, pero Isabel no está segura si se da cuenta de lo que la mujer intenta decirle, entonces se la queda mirando, y en lugar de darle una respuesta, hace una pregunta cualquiera para llenar el silencio, ¿quiere dejar la taza de té sobre la mesa?, no, todavía tengo un poco, responde Elena e Isabel le insiste, pero debe estar frío, ¿no quiere que le sirva otro más caliente?, no. Isabel se sirve té para ella, se calienta las manos con la taza, agita el líquido, lo mira moverse, y recién después bebe un sorbo. Yo insistí para que siguieran todas las pistas posibles, Elena dice, escribí una lista de sospechosos para el inspector Avellaneda, el inspector Avellaneda es el policía que asignaron al caso, pero todos los que podían haber sido estaban en otro lugar el día en que mataron a mi hija, ya no me queda quién incluir en la lista, ellos me dicen que me resigne, hasta el inspector Avellaneda me lo dice, pero yo me digo que no, que si quien la mató no está en la lista será porque no lo conozco, y si no lo conozco el universo se amplía, pudo haber sido cualquiera, y si pudo haber sido cualquiera, la investigación va a ser más difícil, voy a necesitar moverme, entrevistar gente, buscar pruebas, motivos posibles, fechas, datos, indicios. Elena se seca la baba que cuelga de su boca y se queda con la vista perdida en las pesuñas de la mesa que tiene frente a ella, le falta el aire, hace rato que no habla tanto, Isabel espera, le concede ese tiempo que necesita sin apurarla, sin interrumpir ni su silencio ni su respiración. Recién después de un rato Elena puede retomar la charla, dice, y para todo lo que viene necesito un cuerpo que no tengo, éste apenas me trajo hasta acá, hoy, no sé si mañana podría, ya no puede hacer mucho más, tengo Parkinson, ¿sabe?, sí, sé, ya me dijo, aclara Isabel, yo no gobierno sobre mi cuerpo, gobierna Ella, esa puta enfermedad puta, si me disculpa la mala palabra. Isabel le disculpa esa palabra, pero no hace falta decirlo, entonces dice otra vez, ¿a qué vino?, y Elena responde, a saldar una deuda. A saldar una deuda, repite Isabel y se la queda mirando, yo sabía. La mujer sonríe nerviosa, se lleva las manos a la cara y sacude la cabeza como si quisiera comprobar que lo que sucede no es un sueño. Sabía que algún día usted o su hija vendrían, dice, y Elena a su vez pregunta, ¿entonces me va a ayudar? Isabel se sorprende con la pregunta, no entiendo, dice, y Elena intenta explicarse, ¿va a saldar esa deuda? La mujer se levanta y camina unos pasos que no la conducen a ninguna parte, vuelve sobre ellos, la mira, ¿de qué deuda está hablando, Elena? Usted sabe, le contesta ella, no, no sé, dice Isabel. Elena entonces aclara, tal vez usted quiera ayudarme, por aquel día de hace veinte años cuando mi hija sin conocerla la ayudó a usted, la salvó, fue un llamado, mamá, tal vez usted se sienta en deuda y esté dispuesta a pagar lo que debe, y yo, que no me gusta reclamar, me aproveche de eso que usted sienta para encontrar lo que no tengo, un cuerpo, el cuerpo que me ayude. Elena se detiene, ya dijo lo que vino a decir y aunque no hizo una pregunta, espera una respuesta, pero Isabel no dice nada todavía, las dos mujeres sostienen el silencio hasta que a Elena se le vuelve incómodo entonces sigue, gracias a mi hija usted tuvo a la suya, formó su familia, pudo festejar cada Año Nuevo abrazada a ellos como muestran las fotos que nos mandan, su historia tuvo un final feliz, yo me quedé sin nadie a quien abrazar, y no es que hubiera abrazado mucho a mi hija en vida pero el hecho de no poder hacerla, porque está muerta, porque su cuerpo está enterrado bajo la tierra, porque de tierra somos y a la tierra volvemos como decía mi marido, me duele. Me duele, vuelve a decir, pero Ella se apodera de su lengua y sus palabras se oyen trabadas, sílabas apretadas de sonido sin sentido que no puede ser decodificado por la otra mujer. Isabel se sirve otra vez té, bebe, la mira, pero no le habla, decide no hablar por el momento, sólo escuchar. El gato vuelve al sillón donde se acurruca Elena y camina por el respaldo, Isabel lo mira ir y venir, lo sigue con la mirada sin mover la cabeza, intuye que el animal molesta a la mujer que habla doblada frente a ella pero no interviene, no lo saca, esta vez no le pregunta a Elena si el gato le molesta, sólo lo mira, al gato y luego a Elena, mira a la que tocó su puerta veinte años después para saldar una deuda que ella también recuerda, aunque no hablen de lo mismo, ni coincidan en quién es el que debe. Deja la taza sobre la mesa y esta vez la mira, pero de otro modo. Mira su cabeza gacha, su cuerpo inclinado, su espalda agobiada. Mira las manos sobre su regazo apretando un pañuelo babeado, y cómo se inclina su cuerpo hacia la izquierda. Mira sus zapatos con barro y su pollera arrugada, ya pesar de lo que ve, dice, Elena, yo no puedo ayudarla, lo dice con calma como si toda la vida hubiera estado esperando ese momento, como si supiera cada una de las palabras que va a pronunciar, no la puedo ayudar porque a su hija la maté yo. Elena abre los ojos más de lo que se sabía capaz, tiembla, y no es Ella quien la hace temblar, sino Isabel, la mujer a la que salió a buscar esa mañana y que ahora frente a Elena dice, a su hija la maté yo. Elena se entrega a ese temblor que no conoce. La maté de tanto desearle la muerte, aclara Isabel porque cree que hace falta, no hubo un solo día de mi vida que no le haya pedido al dios que fuera, al mago que fuera, al astro que fuera, que su hija muriera, y al fin murió. Elena respira con dificultad, babea más que de costumbre como si esa baba fueran sus lágrimas, tiembla, pero no llora. Lo siento, usted es la madre y respeto su dolor, pero no es el mío, la maté pero nunca iré presa, porque la maté con el pensamiento, yo le deseé la muerte con vehemencia, la maté sin nunca haber vuelto a hablar con ella en estos veinte años, sin haberla tenido frente a mí cara a cara, la maté aunque haya sido otro el que puso la soga alrededor de su cuello, como ella me mató a mí aquella tarde en que me encontró y me metió en su casa, ¿se acuerda de aquella tarde, Elena? Y Elena claro que se acuerda, si no se acordara no estaría allí. Usted confunde las cosas, Isabel, no entiendo lo que habla, le dice, es que no estamos hablando de la misma deuda, Elena, le contesta la otra, ni coincidimos en quién le debe a quién, ¿de qué estamos hablando entonces?, pregunta Elena mientras desliza el pañuelo sobre su boca y las últimas sílabas de sus palabras se le empastan con la baba que retira. Las mujeres se quedan calladas otro instante, el gato va de una a la otra. Isabel se levanta y enciende un velador que da una luz que, Elena sabe, no hace falta. Qué absurdo que usted pensara que yo me sentía en deuda con su hija, qué absurdo que durante veinte años usted creyera algo tan distinto de lo que yo creo, y que yo siguiera mi vida y usted la suya, construyendo el pasado, construyendo ese día, esa tarde, como si no hubiéramos estado juntas en el mismo lugar y en el mismo tiempo. Absurdo, sí, dice Elena, Rita es arrebatada, era arrebatada, pero gracias al arrebato de mi hija usted tuvo a la suya, no hay mal que por bien no venga, dice, pero Isabel la interrumpe, nunca entendí ese dicho, Elena, ¿cuál es el bien y cuál el mal al que se refiere?, y en tal caso, si nos pusiéramos de acuerdo en eso, ¿es el mal el que viene por el bien o el bien por el mal?, otra vez confunde todo, y me hace confundir a mí, me hace pensar, le dice Elena, yo no quería ser madre, dice Isabel veinte años después, usted creía que no quería, corrige ella, yo nunca quise, insiste la mujer, usted lo pensaba sin tener el bebé en brazos, pero cuando lo tuvo sobre su cuerpo, cuando le dio el pecho, usted, Elena no puede terminar su frase porque Isabel la corta para decir, nunca pude darle el pecho, mi pecho estaba vacío, lo siento, dice Elena, no lo sienta, yo no quería ser madre, lo quisieron los demás, mi marido, el socio, su hija, usted, mi cuerpo creció nueve meses y nació Julieta, la obligaron a cargar con una madre que no quería serlo, dice la mujer, Elena insiste, pero hoy que la ve, hoy que está ahí, y vive en su casa y la llama mamá, no me llama mamá, me llama Isabel, ella siempre supo, no hizo falta decirle, yo hice lo que pude, cumplí con mi deber, le di de comer, la llevé al colegio, le compré ropa, le festejé sus cumpleaños, hasta la quise de alguna extraña manera, ella es una buena persona, es fácil quererla, pero nunca pude sentirla mi hija, su padre sí, él fue siempre su padre y su madre de algún modo también, él es el que saca las fotos y las manda cada fin de año, él y su socio, el padrino de Julieta, con quien comparte la clínica y otros asuntos, ellos son sus padres, yo soy otra cosa, algo que no tiene nombre, alguien que le tiene aprecio como se le puede tener a una amiga, o a una vecina o a una compañera de cuarto o de viaje, eso somos, ¿sabe?, compañeras de viaje, pero yo no sé qué siente una madre porque no lo soy, ¿qué siente una madre, puede decirme, Elena? Pero Elena no puede hablar, tiembla, como nunca antes lo había hecho, quisiera no escuchar a esa mujer que le habla, levodopa, dopamina, Ella, la puta, Mitre, 25 de Mayo, Moreno, Banfield, Lanús, Lupo, el hipódromo, repite, mezcla, combina palabras que ya ni sabe qué nombran, y aún en medio de su rezo, perdida, escucha a Isabel que dice, no fui madre por más que me hayan obligado a serlo, sería bueno que después de veinte años, al fin, usted también lo entendiera. La mujer se acerca a la chimenea, toma la foto donde aparece con su marido y su hija y se la acerca a Elena, esto es lo que somos, una foto, un instante retratado para los demás. Elena mira la foto que ya conoce, trata de entender, busca la falla, tal vez la sonrisa de Isabel en la imagen no signifique lo que siempre significa una sonrisa, o tal vez sus brazos cruzados debajo de su pecho quieran decir algo que no entiende, o quiera decir algo su mirada tardía, una mirada que llega después de las otras, un instante después de que la máquina obturó, desde otro lugar u otro tiempo. Elena deja la foto en el sillón, junto a ella, intenta pararse pero no puede, quiere irse de esa casa donde no encuentra lo que busca para volver a la suya, repetir el camino en sentido contrario, Olleros, Libertador, hipódromo, pero no puede, se confunde, se equivoca, ni siquiera puede pararse, tiembla. Isabel se acerca y dice, ¿la ayudo?, sería inútil, contesta Elena, tengo que esperar, entonces espere, yo no tengo apuro, dice la mujer, y Elena aclara, vamos a tener que esperar juntas. Isabel se la queda mirando y luego dice, parece que es lo que estuvimos haciendo todos estos años. Las dos quedan en silencio otra vez. Elena sabe que Isabel la está mirando, sabe qué mira, ella a su vez inspecciona las piernas de esa mujer que la observa, surcadas por pequeñas venas azules como telas de arañas. Isabel se da cuenta y las corre a un costado. Qué distinto resultó todo, dice Elena, ¿distinto de qué?, de lo que siempre creí, distinto de lo que me hizo recorrer el camino hasta su casa, si hubiera sabido no habría venido. Isabel agacha la cabeza para encontrar con sus ojos los de Elena pero Elena le rehúye, entonces ella no la obliga a mirada, se incorpora y después dice, no crea, a lo mejor habría venido de todos modos. Usted me confunde, dice otra vez Elena, y corre la mirada de un lugar a otro de la habitación buscando no sabe qué. Isabel se acomoda en el sillón frente a ella, aquella tarde su hija me dijo que si me hacía un aborto oiría el resto de mi vida el llanto de un bebé en mi cabeza, pero ella no se había hecho un aborto, ella no sabía, repetía lo que alguien le había dicho, tal vez un hombre, tal vez no, alguien que creía saber. Me gustaría haber hablado con su hija antes de que muriera y contarle lo que oía en mi cabeza cada día de mi vida desde aquél, ese en el que en medio de un vómito ella me arrastró a su casa. Elena, a pesar de la confusión, hace un esfuerzo por escucharla, por seguir lo que dice la mujer que tiene frente a ella, se concentra, aprieta la cara para
entender esas palabras que le llegan borradas, pero apenas oye parte de lo que Isabel dice, si lo lograra, si pudiera oír todo lo que la otra tiene para contar la escucharía decir, no sé qué siente una mujer que se hace un aborto pero sí sé lo que siente una mujer que no quiso ser madre y lo fue, ¿sabe qué, Elena?, la culpa de sus pechos vacíos, y el dolor por esa mano que se estira pidiendo la suya y la suya, aunque la tome, no quiere tocarla, siente no saber acunar, ni arropar, ni mecer, ni entibiar, ni acariciar, y la vergüenza de no querer ser madre, porque todos, los que dicen saber, aseguran que una mujer tiene que querer ser madre. La mujer hace una pausa para acomodarse el cabello que le cae sobre la frente y se seca el sudor con la mano. Elena aprieta el pañuelo abollado pero no se lo ofrece porque sabe que ese trapo con el que seca su baba no es digno de ser compartido. Como su hija, que ni me conocía, su hija que no se atrevió a ser madre pero dispuso de mi cuerpo como si fuera de ella, así como hoy usted, que no vino a saldar una deuda sino a cometer el mismo delito, veinte años después. La mira y repite, usted vino a usar mi cuerpo. Yo no, dice Elena, ¿no acaba de decir eso hace unos minutos?, no, no vine a eso, pero eso es lo que dijo, no sé qué dije, debería saberlo, usted me confunde, ¿a qué vino a mi casa, señora?, me hace confundir, si no vino eso, ¿a qué vino?, dígalo de una buena vez, y después váyase. Elena no logra ver sus ojos pero sabe que la mujer llora, lo sabe por como se mueven sus piernas, como si temblaran. Ahora es ella la que decide concederle tiempo a la otra. Mira otra vez la alfombra, los pies de Isabel se rozan uno con el otro, como si se acariciaran. Deja los pies de la mujer y busca al gato pero no lo encuentra, sabe que tiene que decir algo, aclarar la ofensa, decir que no, yo no vine a eso, decir que ella no vino a cometer ningún delito, que ella nunca en su vida cometió delito alguno, pero no puede, no logra pensar con claridad, no sabe. Ya no sabe. Entonces es Isabel quien continúa y repite por tercera vez, llorando, la pregunta que todavía ninguna de las dos puede responder, ¿a qué vino a mi casa? Elena se queda repitiendo las palabras de Isabel dentro de su cabeza, protegiéndose de ese llanto que no quiere escuchar, y como la marea tanta palabra sollozada vuelve al rey, y a la puta, a la levodopa y la dopamina, a las calles de atrás para adelante y de adelante para atrás, pero en el medio se equivoca, sabe que le faltan nombres, que se saltea más de los que quisiera, insiste, repite, se aturde, el llanto de Isabel no la deja encontrar el camino hacia su rezo, ni la dejan sus preguntas, ¿por qué está tan segura de que su hija no se suicidó? Porque llovía, carajo, se enoja Elena, y mi hija le tenía miedo a los pararrayos, tenía miedo de que el rayo cayera sobre ella, jamás se hubiera acercado a una iglesia un día de lluvia. Isabel la corrige, jamás no es una palabra aplicable a nuestra especie, hay tantas cosas que creemos que jamás haríamos y sin embargo, puestos en ese lugar, las hacemos. Elena siente un calor que sube por su cuerpo hasta hervirle la sangre, no sabe qué hacer, qué decir, o sí que sabe, piensa, golpearía a esa mujer que tiene delante de ella, la agarraría de los hombros y la sacudiría, y así agarrada le gritaría mirándola a los ojos, ¡callate!, ¡callate de una buena vez!, sin embargo por más que quiera no puede hacerlo, ni siquiera puede levantarse e irse, está ahí, en esa casa, atrapada en la trampa que ella misma se puso, condenada a escuchar lo que Isabel tiene para decirle, como una maldición. Sin embargo, lo irremediable de esa condena, lo que de inevitable tiene, es lo que hace que poco a poco el calor se diluya, su cuerpo se afloje, y ella vuelva a ser una mujer doblada, con la cabeza gacha, que escucha lo que otra mujer tiene para decirle. Isabel se seca las lágrimas con las manos, y las manos con la pollera, respira hondo para asegurarse de que ya no va a llorar, y luego dice, yo hubiera jurado que jamás me habría hecho un aborto, pero siempre pensé en esa posibilidad no estando embarazada, mi decisión estaba en mi cabeza no en mi cuerpo, sin tener nada dentro lo pensaba, hasta que lo tuve; cuando lo tuve, cuando fui a buscar el resultado del análisis y decía positivo, entonces dejé de pensar y supe por primera vez. Isabel la mira, espera que Elena diga algo, pero Elena todavía no puede decir, entonces sigue, uno confunde creer con saber, uno se deja confundir, cuando leí el resultado y vi positivo supe que lo que llevaba dentro no era un hijo, y tenía que solucionarlo lo antes posible. Elena se pasa el pañuelo por la cara como si ella también traspirara, siente el trapo húmedo recorriéndola. Isabel le dice, a usted le podrían haber contado muchas veces lo que es estar enferma de Parkinson, con palabras precisas, gráficos, cuadros, pero usted sólo supo de verdad cuando la enfermedad estuvo metida en su cuerpo. Uno no puede imaginarse el dolor, la culpa, la vergüenza, la humillación. Uno recién sabe frente a la vida, la vida es la gran prueba de nosotros mismos. La mujer se para y va hacia la ventana, mira hacia fuera, si Elena pudiera ver, vería la copa de un árbol que revienta de hojas nuevas y verdes pero como no ve, se pregunta qué mira esa mujer a través de la ventana. Nunca estuve enamorada de mi marido, sabe, nos casamos vírgenes los dos, las primeras noches no pude abrirme para hacer el amor con él, no pudimos, recién tres meses después de casados lo logramos, con violencia, él me abría las piernas y decía, las vas a abrir, como sea las vas a abrir, tuve moretones por varios días, y dolor, un dolor que me duró mucho tiempo, no fue sólo esa noche, siguió hasta que quedé embarazada y después nunca más me tocó, hace veinte años que no me toca, ¿le molesta que le cuente?, y a Elena le molesta mucho menos el dolor de esas piernas abiertas que el suyo, pero no lo dice, sólo hace un gesto con la mano para que la mujer continúe. Salen con su socio, se van de viaje, es su confidente, mi marido lo eligió padrino de Julieta, es el que aparece junto a ella en esa foto sobre la chimenea. Isabel va hacia la chimenea y busca la foto, se la queda mirando un instante y luego se la alcanza a Elena, al sillón que ocupa. Elena toma el retrato y lo mira, él, dice Isabel. Las mujeres se quedan otra vez en silencio. Elena no sabe qué hacer con la foto que tiene en la mano, busca la otra, la que miró antes, aquella donde el hombre, el padre de Julieta, abraza a las dos mujeres, junta los dos portarretratos uno sobre el otro y se los da a Isabel que sin mirarlos los deja otra vez sobre la chimenea, los acomoda respetando el lugar donde estaban, el ángulo, la distancia. Aquella noche en que mi marido me tomó por la fuerza él estaba ahí, no lo vi, la habitación estaba a oscuras, pero estoy segura de que estaba ahí, Marcos solo no se habría atrevido, no habría podido. Isabel vuelve a sentarse en su lugar, frente a Elena. También estaba acá aquella tarde en que ustedes me trajeron de vuelta, no me hagan entrar, les rogué. Él ayudó a mi marido a mantenerme controlada los nueve meses de embarazo, me tuvieron casi presa, sedada, con una acompañante terapéutica todo el día, como si estuviera loca, estás loca, me decían, y otra enfermera durante la noche, velando mi sueño, ellos dispusieron todo y yo dejé que lo hicieran, nunca fui una mujer fuerte, la única fuerza que logré juntar fue la que aquella tarde en que nos conocimos me llevó a ese lugar cerca de su casa, ¿quién es esta mujer, Rita?, ¿por qué volviste?, fue un llamado, mamá. Una enfermera que trabajaba en la clínica de mi marido me pasó el dato, me vio llorar la mañana en que fui a verlo con los resultados del análisis, seguramente también escuchó los gritos, él ya lo sabía, le habían avisado del laboratorio, en ese ambiente también hay informantes que trabajan para quienes tienen algún poder, fui a rogarle, a decirle que yo no quería tener un hijo, me dio una cachetada, dijo que se avergonzaba de mí, que no me repudiaba por respeto a lo que llevaba dentro, salí al pasillo y quise andar pero no podía, me senté en un sillón, entonces fue cuando se acercó esa mujer, la enfermera, y sin decir nada metió en mi bolsillo un papel con una dirección y un nombre: Olga. Nunca fui una mujer fuerte, la fuerza que junté la perdí aquella tarde en que nos conocimos usted y yo. Elena todavía tiembla, Isabel se le acerca y aunque no dice nada, ella escucha dentro de su cabeza su voz repitiendo una y otra vez, ¿a qué vino?, una voz que da vueltas y le desordena la suya, la que ya ni siquiera puede recitar las calles que la llevarán de regreso a su casa. Un día, cualquier día, el día en que su hija me encontró vomitando en una vereda, o el día en que su hija apareció muerta en el campanario de una iglesia, o el día de hoy, la vida nos pone a prueba, ya no es la puesta en escena en un teatro imaginario. Ése es el día en que se nos produce la verdadera revelación, estamos solos, cara a cara con nosotros mismos, ese día no hay mentira que valga. La mujer va otra vez a la ventana, acomoda la cortina, desata el moño que hace de agarradera y lo vuelve a atar. Isabel mira a Elena, mira a esa mujer que no responde, a la mujer de cabeza gacha que no puede levantarse para mirada a la cara, se acerca, la espera, se queda a su lado sin decir nada el tiempo que cree que hace falta para que ella también pueda decir. Llovía, dice Elena cuando puede, pero Isabel no se permite ser piadosa y contesta, no discutamos la lluvia, es lo que tengo, entonces no tiene nada, ¿qué pretende de mí?, se enoja otra vez Elena e Isabel le aclara, yo no pretendo nada, es usted la que vino a mi casa, me confunde, dice Elena, me hace confundir todo. Isabel la espera una vez más, le da otro tiempo y recién cuando cree que podrá escucharla dice, yo necesité que la menstruación se retirara y que el resultado del laboratorio diera positivo para saber, por qué no piensa qué prueba le habrá puesto la vida por delante a su hija para que a pesar de creer que jamás se acercaría a una iglesia un día como ése, lo haya hecho, haya decidido caminar bajo los rayos y los truenos que según ella podían matarla, tal vez hasta haya buscado precisamente eso, lo que temía, que uno de esos rayos la partieran al medio, y al no conseguirlo, al llegar mojada pero viva a ese lugar que le mintió, eligiera subir al campanario, intentara hacer un nudo que nunca sospechó que sabía hacer, se pusiera una soga al cuello y se colgara.