Apareció Rita en el marco de la puerta y dijo sin gritar, dejaste la hornalla prendida, va arder la casa, y avanzó pero no fue a apagar el fuego sino a sentarse delante de su plato vacío. Elena, desde esa posición, no pudo ver sus ojos rojos. Se acercó a su hija y le puso los folletos delante, fijate lo que nos dio Benegas, hija, algunas cosas pueden, no terminó la frase, Rita le sacó los folletos de la mano con violencia, los tuvo delante de ella un instante, sin leerlos, sólo apretando la mano con fuerza y dejando que sobre esos papeles que sabía inútiles se apoyara la mirada de sus ojos rojos y huecos, ya basta, mamá, dijo, basta, se paró y avanzó hacia la hornalla encendida, levantó el fuego a máximo, acercó los papeles y los hizo arder. Cuando la llama estaba a punto de quemar su mano los dejó caer, los papeles abrasados de fuego flamearon en el aire hasta terminar ardiendo sobre el piso de mosaico verde, junto a los fideos crudos que un rato antes se le habían caído a su madre.
Rita, inmóvil, los miró arder, crepitar la llama, bailar ardiendo hasta cambiar de color, derretirse, convertirse en cenizas, y por fin, irse al lugar donde va el fuego cuando se apaga.
Elena toma la pastilla que le toca y espera, sentada en el sillón de la casa que salió a buscar esa mañana, con un gato que acaba de conocer sentado a sus pies y una mujer que sólo vio una tarde hace veinte años esperando con ella. Tiene la pastilla en la boca, la siente a medio camino, con la esperanza de que baje lo que falta. Mientras tanto no puede decir nada porque al abrir la boca para decir, la pastilla subiría el tramo que bajó y tendría que empezar todo el trámite otra vez. Muda, mira las piernas de la mujer que salió a buscar esa mañana y aunque no dice palabra le pide unos minutos más, los necesarios hasta que la levodopa se disuelva y su cuerpo se pueda poner en marcha para desandar el camino que la trajo hasta su casa. Isabel entiende su gesto o su mirada, tómese el tiempo que necesite, ya le dije que no tengo apuro. Elena cierra los ojos e intenta pensar las palabras que siempre la acompañan, pero se confunde una vez más, se le mezclan, se pregunta si en caso de que estuviera sola podría contar calles, las que tiene que andar hasta el tren que la llevará de regreso, y también las otras, las que separan la estación de ferrocarril de su casa, de adelante para atrás y de atrás para adelante, una, dos, cien veces, se pregunta si podría decir su rezo incluyendo al rey derrocado y al emperador sin traje, al chasqui y a la puta; el cleido mastoideo, la sustancia nigra, la puta y la levodopa. Pero no cuenta ni reza porque sola no está y todo se le mezcla, además si pierde el orden se pone nerviosa, entonces la medicación tarda más en hacer efecto. Respira, ya casi no tiembla. La mujer le sirve otra taza de té y fabrica una pajita con el resto que queda en la bandeja como la vio hacerla a Elena, la rasga con el cuchillo, la coloca en la taza, luego se acerca, se arrodilla frente a ella y le pone la taza sin plato entre las manos. Elena la toma y aunque no bebe mueve la cabeza como si dijera gracias, y espera que la mujer se vaya, pero Isabel no vuelve a su sitio, permanece allí, sentada en el piso junto al gato, para poder mirar a Elena de frente, a la cara, a los ojos. La pastilla finalmente desanda el camino que le falta y se disuelve, entonces Elena libera su boca y su garganta, bebe té y luego dice, yo la quise y ella me quiso, ¿sabe?, no lo dudo, dice Isabel, a nuestro modo, aclara Elena, pero para la otra no hace falta aclaración por eso dice, siempre es a nuestro modo. El gato maúlla entre las dos mujeres. ¿Habré sido una buena madre?, quién puede saberlo. Isabel acaricia al gato, y el gato se le ofrece, se menea, se curva, ayuda a la caricia, la alarga, impide que termine. Elena los mira y estira la mano para hacer lo mismo pero no llega, su brazo queda colgando, en el aire, vacío. Trae otra vez el brazo junto a ella. Llovía, le dice. Tal vez, le contesta la mujer. Mi hija fue aunque llovía, su hija fue porque llovía y porque había algo que la asustaba más que la lluvia. Yo, se acusa Elena. Isabel la mira, y dice, el cuerpo de los otros, a veces, asusta. Elena estira la mano otra vez en dirección al gato, y esta vez el gato la ayuda alargando la cabeza hacia ella. Las manos de las dos mujeres acarician el mismo animal. ¿Cree que Rita pensaría que iba a heredar mi enfermedad?, le pregunta, no, creo que no podía tolerar que usted la tuviera, nunca me lo dijo, a veces es más fácil gritar que llorar, me habría gustado que Rita estuviera hoy acá, que supiera, dice Elena pero Isabel corrige, debe haber sabido, cuando sintió que no quería vivir más, después del asombro y la decepción, debe haber sabido. El gato va de una a la otra, ellas lo comparten. Yo sí quiero vivir, ¿sabe?, a pesar de este cuerpo, a pesar de mi hija muerta, dice y llora, sigo eligiendo vivir, ¿será soberbia?, hace un tiempo me dijeron que yo era soberbia, no le crea a la gente que nos pone nombre, Elena. Isabel toma el gato y se lo acerca, se lo pone sobre la falda, Elena lo recibe, lo acaricia y el gato se retuerce sobre su regazo. ¿Le gustan los gatos?, le pregunta Isabel, no sé, le contesta ella y la mujer le dice, al menos sabemos que al gato le gusta usted. Elena se sonríe y llora al mismo tiempo, parece que le gusto, sí. ¿Qué va hacer ahora?, le pregunta la mujer y Elena quisiera responderle, quisiera decir, vaya esperar para después ponerme a andar, pero son tantas las palabras que llegan a su cabeza al mismo tiempo, que se enredan, se mezclan, se estrellan una contra otra, y terminan perdidas o muertas antes de que Elena pueda pronunciadas, entonces no dice, no responde, no sabe, o porque ahora sí sabe, no dice, no responde, sólo acaricia ese gato. Eso es todo por hoy, acariciar un gato. Tal vez mañana, cuando abra los ojos y tome su primera pastilla del día. O cuando tome la segunda. Tal vez.
CLAUDIA PIÑEIRO Nació en el Gran Buenos Aires, en 1960. Es escritora, guionista de TV y colaboradora de distintos medios gráficos, y su obra literaria, teatral y periodística ha obtenido diversos premios nacionales e internacionales.
Ha publicado los relatos para chicos
Un ladrón entre nosotros
(2005), Premio Iberoamericano Fundalectura—Norma 2005 de Colombia, y
Serafín
,
el escritor y la bruja
(2000), que fue traducido a varias lenguas.
Su obra de teatro
Cuánto vale una heladera
fue estrenada en el marco del ciclo Teatro X la Identidad 2004 y publicada por el Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología. Su drama
Un mismo árbol verde
ha sido candidato a los premios Florencio Sánchez y María Guerrero. Es autora también de las novelas
Tuya
(2005) y
Las viudas de los jueves
, que recibió el Premio Clarín de Novela 2005 otorgado por un jurado compuesto por José Saramago, Rosa Montero y Eduardo Belgrano Rawson. Este libro está siendo traducido a varios idiomas y ha sido leído ya por cientos de miles de personas en distintas partes del mundo.