Elogio de la Ociosidad y otros ensayos (21 page)

¿Qué hemos de hacer, pues, con los niños para adaptarlos a un mundo en el que existe la muerte? Hemos de conseguir tres objetivos muy difíciles de combinar: 1º No debemos crear en ellos el sentimiento de que la muerte es un tema del que no queremos hablar, o en el que no queremos que piensen. Si les damos esa impresión concluirán que hay un interesante misterio y pensarán más en la muerte. En este punto, es aplicable la moderna posición familiar en educación sexual. 2º Hemos de actuar, sin embargo, de modo de evitar en lo posible que piensen mucho o muy a menudo en el tema de la muerte; contra esta monomanía podemos aducir las mismas objeciones que se aducen contra la monomanía pornográfica; es decir, que reduce la eficiencia, impide un desarrollo completo y lleva a una conducta insatisfactoria tanto para la persona afectada como para los demás. 3º No debemos confiar en generar en nadie una actitud satisfactoria con respecto al tema de la muerte sólo por medio del pensamiento consciente: más particularmente, ningún bien hacen las creencias que tratan de demostrar que la muerte es menos terrible de lo que podría ser, cuando —como es lo corriente— no penetran bajo el nivel de lo consciente.

Para llevar a efecto estos diversos objetivos, tendremos que adoptar métodos algo distintos, de acuerdo con la experiencia del niño o del joven. Si no muere nadie íntimamente relacionado con el niño, resulta bastante fácil conseguir que acepte la muerte como un hecho corriente, de no muy gran interés emocional. En tanto la muerte es abstracta e impersonal, habría que mencionarla en el tono en que se habla de las cosas prácticas, y no en el de las cosas terribles. Si el niño pregunta: «¿Me moriré?», deberemos contestarle: «Sí; pero probablemente dentro de mucho tiempo». Es importante evitar todo sentimiento de misterio en relación con la muerte. Debería incluírsela en la misma categoría que la rotura de un juguete. Pero, ciertamente, lo más deseable es hacerla aparecer, si es posible, como algo muy remoto mientras los niños son pequeños.

Cuando muere alguien importante para el niño, la cuestión es diferente. Suponed, por ejemplo, que pierde un hermano. Los padres sufren y, aunque puedan no querer que el niño sepa cuánto sufren, es normal y necesario que el niño perciba
algo
de lo que padecen. El afecto natural es de la mayor importancia, y el niño debe darse cuenta de que sus mayores lo sienten. Además, si, gracias a un esfuerzo sobrehumano, consiguen ocultar su pena al niño, éste puede pensar: «No les importaría tampoco que yo me muriera». Tal pensamiento podría suscitar toda clase de elucubraciones morbosas. Por tanto, aunque la impresión producida por un acontecimiento tal es peligrosa cuando tiene lugar en la última infancia —en la primera infancia no sería muy profundamente sentida—, si la desgracia ocurre, no debemos minimizaría demasiado. El tema no debe ser evitado ni sobrevalorado; debe hacerse lo posible, sin ninguna intención demasiado obvia, por crear nuevos intereses y, sobre todo, nuevos afectos. Creo que un afecto muy intenso por alguien, en un niño, es, con frecuencia, señal de algo malo. Un afecto de tal naturaleza por uno de los padres puede surgir si el otro es desabrido, o puede orientarse hacia el maestro si ambos padres son poco cariñosos. Generalmente, es un producto del temor; la persona objeto del afecto es la única que da un sentimiento de seguridad. Un afecto de esta clase en la niñez no es saludable. Si existe, la muerte de la persona amada puede destrozar la vida del niño. Aun cuando parezca exteriormente que todo está bien, todo amor posterior estará lleno de terror. El esposo —o la esposa— y los hijos se verán importunados por una desmesurada solicitud y, cuando se dediquen simplemente a hacer su propia vida, serán tenidos por crueles. Un padre no debería, por tanto, sentirse satisfecho de ser el objeto de un cariño de esta clase. Si el niño disfruta de un ambiente en general amistoso y es feliz, podrá sobreponerse sin muchos padecimientos al dolor de cualquier pérdida que pudiera sobrevenirle. El impulso de vida y la esperanza deben ser suficientes, supuesto que existan las oportunidades normales de desarrollo y felicidad.

Durante la adolescencia, sin embargo, hay necesidad de algo más positivo, en cuanto se refiere a una actitud hacia la muerte, para que la vida de adulto sea satisfactoria. El adulto deberá pensar poco en la muerte, tanto en la propia como en la de las personas a las que ama, y no porque deliberadamente vuelva sus pensamientos a otras cuestiones, porque éste es un ejercicio inútil que nunca tiene verdadero éxito, sino a causa de la multiplicidad de sus intereses y actividades. Cuando piense en la muerte, es mejor que lo haga con cierto estoicismo, pausadamente y con calma, sin tratar de reducir la importancia del tema, sino con cierto orgullo de sobreponerse a la idea. El principio es el mismo que en el caso de cualquier otro terror: la contemplación resuelta del objeto terrorífico es el único tratamiento posible. Hemos de decirnos a nosotros mismos: «Bien, sí; puede suceder. ¿Y qué?». Hay personas que llegan a esto en el caso de la muerte en batalla, porque entonces están firmemente persuadidas de la importancia de la causa a la que entregan su vida o la vida de alguien que les es querido. Siempre es de desear algo de este modo de sentir. Un hombre siempre debería darse cuenta de que hay asuntos importantes por los que vive, y que su muerte, o la muerte de su mujer o de su hijo, no pone punto final a todo lo que para él tiene interés en el mundo. Si esta actitud ha de ser sincera y profunda en la vida del adulto, es necesario que, en la adolescencia, el joven se sienta arder de generoso entusiasmo y que edifique su vida y su carrera en torno de ello. La adolescencia es la edad de la generosidad, y debe emplearse en la formación de hábitos generosos. Ello puede conseguirse por la influencia del padre o del profesor. En una sociedad mejor, la madre sería a menudo la encargada de hacerlo; pero, por lo común, las vidas de las mujeres en la actualidad determinan el que sus perspectitivas sean demasiado personales y no lo bastante intelectuales para lo que yo tengo en el pensamiento. Por esta misma razón, los adolescentes —las muchachas tanto como los jóvenes— deberían, como norma, tener hombres entre sus profesores, hasta que surja una nueva generación de mujeres, más impersonales en sus intereses.

El lugar del estoicismo en la vida ha sido, tal vez, un tanto subestimado en los últimos tiempos, particularente por los educadores progresistas. Cuando el infortunio nos amenaza, hay dos modos de afrontar la situación: tratar de evitar la desgracia o decidir recibirla con entereza. El primer método es admirable, cuando es posible sin cobardía; pero el segundo es necesario, más tarde o más temprano, para quien no esté dispuesto a ser esclavo del miedo. Esta actitud constituye el estoicismo. Para un educador, la gran dificultad radica en el hecho de que el infundir estoicismo en los jóvenes proporciona una salida al sadismo. En el pasado, las ideas respecto de disciplina eran tan feroces, que la educación se convirtió en un canal para el desahogo de los impulsos de crueldad. ¿Es posible imponer el mínimo necesario de disciplina sin llegar a hallar placer en hacer sufrir a los niños? Las personas chapadas a la antigua negarán, por supuesto, que sienten tal placer. Todo el mundo conoce la historia del muchacho cuyo padre le decía, mientras le pegaba con un bastón: «Hijo mío, esto me duele a mí más de lo que pueda dolerte a ti», a lo que respondió el muchacho: «Entonces, padre, ¿quieres que sea yo el que te pegue?». Samuel Butler, en
The way of all flesh
, ha descrito de forma tal los placeres sádicos de unos padres severos, que convence a cualquier estudiante de psicología moderna. ¿Qué hemos de hacer, pues, respecto de esto?

El miedo a la muerte es solamente uno de los muchos que pueden tratarse mejor con el estoicismo. Allí están el miedo a la pobreza, el miedo al dolor físico, el miedo al parto, que es muy común entre las mujeres de las clases acomodadas. Todos estos temores son enervantes y más o menos ridículos. Pero si adoptamos la teoría de que la gente no debería preocuparse por tales cosas, nos inclinaríamos también a adoptar la teoría de que no es necesario hacer nada para mitigar los males. Durante mucho tiempo se ha pensado que las mujeres no debían ser anestesiadas para el parto; en el Japón este criterio persiste hasta hoy. Los médicos varones sostenían que la anestesia sería perjudicial; no había ninguna razón en favor de este punto de vista, motivado, sin duda, por un inconsciente sadismo. Pero cuanto más se fueron mitigando los dolores del parto, tanto menos dispuestas estuvieron las mujeres ricas a soportarlos; su coraje ha disminuido mucho más de prisa de lo que era menester. Evidentemente, debe haber un equilibrio. Es imposible hacer suave y agradable la vida toda, y, por tanto, los seres humanos deben ser capaces de adoptar una actitud apropiada a los aspectos desagradables; pero hemos de tratar de conseguirlo con el mínimo posible de incentivo a la crueldad.

Quienquiera que haya de tratar con niños, pronto se da cuenta de que un exceso de benevolencia constituye un error. Demasiado poca constituye, por supuesto, un error peor, pues en esto, como en todo lo demás, los extremos son malos. Un niño que invariablemente se ve tratado con benevolencia, llorará y llorará por cualquier insignificancia; el adulto medio alcanza algún dominio de sí mismo solamente por el conocimiento de que no va a recibir ningún consuelo aunque arme un escándalo. Los niños comprenden muy rápidamente que a veces un adulto un poco severo es mejor para ellos; su instinto les dice si una persona los quiere o no, y de aquellos por quienes se sienten queridos soportan cualquier rigor motivado por un verdadero deseo de formarlos convenientemente. De modo que, en teoría, la solución es sencilla: inspírense los educadores en el sabio amor y harán lo que debe hacerse. En la práctica, sin embargo, el asunto es más complicado. La fatiga, los disgustos, las preocupaciones, la impaciencia, acosan al padre o al maestro, y es peligroso tener una teoría pedagógica que permita al adulto desfogar estos sentimientos sobre el niño en nombre de su futuro bienestar. A pesar de todo, si la teoría es verdadera, hemos de aceptarla, poniendo ante la conciencia del padre o del maestro los peligros, de modo que pueda hacerse todo lo posible para prevenirse contra ellos.

Podemos resumir ahora las conclusiones sugeridas por la discusión que antecede. Con respecto a los riesgos dolorosos de la vida, no hemos de evitar ni imponer el conocimiento de los mismos a los niños; les alcanzará cuando las circunstancias lo hagan inevitable. Las cosas dolorosas, cuando hayan de ser mencionadas, deberán tratarse con sinceridad y sin emoción, excepto cuando haya una muerte en la familia, en cuyo caso sería contranatural ocultar la tristeza. Los adultos deben exhibir en su conducta cierto alegre coraje, que los jóvenes adquirirán inconscientemente de su ejemplo. Durante la adolescencia, deberemos poner ante los jóvenes grandes ideales de carácter impersonal y conducir su educación de modo de inculcarles la idea —por sugerencia, no por exhortaciones explícitas— de vivir al servicio de objetivos externos. Se les deberá enseñar a soportar el infortunio, cuando llegue, recordando que sigue habiendo cosas por las que vivir; pero no deberán cavilar acerca de posibles infortunios, ni aun con el propósito de prepararse contra ellos. Aquellos cuya ocupación es el trato con los jóvenes deberán mantener una estrecha vigilancia sobre sí mismos, para no derivar un placer sádico del necesario elemento de disciplina en la educación; el motivo de la disciplina deberá ser siempre el desarrollo del carácter o de la inteligencia. Porque también el intelecto requiere disciplina, sin la cual nunca se alcanzaría la precisión. Pero la disciplina del intelecto es tema distinto y queda fuera del alcance del presente ensayo. Tengo una sola cosa más que decir, y es que la disciplina es mejor cuando surge de un impulso interior. Con objeto de que esto sea posible, es necesario que el niño o el adolescente ambicionen realizar algo difícil y estén dispuestos a esforzarse con tal fin. Tal ambición es sugerida generalmente por alguna persona de su medio; de modo que, aun la autodisciplina depende, a fin de cuentas, de un estímulo educacional.

Acerca de los cometas

Si yo fuera un cometa, debería considerar al hombre de nuestro tiempo como una raza degenerada.

En tiempos pasados, el respeto hacia los cometas era universal y profundo. Uno de ellos anunció la muerte de César; otro fue interpretado como indicador de la próxima muerte del emperador Vespasiano. Éste era un hombre de carácter, y sostuvo que el cometa debía de tener otra significación, puesto que tenía cabellera y él era calvo; pero fueron pocos los que compartieron este extremo de racionalismo. Beda el Venerable dijo que «los cometas presagian revoluciones en los reinos, pestes, guerras, vientos o calores». John Knox consideraba los cometas como pruebas de la ira divina, y otros protestantes escoceses pensaban que eran «una advertencia al rey para que exterminara a los papistas».

Norteamérica, y especialmente Nueva Inglaterra, tuvo su debida parte en la atención de los cometas. En 1652 apareció un cometa precisamente en el momento en que el eminente señor Cotton cayó enfermo, y desapareció a su muerte. Solamente diez años más tarde un nuevo cometa advirtió a los perversos habitantes de Boston que se abstuvieran de «la voluptuosidad y el abuso de las buenas criaturas de Dios por la licenciosidad en la bebida y en las modas del vestido». Mather, el eminente teólogo, consideraba que los cometas y los eclipses habían presagiado las muertes de algunos presidentes de Harvard y de algunos gobernadores coloniales, y recomendó a su rebaño que rogara al Señor que no «se llevara las estrellas y enviara cometas para sustituirlas».

Toda esta superstición fue disipada por el descubrimiento por Halley de que un cometa, al menos, giraba alrededor del sol en una elipse regular, igual que un juicioso planeta, y por la prueba de Newton de que los cometas obedecen a la ley de gravitación. Durante algún tiempo, los profesores de las universidades más anticuadas tuvieron prohibido mencionar estos descubrimientos; pero, a la larga, la verdad no pudo ser ocultada.

En nuestros días, es difícil imaginar un mundo en el que todos, pobres o ricos, educados o incultos, estaban preocupados por los cometas y se llenaban de terror cuando apareciera alguno. La mayoría de nosotros nunca ha visto un cometa. Yo he visto dos, pero eran mucho menos impresionantes de lo que yo había esperado. La causa del cambio en nuestra actitud no es únicamente el racionalismo, sino el alumbrado artificial. En las calles de una ciudad moderna, el cielo nocturno es invisible; en los distritos rurales, viajamos en vehículos con potentes faros. Hemos borrado los cielos, y sólo unos pocos científicos siguen atendiendo a las estrellas y los planetas, los cometas y los meteoritos. El mundo de nuestra vida diaria es más artificial que en cualquier época anterior. En ello hay un menoscabo, así como una ventaja: el hombre, en la seguridad de su poder, se está haciendo superficial, arrogante y un poco loco. Pero no creo que un cometa produjera ahora el saludable efecto moral que produjo en Boston en 1662; ahora sería menester una medicina más fuerte.

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