Elogio de la Ociosidad y otros ensayos (18 page)

Verdad
. En otros tiempos, la verdad era absoluta, eterna y superhumana. Yo mismo, cuando era joven, aceptaba este punto de vista, y dediqué una perdida juventud a la búsqueda de la verdad. Pero toda una hueste de enemigos se ha levantado para matarla: pragmatismo, conductismo, psicologismo, física de la relatividad. Galileo y la Inquisición no estaban de acuerdo en cuanto a si la tierra daba vueltas alrededor del sol o el sol daba vueltas alrededor de la tierra. Ambos coincidían en que existe una gran diferencia entre esas dos opiniones. El punto sobre el que estaban de acuerdo es aquel en que los dos estaban equivocados: la única diferencia estaba en las palabras. Antaño, era posible adorar la verdad; efectivamente, la sinceridad de la adoración se demostraba por la práctica del sacrificio humano. Pero es difícil adorar una verdad meramente relativa y humana. La ley de gravitación según Eddinton, es sólo una convención práctica de medida. No es más verdadero que otras convenciones, del mismo modo que no es más verdadero el sistema métrico decimal que el de pies y yardas.

La naturaleza y las leyes de la naturaleza yacen ocultas en la noche.

Dijo Dios: «Sea Newton», y facilitóse la medición.
[B]

Este sentimiento parece falto de sublimidad. Cuando Spinoza creía en algo, consideraba que estaba disfrutando del amor intelectual de Dios. El hombre moderno cree, o bien, con Marx, que está influido por motivos económicos, o bien, con Freud, que algún motivo sexual subyace a su fe en un teorema exponencial o en la distribución de la fauna en el mar Rojo. En ninguno de los dos casos puede disfrutar de la exaltación de Spinoza.

Hasta aquí, hemos estado considerando el cinismo moderno de una manera racionalista, como algo que obedece a causas intelectuales. Las creencias, sin embargo, como los psicólogos no se cansan de decirnos, rara vez están determinadas por motivos racionales, y lo mismo cabe decir respecto de la falta de creencias, aunque los escépticos olvidan a menudo este hecho. Es probable que las causas de cualquier escepticismo ampliamente extendido sean más sociológicas que intelectuales. La causa principal es siempre la concurrencia del bienestar con la falta de poder. Los dueños del poder no son cínicos porque son capaces de imponer sus ideas. Las víctimas de la opresión no son cínicas porque están llenas de odio, y el odio, como cualquier otra pasión intensa, implica una serie de creencias concomitantes. Hasta el advenimiento de la educación, de la democracia y de la producción en masa, los intelectuales tenían en todas partes una considerable influencia sobre la marcha de las cosas, que no disminuía en absoluto aunque les cortaran la cabeza. El intelectual moderno se encuentra en una situación completamente distinta. No le resulta nada difícil encontrar un buen empleo y grandes ingresos con tal de que esté dispuesto a vender sus servicios al estúpido rico, como propagandista o como bufón de corte. La consecuencia de la producción en masa y de la educación elemental es que la estupidez está más firmemente atrincherada que en ningún otro tiempo desde el comienzo de la civilización. Cuando el gobierno zarista mató al hermano de Lenin, no convirtió a Lenin en un cínico, porque el odio inspiró toda la actividad de una vida que finalmente alcanzó el éxito. Pero en los países más estables de Occidente rara vez se da una causa de odio tan poderosa, o tal ocasión de venganza espectacular. El trabajo de los intelectuales es ordenado y pagado por los gobiernos o por los ricos, cuyas aspiraciones parecen absurdas, si no perniciosas, a los intelectuales en cuestión. Pero una pizca de cinismo les permite ajustar sus conciencias a la situación. Existen, ciertamente, algunas actividades en las cuales los poderes existentes desean una obra por completo admirable; la principal de ellas es la ciencia, y la segunda es la arquitectura pública en Norteamérica. Pero si la educación de un hombre ha sido literaria, como es todavía el caso muy a menudo, éste se encuentra, a los veintidós años, con una considerable preparación que no puede emplear de ninguna manera que le parezca importante. Los hombres de ciencia no son cínicos ni siquiera en Occidente, porque pueden emplear sus mejores dotes con entera aprobación de la comunidad; pero en esto son excepcionalmente afortunados entre los intelectuales modernos.

Si este diagnóstico es acertado, el cinismo moderno no se puede curar con la simple prédica, ni poniendo ante los jóvenes ideales mejores que aquellos que sus pastores y maestros pescan en la herrumbrada armadura de las supersticiones gastadas. La cura se producirá solamente cuando los intelectuales logren dar con una ocupación que dé cuerpo a sus impulsos creadores. No veo otra prescripción sino la antigua, que preconizaba Disraeli: «Educar a nuestros maestros». Pero ha de haber para ello una educación más real que la que por lo común se da en nuestros días a los proletarios o a los plutócratas, y ha de haber una educación que tenga en cuenta los verdaderos valores culturales y no sólo el deseo utilitario de producir tantos artículos que nadie tenga tiempo de disfrutarlos. No se consiente a un hombre que practique la medicina a menos que sepa algo del cuerpo humano, pero se consiente a un financiero que opere libremente sin el menor conocimiento de los múltiples efectos de sus actividades, con la única excepción del efecto que tengan sobre su cuenta bancaria. ¡Qué agradable sería un mundo en el que no se permitiera a nadie operar en la bolsa a menos que hubiese pasado un examen de economía y poesía griega, y en el que los políticos estuviesen obligados a tener un sólido conocimiento de la historia y de la novela moderna! Imaginaos a un magnate enfrentado a la siguiente pregunta: «Si hubiera de establecer usted un monopolio triguero, ¿qué efectos tendría sobre la poesía alemana?». La causalidad en el mundo moderno es más compleja y remota en sus ramificaciones que nunca, debido al crecimiento de las grandes organizaciones; pero los que controlan estas organizaciones son hombres ignorantes que no conocen la centésima parte de las consecuencias de sus actos. Rabelais publicó su libro anónimamente por miedo a perder su puesto en la universidad. Un Rabelais moderno no escribiría jamás el libro, consciente de que su anonimato sería violado por los perfeccionados métodos de la publicidad. Los gobernantes del mundo siempre han sido estúpidos, pero nunca en el pasado fueron tan poderosos como lo son ahora. Por tanto, es más importante que nunca dar con algún sistema para asegurarnos de que sean más inteligentes. ¿Es insoluble este problema? No lo creo así, pero sería el último en sostener que la solución sea fácil.

Homogeneidad moderna

(Escrito en 1930)

El viajero europeo que visita los Estados Unidos —al menos, si puedo juzgar por mí mismo— se sorprende por dos peculiaridades: primera, por la extrema similitud de puntos de vista en todas las partes de los Estados Unidos (excepto en el viejo Sur), y segunda, el apasionado deseo de cada localidad por demostrar que es peculiar y distinta de todas las demás. La segunda está determinada, desde luego, por la primera. Cada lugar desea tener una razón de orgullo local, y fomenta, por tanto, todo cuanto sea distintivo en el campo de la geografía, de la historia o de la tradición. Cuanto mayor es la uniformidad que en la realidad existe, más vehemente se hace la búsqueda de diferencias que puedan mitigarla. El viejo Sur es efectivamente distinto por completo del resto de la nación; tan distinto, que uno se siente como si hubiese llegado a un país diferente. Es agrícola, aristocrático y está volcado al pasado, en tanto que el resto de los Estados Unidos es industrial, democrático y mira al futuro. Cuando digo que los Estados Unidos, menos el Sur, es industrial, pienso inclusive en las zonas dedicadas casi por completo a la agricultura, porque la mentalidad del agricultor norteamericano es industrial. Emplea mucha maquinaria moderna; depende estrechamente del ferrocarril y del teléfono; tiene plena conciencia de los distantes mercados a los que llegan sus productos; de hecho, es un capitalista que muy bien podría dedicarse a otros negocios. Un labrador como los que existen en Europa y en Asia es algo prácticamente desconocido en los Estados Unidos. Esto es una gran bendición para el país, y quizá su más importante superioridad en comparación con el Viejo Mundo, porque el labrador es en todas partes cruel, avaricioso, conservador e ineficiente. He visto naranjales en Sicilia y naranjales en California; el contraste representa un período de unos dos mil años. Los naranjales sicilianos están alejados del ferrocarril y de los barcos; los árboles son viejos, nudosos y bellos; los métodos de cultivo, los de la antigüedad clásica. Los hombres son ignorantes y semisalvajes, descendientes mestizos de esclavos romanos y de invasores árabes; la inteligencia para con los árboles que les falta la compensan con la crueldad para los animales. Junto a su degradación moral y su incompetencia económica, aparece un sentido instintivo de la belleza que nos recuerda constantemente a Teócrito y el mito del jardín de las Hespérides. En un naranjal californiano, el jardín de las Hespérides parece muy remoto. Los árboles son todos exactamente iguales, están cuidadosamente atendidos y convenientemente distanciados. Las naranjas, es cierto, no son todas del mismo tamaño, pero una maquinaria minuciosa las selecciona de modo que automáticamente vengan a resultar exactamente iguales todas las de cada caja. Viajan sometidas a un tratamiento apropiado, realizado por máquinas apropiadas, situadas en lugares apropiados, hasta que son introducidas en un apropiado camión frigorífico, en el que son transportadas al mercado apropiado. La máquina estampa en ellas la palabra «Sunkist», pero de otro modo nada habría que sugiriera que la naturaleza ha tenido parte en su producción. Aun el clima es artificial, porque cuando, de otro modo, hubiese de sufrir las heladas, el naranjal es mantenido artificialmente caliente por una capa de humo. Los hombres dedicados a este tipo de agricultura no se consideran, como los agricultores de otros tiempos, resignados sirvientes de las fuerzas naturales; por el contrario, se sienten los amos, capaces de doblegar las fuerzas de la naturaleza a su voluntad. No existe, por tanto, en los Estados Unidos la misma diferencia que en el Viejo Mundo entre los puntos de vista de los industriales y los de los agricultores. La parte importante del ambiente en los Estados Unidos es la parte humana; por comparación, la parte no humana cae en la insignificancia. Me aseguraban constantemente en California del Sur que el clima había convertido en lotófagos a los habitantes, pero confieso que no vi muestras de ello. Me parecieron exactamente iguales a los habitantes de Minneapolis o Winnipeg, aunque el clima, el panorama y las condiciones naturales de las dos regiones fuesen todo lo distintos que cabe. Cuando consideramos la diferencia entre un noruego y un siciliano y la comparamos con la similitud entre un hombre de Dakota del Norte —digamos— y un hombre de la California meridional, nos damos cuenta de la inmensa revolución que ha producido en los asuntos humanos el hecho de que hombre haya llegado a ser el amo, y no el esclavo del medio físico. Tanto Noruega como Sicilia tienen viejas tradiciones; tenían antiguas religiones precristianas que encarnaban las reacciones del hombre ante el clima, y cuando vino el cristianismo, inevitablemente, tomó formas muy distintas en cada país. Los noruegos temían al hielo y a la nieve; los sicilianos temían a la lava y a los terremotos. El infierno fue inventado en un clima meridional; si hubiese sido inventado en Noruega, hubiese sido frío. Pero ni en Dakota del Norte ni en California del Sur es el infierno una condición climática; en un sitio y en otro es una dificultad en el mercado de dinero. Esto ilustra la poca importancia del clima en la vida moderna.

Los Estados Unidos son un mundo hecho por el hombre; más aún: un mundo que el hombre ha hecho con maquinaria. No me refiero solamente al medio físico, sino también y en la misma medida a las ideas y a las emociones. Consideremos un asesinato realmente sensacional; el asesino, es verdad, puede ser primitivo en sus métodos; pero los que divulgan el conocimiento de su fechoría lo hacen sirviéndose de los últimos avances de la ciencia. No solamente en las grandes ciudades, sino en las granjas más solitarias de la pradera y en los campos mineros de las Rocosas, la radio difunde las últimas informaciones, de modo que la mitad de los temas de conversación en un día determinado son los mismos en todos los hogares del país. Mientras cruzaba las llanuras en el tren, tratando de no oír un altavoz que bramaba anuncios de jabón, un viejo granjero de rostro radiante se me acercó y dijo: «Hoy, adondequiera que vayamos, no podemos alejarnos de la civilización». ¡Ay! ¡Cuánta verdad! Trataba de leer a Virginia Woolf, pero los anuncios ganaron la partida.

La uniformidad en el aparato físico de nuestras vidas no sería asunto grave, pero la uniformidad en materia de pensamiento y opinión es mucho más peligrosa. Es, sin embargo, un resultado completamente inevitable de las modernas invenciones. La producción es más barata cuando se unifica y se hace en gran escala que cuando se divide en cierto número de pequeñas unidades. Esto vale tanto para la producción de opiniones como para la producción de alfileres. Las principales fuentes de opinión en los tiempos actuales son las escuelas, las iglesias, la prensa, el cine y la radio. La enseñanza en las escuelas elementales ha de hacerse inevitablemente más y más estandarizada cuanto mayor uso se haga de aparatos. Cabe suponer, creo, que tanto el cine como la radio representarán un papel rápidamente creciente en la educación escolar en el futuro próximo. Esto significa que las lecciones serán preparadas en un centro y serán exactamente las mismas allí donde el material preparado en este centro sea utilizado. Algunas iglesias, me dicen, envían todas las semanas un modelo de sermón a los menos educados de sus clérigos, quienes, si son gobernados por las leyes corrientes de la naturaleza humana, agradecerán, sin duda, el que se les evite la molestia de componer un sermón propio. Este sermón modelo, por supuesto, trata de algún tema candente del momento y tiene por finalidad levantar una ola de determinada emoción a todo lo largo y lo ancho del territorio. Lo mismo puede decirse, en más alto grado, de la prensa, que recibe en todas partes las mismas noticias telegráficas, y está en gran parte sindicada. Los juicios críticos acerca de mis obras, según he descubierto, son, excepto en los mejores periódicos, literalmente los mismos de Nueva York a San Francisco y de Maine a Tejas, salvo que se van haciendo más cortos a medida que nos desplazamos del nordeste al sudoeste.

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