Elogio de la vejez

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Ensayo

 

Este libro ofrece una recopilación de las consideraciones de Hermann Hesse sobre la vejez, esa etapa de la vida en la que las cosas y el entorno adquieren un agradable surrealismo, y en las que los recuerdos superan en veracidad a los acontecimientos reales. Para Hesse, que escribe con la perspectiva que dan los años, la vejez es ese tiempo de transición en el que, en busca de una especie de equilibrio ante los achaques del cuerpo, reactivamos «aquel tesoro en imágenes que llevamos en la memoria tras una vida larga, imágenes a las que, al reducir nuestra actividad, damos una dimensión muy diferente a la concedida hasta entonces. Personajes humanos, que ya no están sobre la Tierra, siguen viviendo en nosotros, nos pertenecen, nos proporcionan compañía y nos miran con ojos cargados de vida».

Hermann Hesse

Elogio de la vejez

ePUB v1.1

MayenCM
01.02.12

Título original:
Mit der Reife wird man immer jünger

1952© Herman Hesse
[*]

Imagen de la cubierta: detalle de
Charles Darwin and his wife at the piano
(anónimo)

Traducción: Claudio Gancho Hernández de la Huerta

UN PASEO EN PRIMAVERA

DE NUEVO LAS CLARAS lagrimillas están ahora en las yemas resinosas, los primeros pavones abren y cierran su noble vestidura aterciopelada a la luz del sol y los muchachos juegan con peonzas y canicas de piedra. Ha llegado la Semana Santa, llena a rebosar de cánticos y cargada de recuerdos con los colores crudos de los huevos de Pascua, con Jesús en el Huerto de Getsemaní, con Jesús en el Gólgota, con la Pasión según san Mateo, con los tempranos entusiasmos, los primeros enamoramientos y las primeras melancolías juveniles. Las anémonas cabecean sobre el musgo y los dientes de león brillan lustrosos a la orilla de los riachuelos que riegan la pradera.

Caminante solitario, no distingo entre los impulsos y presiones de mi interior y el concierto de la germinación, que con mil voces me rodea por fuera. Llego de la ciudad, tras un muy largo período de tiempo he vuelto a estar entre los hombres, me he sentado en una estación de ferrocarril, he visto cuadros y esculturas y he escuchado nuevas y maravillosas canciones de Othmar Schoeck. Ahora sopla sobre mi cara una agradable brisa ligera, como la que sopla sobre las anémonas ondulantes, y mientras suscita en mí enjambres de recuerdos como una polvareda, el aviso del dolor y la caducidad resuena en mí desde la sangre hasta la conciencia. ¡Piedra del camino, eres más fuerte que yo! Árbol de la pradera, me sobrevivirás, y quizá incluso tú, pequeña frambuesa, y hasta tal vez tú, anémona suavemente rosada.

Por un momento rastreo, más hondamente que nunca, la fugacidad de mi forma y me siento transportado al cambio, la piedra, la tierra, la frambuesa, la raíz del árbol. Mi sed se agarra a los signos del tránsito, a la tierra, al agua y al follaje marchito. Mañana, pasado mañana, pronto, muy pronto, yo seré tú, seré follaje, seré tierra, seré raíz, no escribas más palabras sobre el papel, no sigas oliendo el suntuoso barniz de oro, no sigas llevando en el bolsillo la cuenta del dentista, ni sigas dejándote atormentar por peligrosos funcionarios acerca del certificado de nacionalidad; tú, nube, nada en el azul; onda, fluye en el arroyo; brota, yema, en el arbusto; sumergido estoy en el olvido, sumergido estoy en la transformación mil veces deseada.

Diez y cien veces volverás todavía a prenderme, a hechizarme y encarcelarme, mundo de las palabras, mundo de las opiniones, mundo de los hombres, mundo del placer exaltado y de la angustia febril. ¡Mil veces me encantarás y aterrarás, con canciones cantadas en el batiente, con periódicos, con telegramas, con noticias fúnebres, con formularios de inscripción y con todos tus locos trebejos, tú, mundo repleto de placer y angustia, ópera encantadora rebosante de sin sentido melódico! Pero nunca más, ojalá así sea, te me perderás por completo, memorial de la caducidad, música pasionaria del cambio, disposición a morir, voluntad de renacimiento. Siempre volverá la Pascua, una y otra vez el placer se trocará en angustia y la angustia en redención, la canción de la caducidad me acompañará sin luto en mis caminos, rebosante de afirmación, rebosante de buena disposición, rebosante de esperanza.

1920

AGUZANDO LOS OÍDOS

Un sonido tan suave, un aliento tan nuevo

recorre el día sombrío,

tímido como un revuelo de pájaros,

tan delicado como un olor de primavera.

Desde las horas matinales de la vida

soplan los recuerdos,

como aguaceros de plata sobre el mar

tiemblan y pasan.

El hoy parece lejos del ayer

y cercano al largo olvido,

el mundo prehistórico y el tiempo fabuloso

están ahí como un jardín abierto.

Quizá despierte hoy mi bisabuelo,

que descansa desde hace mil años,

y al hablar ahora con mi voz

con mi sangre se calienta.

Quizá hay fuera un mensajero

y enseguida entrará a verme;

quizá aun antes que pase el día

ya me encuentre yo en mi casa.

FIN DEL VERANO

AQUÍ, AL SUR de los Alpes, ha habido un estío hermoso y resplandeciente, y desde hace dos semanas cada día he sentido un miedo secreto a que terminase lo que yo reconozco como el aditamento y el sabor oculto más fuerte de toda belleza. Temía sobre todo hasta el más leve indicio de tormenta, porque mediado agosto fácilmente puede desencadenarse cualquier tormenta, capaz de durar días y días, y para entonces ha terminado el verano, incluso cuando el tiempo se recupera. Precisamente aquí, en el sur, es casi la regla que alguna de tales tormentas doblegue la cerviz del estío hasta forzarlo a extinguirse y morir de forma rápida, violenta y brusca. Después, cuando las violentas sacudidas de alguna de tales tormentas, que se prolongan días enteros, pasan por el cielo, cuando los mil relámpagos, los inacabables conciertos de truenos, el salvaje y furioso derramarse de los templados arroyos de la lluvia se han evaporado y desaparecido, una mañana o una tarde por entre las nubes en ebullición asoma un cielo fresco y sereno del color más glorioso cargado con todo el otoño, y las sombras en el paisaje están un poco más marcadas y más negras, han perdido color y han ganado en perfiles, igual que un cincuentón, que todavía ayer parecía vigoroso y fresco y que después de una enfermedad, después de una desgracia, después de un desengaño, repentinamente tiene el rostro surcado de hilillos y en todas las arrugas han tomado asiento los pequeños signos de la erosión. Es terrible esa última tormenta veraniega y espantosa la agonía del verano, su feroz resistencia a tener que morir, su loca y dolorosa furia, su convulsión y encabritamiento, aunque todo resulta inútil y tras alguna violencia irremediablemente tiene que desaparecer.

Este año parece que el estío no va a tener ese final salvaje y dramático (aunque siempre es posible), esta vez parece que quiere morir con la muerte serena y lenta del anciano. Nada hay tan característico de estos días, en ningún otro indicio percibo tan íntimamente esa forma peculiar e infinitamente bella del final del verano como cuando, avanzada la tarde, regreso de un paseo o de alguna cena campesina con pan, queso y vino en alguna de las umbrías bodegas del bosque. Lo propio de esas tardes es la distribución del calor, el tranquilo y lento incremento de la frescura, del rocío nocturno, y la huida y resistencia tranquila e infinitamente dúctil del verano.

Esa lucha se deja sentir en mil ondas delicadas, cuando se camina dos o tres horas después de puesto el sol. Entonces en cada floresta densa, en cada soto, en cada cañada, todavía se concentra y esconde el calor del día, se mantiene tenazmente vivo durante toda la noche y busca cualquier hueco, cualquier reparo del viento. Para esas horas, en la cara occidental de las colinas, los bosques, magníficos almacenadores de calor, están cercados y mordidos por la fresca de la noche y no sólo cada depresión del terreno, cada cauce de arroyo, también cualquier tipo y densidad de arbolado se le manifiesta al caminante de forma precisa e infinitamente clara en los grados de calor. Exactamente igual que un esquiador al cruzar un terreno montañoso puede adivinar de un modo puramente sensible en sus rodillas balanceantes toda la configuración del campo, cada elevación y hundimiento, cada acanaladura longitudinal y transversal de la estructura montañosa, de modo que, tras alguna práctica, por esa sensación de las rodillas puede deducir durante la marcha la imagen completa de la falda de una montaña, exactamente igual leo yo aquí en la oscuridad profunda de la noche sin luna la imagen del paisaje por las delicadas olas de calor.

Penetro en un bosque y ya a los cuatro pasos, rodeado de una ola de calor que aumenta rápidamente como la suave irradiación de una estufa encendida, percibo el aumento y la disminución de ese calor gracias a la densidad del bosque. Cada cauce fluvial vacío, por el que desde hace mucho tiempo no corre agua alguna, pero que todavía ha conservado en su fondo un resto de humedad, se deja sentir por la frescura que irradia. De hecho, en cada estación del año varían las temperaturas de los diferentes puntos de un campo; pero sólo en estos días del paso del estío a los comienzos del otoño se pueden percibir de un modo tan fuerte y tan claro. Como en invierno el rojo de las rosas de los montes fríos, como en primavera la humedad rezumante del aire y de la vegetación, como en los primeros comienzos del verano los enjambres nocturnos de luciérnagas, así también hacia el final del estío esa curiosa marcha nocturna a través de las cambiantes oleadas de calor pertenece a las vivencias sensibles, que influyen profundamente en la disposición de ánimo y en el sentimiento de la vida.

Ayer noche, cuando regresaba a casa desde la bodega del bosque, allí, en la desembocadura del desfiladero frente al cementerio de
Sant’ Abbondio
, ¡cómo me asaltó la frescura húmeda de los prados y del valle del lago! ¡Cómo retrocedía el calor agradable del bosque y se escondía tímidamente bajo las acacias, los castaños y los álamos! ¡Cómo se resistía el bosque contra el otoño y cómo lo hacía el verano contra la necesidad de morir! Así se defiende también el hombre en los años en que su verano declina ante la corrupción y la muerte, ante la penetrante frialdad del entorno, ante la frialdad que invade la propia sangre. Y con renovada efusión se entrega a los pequeños juegos y llamadas de la vida, a las mil bellezas encantadoras de su superficie, a las irisaciones delicadas, a las sombras fugaces de las nubes, entre ridículo y angustiado se agarra a lo más pasajero, contempla su muerte, de ella saca congoja y saca consuelo y aprende horrorizado el arte de saber morir.

Ahí está la frontera entre juventud y vejez. Algunos ya la han cruzado a los cuarenta años y aun antes, algunos sólo la adivinan tardíamente a los cincuenta o a los sesenta. Pero siempre es lo mismo: en vez del arte de vivir empieza a interesarnos aquel otro arte, en vez de la formación y afinamiento de nuestra personalidad empieza a preocuparnos su desmantelamiento y disolución; y de repente, casi de un día para otro, nos sentimos viejos y sentimos como extraños los pensamientos, los intereses y los sentimientos de la juventud. Es en esos días de transición cuando pueden apresarnos y sacudirnos ciertos espectáculos pequeños y delicados como el apagamiento y extinción de un verano, que nos llenan el corazón de asombro y zozobra y nos hacen temblar y reír.

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