Elogio de la vejez (2 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Ensayo

Ni siquiera el bosque conserva ya el verde de ayer, las hojas de la vid empiezan a amarillear y bajo ellas los racimos van tornándose ya azules y púrpuras. Y al atardecer los montes tienen el color violeta y el cielo los tonos esmeralda que conducen al otoño. ¿Y después qué? Después estaremos de nuevo al final con las veladas del Grotto y al final con las tardes de baño en el lago de Agno y al final con la sesión al aire libre y la pintura bajo los castaños. ¡Dichoso aquél que encuentra después la vuelta a un trabajo sensato y de su gusto, la vuelta a unas personas queridas en algún hogar! Quien no tiene eso, a quien le han roto esas ilusiones, luego se arrastra ante el comienzo del frío hasta el lecho o emprende la huida de los viajes y como viandante contempla aquí y allá a unas personas que tienen hogar, que tienen compañía, que creen en sus oficios y actividades; contempla cómo trabajan, cómo se afanan y fatigan y cómo por encima de toda su buena fe y de todo su esfuerzo lentamente y sin que nadie lo advierta se concentra la nube de la próxima guerra, de la próxima revolución, de la próxima ruina, sólo visible a los ociosos, a los incrédulos y decepcionados, a los que han envejecido, a quienes en el lugar del optimismo perdido han colocado su pequeña y tierna predilección senil por unas verdades amargas.

Nosotros, los ancianos, contemplamos cómo bajo el ondear de las banderas de los optimistas el mundo se perfecciona cada día, cómo cada nación se siente cada vez más divina, cada vez más sin defecto, cada vez más facultada para la violencia y el ataque gozoso; contemplamos cómo emergen en el arte, en el deporte, en la ciencia, las nuevas modas y las nuevas estrellas, brillan los nombres, gotean los superlativos de los periódicos, y cómo todo arde de vida, de calor, de entusiasmo, de vehemente voluntad de vivir, del deseo embriagador de no morir. Onda tras onda se amontonan como las ondas de calor en el bosque estival de Tessino. Eterno y vigoroso es el espectáculo de la vida, cierto que sin un contenido, pero siempre como un movimiento eterno, como un eterno rechazo contra la muerte.

Todavía se nos ofrecen muchas cosas buenas antes de entrar de nuevo en el invierno. Las uvas azuladas se pondrán suaves y dulces, los mozos cantarán en la vendimia y las muchachas jóvenes con sus tocas coloreadas se presentarán como hermosas flores silvestres entre el follaje amarillento de las vides. Todavía se nos ofrecen muchas cosas buenas y muchas de las que todavía hoy nos parecen amargas algún día nos sabrán dulces con sólo que hayamos aprendido mejor el arte de morir. Por lo pronto todavía aguardamos la maduración de las uvas, la caída de las castañas, y aún esperamos gozar de la próxima luna llena. Sin duda que cada vez seremos más viejos, pero aún veremos la muerte muy lejana. Como ha dicho un poeta:

Magníficos para la gente vieja

son la estufa y el tinto de Borgoña,

y para terminar una muerte dulce,

¡pero más tarde, hoy todavía no!

1926

ENVEJECER

Todas las bagatelas que la juventud estima

un día yo también las veneré:

rizos, corbatas, yelmo y espada,

sin olvidar a las mujercitas.

Pero sólo ahora veo claro

que para mí, el antiguo muchacho,

nada queda ya de todo ello.

Pero sólo ahora veo claro

lo sabio de aquella ambición.

Cierto que banda y rizos

y la magia toda pasan pronto;

pero lo que otrora gané,

sabiduría, virtud, calcetines calientes,

ah, también eso desapareció pronto,

y sobre la tierra se cierne el frío.

Magníficos para la gente vieja

son la estufa y el tinto de Borgoña,

y para terminar una muerte dulce,

¡pero más tarde, hoy todavía no!

FINALES DE VERANO

Todavía el tardo verano regala un día y otro

llenos de un dulce calor. Sobre los corimbos

se cierne aquí y allá con cansado aleteo

una mariposa que brilla cargada de oro.

Las tardes y las mañanas respiran húmedas

por las tenues neblinas de líquido aún tibio.

De la morera flota con brillo repentino

una hoja grande y amarilla en el azul suave.

Descansa el lagarto sobre una piedra soleada,

a la sombra de las hojas se esconden los racimos.

Encantado parece el mundo, hechizado

en sueño y ensoñación, avisando que lo despiertes.

Así se mece a veces la música a lo largo

de muchos compases, petrificada en dorada eternidad,

hasta despertarse y escapar al hechizo

de vuelta al ánimo de cambio y al presente.

Nosotros, los ancianos, disfrutamos en la espaldera

y nos calentamos las manos morenas de sol.

Todavía ríe el día, no es el final todavía,

todavía nos sostienen y sonríen el hoy y el aquí.

BAÑISTAS

APENAS HABÍA LLEGADO mi tren a Baden, apenas había yo bajado con alguna dificultad la escalerilla del vagón, cuando ya se dejó sentir el encanto de la ciudad. En pie, sobre el húmedo suelo de cemento de Perron y después de avistar al portero del hotel, vi a tres o cuatro colegas bajar del mismo tren en el que yo había llegado; eran enfermos de ciática, como claramente lo indicaban el ceñido apretado de las posaderas, la marcha insegura y la expresión del rostro un tanto desamparada y llorosa, que acompañaban sus cautos movimientos. Cierto que cada uno de ellos tenía su especialidad, su tipo específico de achaques, de ahí también su manera propia de caminar, de vacilar, saltar y renquear y cada uno con su propia y particular expresión facial, aunque prevalecía el rasgo común; yo los reconocía a todos a primera vista como afectados de ciática, como hermanos, como colegas. Quien conozca las jugarretas del
nervus ischiaticus
, no por los manuales sino por la experiencia que los médicos llaman «sensación subjetiva», lo ve claramente.

Al punto me detuve y observé a aquellos marcados. Y hete aquí que los tres o cuatro tenían peor cara que yo, se apoyaban más pesadamente en sus bastones, movían sus jamones de forma más convulsa, ponían sus suelas en el suelo más medrosos y malhumorados que yo, todos eran más desgraciados, más pobres, más enfermos y dignos de lástima que yo. Y eso me hizo un bien extraordinario y continuó siendo un consuelo mil veces repetido e inagotable durante mi temporada de baños: en derredor gentes que renqueaban, gentes que se arrastraban penosamente, gentes que se lamentaban, gentes que se desplazaban en sillas de ruedas, que estaban mucho más enfermas que yo ¡y que tenían mucho menos motivo que yo para el buen humor y para la esperanza! Ahí había encontrado enseguida y desde el primer minuto uno de los grandes secretos y sortilegios de todos los balnearios y saboreé mi descubrimiento con verdadero placer: la asociación en el sufrimiento, el socios
habere malorum
, tener compañeros de desgracias.

Y ahora, al abandonar el andén y dejarme ir cómodamente por una calle que descendía en suave pendiente hacia los baños, cada uno de mis pasos confirmaba y reforzaba la valiosa experiencia: por doquier caminaban los bañistas a paso lento, se sentaban cansados y un tanto encorvados en los bancos de descanso pintados de verde y proseguían renqueantes y conversando en grupos. Desde allí trasladaban en el montacargas a una mujer, que sonreía cansada y llevaba una flor semimarchita en su mano enclenque mientras la lozana enfermera empujaba por detrás, rebosante de energía. Un anciano salió de una de las tiendas en las que los reumáticos compran sus postales, ceniceros y pisapapeles (de los que necesitan muchos, sin que nunca haya podido explicarme la causa) y aquel anciano caballero que salía de la tienda necesitaba un minuto para cada escalón y miraba el camino que tenía delante de sí como mira un hombre agotado e inseguro una gran tarea que le espera. Un hombre todavía joven con un gorro militar gris verdoso sobre su cabeza peluda se abría paso vigorosamente apoyado en dos bastones y avanzando con gran trabajo. ¡Ah, los bastones, que ya se encontraban aquí por todas partes, los malditos y severos bastones de enfermo, que por abajo acababan en conteras de goma ensanchadas y que se agarraban al asfalto como sanguijuelas o pezones! Cierto que también yo caminaba con un bastón, un elegante bastón de caña de Malaca, cuya ayuda me era sumamente preciosa. Sólo en caso de necesidad podía yo caminar sin bastón ¡y nadie me había visto jamás con uno de aquellos tétricos bastones de goma! Nada de eso. Estaba claro —y cualquiera podía ver lo rápido y esbelto que yo bajaba aquella agradable calle y lo poco y medio en broma que utilizaba el bastón de Malaca, cual mera pieza de adorno, como un simple ornamento—, estaba claro lo extremadamente ligero y anodino que resultaba en mí el distintivo de los enfermos de ciática, el medroso revestimiento de los muslos; más bien quedaba simplemente sugerido y esbozado fugazmente lo tieso y aseado que yo recorría aquel camino, lo joven y sano que estaba en comparación con todos aquellos hermanos y hermanas, más viejos, más pobres y más enfermos, cuyos achaques saltaban a la vista de forma tan clara, tan imposible de disimular y tan despiadada. De cada paso sacaba yo estima y grata respuesta afirmativa, me sentía casi sano y en cualquier caso mucho menos enfermo que todas aquellas pobres personas. Más aún, si aquellos semitullidos y renqueantes todavía esperaban la curación, si aquellas gentes de los bastones de goma aún podían esperar ayuda en Baden, sin duda que mi pequeña e incipiente molestia tendría que desaparecer aquí como la nieve frente al viento cálido del sur; sin duda el médico descubriría en mí un magnífico ejemplar, un fenómeno muy de agradecer, un pequeño milagro de la posibilidad de remedio.

Así las cosas disfruté de la felicidad del primer día a grandes tragos, celebré orgías de ingenua autoafirmación, y me hizo bien. Interesado por las figuras de mis compañeros de baño que surgían por doquier, de mis hermanos más enfermos, halagado por el espectáculo de cada inválido, empujado por cada sillón de ruedas con que me tropezaba a una compasión alegre, a una autosatisfacción plenamente participativa, vagaba bajando por la calle, aquella calle tan cómoda y agradable, por la que los huéspedes recién llegados bajaban ruidosamente desde la estación del ferrocarril hasta los baños, y que con suave oscilación descendía con una caída cómoda y homogénea hasta los viejos baños, y allá abajo a la manera de una filtración fluvial se perdía entre las entradas de los hoteles del balneario.

Lleno de buenos propósitos y de alegres esperanzas me acerqué al «palacio sagrado» donde pensaba alojarme. Valía la pena quedarse allí tres o cuatro semanas, tomar el baño diario, a ser posible pasear mucho y mantenerse en lo posible alejado de emociones y cuidados. Quizá resultase a veces un tanto monótono y no escaparía al aburrimiento, porque allí el reglamento era todo lo contrario de una vida intensa. Y yo, el viejo solitario, al que repugnaba profundamente y le costaba enorme trabajo la vida en manada y de hotel, encontraría algunas dificultades y tendría que luchar por algunos logros. Pero sin duda que aquella vida nueva y para mí inhabitual por completo, a pesar de su apariencia quizás un tanto burguesa y un tanto insulsa, también aportaría experiencias alegres e interesantes. Realmente, ¿no necesitaba en gran medida pasar de nuevo una temporada entre personas tras años de vida tranquila y salvaje en la soledad del campo e inmersa en los estudios? Y lo principal: más allá de las dificultades, más allá de estas semanas de balneario que ahora empezaban, estaba el día en que me empeñaría en subir vigorosamente aquella misma calle y en abandonar aquellos hoteles, el día en que, rejuvenecido y curado, con rodillas y caderas de juego elástico, volvería a despedirme de aquel baño y subiría bailando la bella calle de la estación.

1923

ENSEÑANZA

Más o menos, mi muchacho querido,

todas las palabras humanas acaban siendo un embuste;

donde relativamente más honrados somos

es entre pañales y más tarde en la tumba.

Después nos tendemos junto a los padres,

por fin somos sabios, llenos de fresca claridad,

con huesos relucientes tableteamos la verdad,

y alguno mentiría y preferiría volver a vivir.

EL DECENIO ENTRE los cuarenta y los cincuenta siempre es un período crítico para las personas con temperamento, para los artistas; un tiempo de agitación y de insatisfacción frecuente, en el que a menudo difícilmente puede uno entenderse con la vida y consigo mismo. Pero después llegan unos años de sosiego. Yo no sólo lo he vivido en mí mismo, también lo he observado en muchos otros. Por bella que sea la juventud, por bello que sea el tiempo de la efervescencia y de las luchas, también el proceso de envejecimiento y maduración tiene su belleza y su felicidad.

Con cincuenta años el hombre deja poco a poco de cometer ciertas niñerías, de ganar fama y respetabilidad, y sin apasionamiento empieza a echar una mirada retrospectiva a la propia vida. Aprende a esperar, aprende a callar, aprende a escuchar, y si esas buenas prendas han de adquirirse mediante ciertos achaques y debilidades considera tal adquisición como una ganancia.

EL VARÓN DE CINCUENTA AÑOS

Desde la cuna hasta el féretro

cincuenta años discurren,

después empieza la muerte.

Uno se atonta, se aburre,

se abandona, se hace más rústico

y el cabello se va al diablo.

Los dientes también se pierden,

y en vez de estrechar con entusiasmo

a las muchachas contra nuestro pecho

leemos un libro de Goethe.

Pero una vez más antes del fin

quiero ganarme a una niña

de ojos claros y cabellos rizados,

la tomo con cuidado en mis manos

beso su boca, su pecho y sus mejillas,

le saco la falda y el pantaloncito.

Después, en nombre de Dios,

puede la muerte venir a buscarme. Amén.

SE MUERE EN EFECTO de un modo tan condenadamente lento y a trozos: cada diente, cada músculo y hueso tienen una despedida extra, cual si con ellos nos hubiera ido particularmente bien.

La juventud ha huido,

ya no estamos sanos.

Aprieta la reflexión

y ocupa el proscenio.

Anhelo ardientemente la muerte, pero no tengo ningún deseo prematuro e inmaduro, y pese a todos mis deseos de madurez y sabiduría sigo todavía honda y sangrantemente enamorado de la dulce y divertida estupidez de la vida. ¡Mi querido amigo, queremos las dos cosas a la vez, una bella sabiduría y una dulce necedad! A menudo queremos todavía caminar juntos y juntos trompicar. Ambas cosas deben de ser preciosas.

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