Read Embrión, una historia de Yáxtor Brandan Online
Authors: Rodolfo Martínez
Tags: #fantasia, #Ciencia ficción, #el adepto de la reina
Cuando volvió a Lambodonas, un mes más tarde, lo hizo casi con miedo. ¿Estaría ella aún ahí? ¿Lo habría esperado? ¿Se acordaría tan siquiera de él?
Le costó trabajo aguantar las clases interminables, la cháchara inacabable y cacofónica de las voces de los otros acólitos, la disciplina feroz del entrenamiento físico mientras las horas se iban deslizando como si no tuvieran prisa.
Ítur intentó interrogarlo sobre lo que había hecho, pero Yáxtor se deshizo de él con un par de comentarios impacientes y, a media tarde, salió de la Torre disfrazado y echó a andar hacia la casa. Le costaba trabajo mantener el paso, no echar a correr. Llegó cuando casi anochecía.
Ella estaba allí, junto al huerto.
No estaba sola.
Al principio, Yáxtor pensó que se trataba de un cliente y se resignó a esperar. Seguía sin sentir celos; sabía que ella era suya de un modo distinto, que con él hacía de buen grado lo que con los demás sólo hacía como una transacción comercial. Que, en cierto modo, le estaba dando lo que no le daba a nadie más.
No tardó en darse cuenta, sin embargo, de que aquel individuo no era un cliente. El hombre discutía con ella de un modo amenazador. Y Yáxtor distinguió, algo alejadas, tres figuras más, medio ocultas entre las sombras de la calle.
Despacio, se fue acercando. De un modo casual, indiferente, como si sus pasos sólo lo llevasen hacia allí de camino a otro sitio, se aproximó a la casa.
Vio el miedo en el rostro de Endra. Y también la determinación. Fuera lo que fuese lo que el otro le pedía, ella no iba a ceder. Su interlocutor debió ver lo mismo, porque hizo una seña a sus espaldas y las sombras salieron a la luz y tomaron la forma nítida de tres matones.
Endra apretó las mandíbulas y cerró los puños, tratando de no temblar. El hombre que estaba con ella sonrió casi con tristeza.
—Lo siento, pero hay cosas que no son buenas para el negocio —dijo.
Los tres matones avanzaban, y Yáxtor casi había llegado a la valla medio desmoronada.
Antes de que ni uno solo de ellos le hubiera puesto la mano encima, Yáxtor había pronunciado la palabra impronunciable, abierto el bastón y sacado de él su estoque. Con un grito, saltó la valla y se interpuso entre Endra y los cuatro hombres.
El que estaba hablando con ella y parecía el jefe lo miró unos instantes, incrédulo, casi divertido. Luego meneó la cabeza y, con un gesto, dio una orden a uno de los matones.
Yáxtor apenas se desplazó, o eso parecía. Sus movimientos eran precisos, medidos, como si temiera malgastar las fuerzas. Al segundo paso en su dirección, el matón se encontró con un palmo de acero en el pecho. No llegó a dar el tercero.
El resto no tuvo que esperar las ordenes de su jefe y se lanzaron contra él muchacho. Éste se convirtió en un torbellino letal que bailaba con la muerte como pareja y la iba extendiendo por donde quiera que pasase.
En unos segundos, sólo el jefe estaba en pie, y aún él se encontraba en una posición precaria. Endra hacía presa en su brazo y apoyaba un puñal contra su cuello.
—Esto no es… —empezó a decir el hombre.
—¿Bueno para el negocio? —terminó ella. Su voz sonaba implacable.
—No seas tonta.
—Ya.
Apretó y el puñal trazó un arco suave, casi delicado, en el cuello del hombre.
Luego, en silencio, los dos dispusieron de los cuatro cuerpos. Los llevaron al río y les ataron un peso.
Yáxtor esperó un momento, concentrado en los cadáveres, intentando algo que sus preceptores le habían enseñado a hacer aquel mismo año. Cuando los cuerpos cayeron al río Lambo no había el menor rastro de mensajeros en su carne. El joven los había absorbido todos.
Luego, con ayuda de Endra, los empujó hacia las aguas y los contempló hundirse. No había la menor expresión en su rostro. Era la primera vez que mataba a otro ser humano y, aparte de la excitación del momento, no había sentido nada. Se encogió de hombros. ¿Por qué debería haberlo hecho, al fin y al cabo? No eran más… una parte molesta del decorado. Habían amenazado a Endra y él se había encargado de ellos. Eso era todo. No eran importantes. No lo habían sido nunca.
Tomó aire y miró a Endra. Se dio cuenta de que no era la primera vez que ella mataba, y se preguntó qué estaría pensando ahora de él. No parecía incómoda o asustada; no había ninguna diferencia sustancial entre el modo en que se comportaba con él ahora y la manera en que se había comportado antes.
Miró hacia el río una última vez. Los cuerpos se habían hundido. Un rastro de burbujas salió a la superficie y luego desapareció, como si allí nunca hubiera ocurrido nada. Por qué no. En realidad no había ocurrido nada importante.
Yáxtor no le preguntó a Endra quiénes eran. Ella no se lo dijo. Pasaron las horas siguientes demasiado ocupados el uno en el otro. Yáxtor creía haberla echado de menos cuando estaba ausente, pero sólo ahora, mientras se hundía en su cuerpo juguetón y acogedor, mientras se veía reflejado en sus ojos y devoraba su boca, comprendió de verdad cuánto la había extrañado.
—Cumplí tu encargo —le dijo, hacia el final de la noche. Había miedo en su voz. Miedo de que ella no se acordara, de que su petición de que saludase a las montañas hubiera sido una idea trivial de la que se había olvidado casi enseguida.
Todas sus dudas se desvanecieron cuando ella sonrió y dijo:
—Sabía que lo harías.
Fantaseó con llevarla algún día a las tierras familiares, en pasearla por aquel territorio que, en cierta manera, se llamaba igual que ella. No le dijo nada.
—Así que no me vas a contar nada.
Estaban en los archivos, clasificando expedientes. Ítur se había pasado buena parte del día intentado sonsacar a Yáxtor. Su éxito había sido más bien moderado.
—No hubo nada especial.
Yáxtor e Ítur eran amigos desde hacía cuatro años, desde que los dos se habían convertido en acólitos de los adeptos empíricos, dos chiquillos furiosos y fuera de lugar para los que todo lo que les rodeaba era un peligro o una amenaza. El azar alfabético los había situado siempre en las mismas clases y ambos eran parte de la pequeña minoría de acólitos que no venían de la misma Lambodonas. La amistad había surgido entre ellos de un modo natural, como dos plantas desarraigadas que se apoyaban la una a la otra buscando un suelo firme.
—Claro, seguro que no. Y por eso salías todas las noches. Por eso saliste ayer.
Yáxtor lo pensó unos instantes. Ítur no era tonto. Tenía que contarle algo para acallar sus sospechas. Pero, ¿qué?
—Sí, conocí a alguien —dijo, a regañadientes. Una parte de él le pedía que siguiera, que se lo contara todo a su amigo; una parte primigenia e irracional que necesitaba abrirse a alguien y contar lo que le estaba pasando. Ganó la otra parte, sin embargo.
Inconsciente de la lucha que estaba manteniendo su amigo, los ojos de Ítur brillaban con entusiasmo.
—¿A quién?
Yáxtor se encogió de hombros.
—Es… privado.
Ítur le miró, incrédulo. Por un momento pareció enfadado. Luego, asintió y sonrió de un modo salaz.
—Privado —repitió—. Eso significa que es una mujer.
Yáxtor se encogió de hombros.
—Quizá —dijo, tratando de no sonreír él también.
Aquella noche, Endra insistió en enseñarle algo. Apartó los cojines a un lado y dejó al descubierto una trampilla. La abrió, tomó una luz, la encendió con una palabra impronunciable y descendió por la trampilla. Yáxtor la siguió, tras unos instantes de duda.
En el sótano, apilados cuidadosamente en una esquina, había media docena de lo que sólo podían ser embriones de carneútil. A juzgar por su color, no estaban maduros, y Yáxtor se preguntó si llegarían a estarlo alguna vez.
—¿Qué has hecho? —preguntó.
—Los he conseguido muy baratos.
—No me extraña. Han sido arrancados del bosqueoscuro prematuramente. No creo que eclosionen jamás.
Ella no estaba preocupada. Aunque, de pronto pareció repentinamente tímida.
—A lo mejor sí —dijo—, con una pequeña ayuda.
Yáxtor tardó unos segundos en asimilar el significado de sus palabras. Cuando lo hizo fue como si las últimas piezas de un rompecabezas encontraran el lugar adecuado.
Claro.
—Ya veo —dijo al fin.
No estaba muy seguro de cómo se sentía. Había algo frío dentro de él, pero era algo sorprendentemente pequeño y lejano. Se sentó junto a los embriones y los contempló en silencio. Endra, de pie a su lado, lo miraba interrogativa.
—¿Decepcionado? —preguntó, al cabo de un rato.
Yáxtor negó con la cabeza.
—Aliviado —respondió—. Ahora las cosas sí que encajan. —Se encogió de hombros y sonrió—. No soporto cuando las cosas no encajan.
Ella asintió. Alargó una mano hacia él y la retiró casi enseguida.
—¿Me ayudarás? —preguntó, casi con miedo.
—Claro —dijo Yáxtor, sin pensárselo dos veces.
—¿Así, ya está, no tengo que hacer nada más?
—Bueno, has hecho bastante este verano.
No había amargura en sus palabras, sino pura aceptación. Vio cómo ella se mordía el labio y luego se ponía en cuclillas frente a él.
—Yáxtor, escucha…
El joven acarició aquel rostro difícil y sorprendentemente hermoso. La cosa fría en su interior desapareció. No importaba, se dijo. Todo estaba bien. Y, realmente, sentía que así era.
—No, no hace falta que digas nada.
—Pero…
—Los dos hemos obtenido del otro lo que queremos. Nadie ha sido engañado —se sentía tonto diciendo algo tan obvio, algo que por fuerza ella tenía que saber—. Ambos salimos ganando con el trato. No hace falta decir más. De verdad.
Ella dudó unos instantes. Algo se quebró en sus facciones. Luego, de pronto, apretó la mandíbula y asintió.
—Si es así como lo quieres…
—Es como es —dijo él.
Por un instante, pareció sorprendido ante la reacción de la mujer. Le estaba dando lo que quería, ¿no? ¿No era suficiente? ¿No era eso lo que había esperado. Pero enseguida se olvidó de ello, al posar la vista sobre los embriones. Sí, iba a ser duro, no difícil, pero sí duro. Y fascinante.
—Será mejor que me dejes solo. Si quieres que use mis mensajeros para hacer madurar estos carneútiles voy a tener que esforzarme y no dejar que nada me distraiga.
—Está bien.
Dejó la luz junto al joven y dio media vuelta. Se detuvo junto a las escaleras que llevaban a la trampilla y lo contempló en silencio unos instantes. Unas palabras intentaron salir de su boca. En silencio, abandonó el sótano.
Junto a los embriones, Yáxtor cerró los ojos y el mundo se convirtió de pronto en una cosa lejana y ajena. Sólo existían él, sus mensajeros y los seis embriones que debía hacer madurar.
Cuando volvió a la Torre aquella mañana, Yáxtor tuvo la sensación de que alguien le seguía. Casi vacío de mensajeros, siguió caminando y trató de mantenerse alerta. La sensación no tardó en desvanecerse.
Te estás imaginando cosas
, se dijo.
Nunca había intentado nada parecido a lo de aquella noche. Sabía que podía hacerse, por supuesto. Había visto hacerlo a los artífices: usar los propios mensajeros o los de su alrededor, manipularlos y trabajar con ellos un embrión de carneútil de forma que acelerase su desarrollo y llegase a la madurez antes de tiempo.
Sabía que podía hacerlo, estaba seguro, pero no fue consciente de cuánto le iba a costar hasta que empezó. Al fin y al cabo, eran seis embriones. Y no se trataba tanto de acelerar su desarrollo como de reactivarlo. Las seis vainas estaban casi muertas, y Yáxtor había tenido que emplearse a fondo simplemente para seguir manteniéndolas con vida y darles el empujón adecuado para que el proceso de maduración se iniciase.
No era bastante, lo sabía. Tendría que seguir trabajando otras noches. Pero la parte más difícil estaba hecha.
Y, cuando estuvieran listos para eclosionar, Endra podría venderlos por una buena cantidad e irse a una parte más decente de la ciudad; un lugar donde no tendría que vender su cuerpo para vivir y donde podría tener un huerto decente donde pudiera perder el tiempo recordando a salvo a su familia y no aquella cosa ridícula en mitad de un caos de malas yerbas.
Se preguntó cuándo habría concebido el plan.
El mismo día que nos vimos, cuándo si no.
Sí, tenía que haber sido entonces. Quizá en el momento mismo en que lo vio contemplándola y sus ojos se posaron sobre la túnica de acólito. O tal vez después, aquella noche, cuando le hizo el comentario acerca del nivel de sus mensajeros.
Era un plan sencillo, elegante. Comprar embriones inmaduros. Fruta podrida, en cierta manera, vendida a precio de ganga. Pero no para alguien con un nivel de mensajeros suficiente y la habilidad necesaria para manipularlos. No para alguien capaz de hacerlos madurar.
Endra era lista. Era hábil. Y no tenía escrúpulos cuando su propia supervivencia estaba en juego.
Le gustaba. Yáxtor no tenía la menor idea de cuánto había de fingimiento, cuánto de manipulación y cuánto de real a su pesar en lo que Endra sentía por él, pero no le importaba. Le gustaba.