Read Embrión, una historia de Yáxtor Brandan Online
Authors: Rodolfo Martínez
Tags: #fantasia, #Ciencia ficción, #el adepto de la reina
Yáxtor trató de no pensar en lo que podía significar aquello. Intentó con todas sus fuerzas sujetar sus pensamientos y no naufragar en un futuro de posibilidades atroces. No, ahora no, no tenía tiempo para aquello.
Pero…
¡No!
Se concentró en el presente. Dejó a un lado lo que no tenía y se enfrentó a lo que sí.
El rastro que buscaba aparecía en tres lugares distintos. Durante unos segundos se preguntó a cuál debía ir primero, si al más reciente o al más cercano.
Luego, dejó el sótano.
Lanzó una última mirada a la casa e intentó con todas sus fuerzas no pensar en Endra. No ahora, no en aquellos momentos.
Ya tendré tiempo para…
Basta.
Echó a andar, una sombra furtiva en mitad de las sombras de la noche.
Eran siete, con un aspecto muy similar a los hombres que habían intentado a atacar a Endra la noche en que él había vuelto a Lambodonas.
Eso, y los seis embriones maduros de carneútiles que descansaban en un extremo de la habitación eran todas las pruebas que Yáxtor necesitaba.
¿Y ahora qué?
Agazapado en el tejado, contemplando la escena desde una claraboya, el joven se preguntó qué hacer a continuación. Eran siete, bien armados, por lo que parecía. Si eran como los otros de los que se había encargado, no muy bien entrenados, sin duda. Pero eran siete.
Puedo encargarme de ellos.
Tal vez, o tal vez no. Podía ir por ayuda. Acudir a Ítur, o incluso a sus preceptores. Explicar a los adeptos empíricos lo que había pasado…
No. Esto es mío. Es sólo mío. De nadie más.
Analizó a cado uno de los hombres en la habitación: sus movimientos, su lenguaje corporal, la jerarquía entre ellos, el modo en que tomaban decisiones o acataban las de los demás. Y, mientras o hacía, percibió algo nuevo.
Un rastro de mensajeros ajeno a los que estaban allí. ¿Se le había escapado alguien, entonces? ¿Había alguien más involucrado en aquello?
Dudas otra vez. ¿Esperar a que volviera o atacar ya?
Y, de pronto, fue como si le hubieran golpeado en el rostro.
No, no podía ser. La forma en que aquellos mensajeros se degradaban, el modo en que perdían todo rastro del humano que los había portado, la manera veloz, precisa y eficaz en que se volvían inertes y anodinos…
Todo apuntaba a un único lugar.
No, ahora no
, se dijo de nuevo.
Ahora no. Habrá tiempo después para pensarlo.
Así que exploró de nuevo la habitación. Necesitaba uno vivo y la elección obvia era el jefe: era el que, por fuerza, tendría más información.
Trazó un mapa mental de sus acciones. Envió parte de sus mensajeros como avanzada, para que le informaran de los movimientos de sus enemigos cuando él mismo no pudiera ocuparse de todo lo que pasara a su alrededor.
Luego, tomó aire y se lanzó a través de la claraboya.
Fue breve, preciso y sangriento. Veloz, eficaz como la obra maestra de un maestro de artífices.
Cuando terminó, era el único que quedaba en pie en la habitación. A su lado, el otro superviviente se arrastraba por el suelo intentando incorporarse. De un par de gestos secos, Yáxtor rompió sus brazos.
Se acercó a él.
—La mujer —dijo—. Qué ha sido de ella.
El hombre parpadeó, tratando de salir de aquella pesadilla.
—¿Qué…?
—La mujer —repitió Yáxtor, mientras lo incorporaba a medias y lo apoyaba contra una caja.
El hombre parpadeó de nuevo, soltó un gemido y meneó la cabeza.
—Eres… un maldito… crío… —dijo, incrédulo.
—La mujer —insistió Yáxtor.
—No puede…
—¡La mujer!
La patada de Yáxtor destrozó su hombro. El hombre intentó gritar, pero sólo consiguió gemir.
—No sabes dónde te estás…
Su voz se interrumpió. Tomó aire y volvió a menear la cabeza.
—Maldito crío. No tienes ni idea…
Yáxtor se agachó.
—¿Dónde está?
El hombre meneó la cabeza.
—Yo qué sé. Se la dimos a…
Intentó encogerse de hombros y se detuvo a mitad del gesto. Gimió y parpadeó varias veces. Miró de nuevo a su interlocutor. Un crío, un maldito crío armado con un estoque. ¿Cómo era posible?
Luego, enfrentó la mirada de Yáxtor. Los ojos color acero, fríos e implacables. Fuese lo que fuese, aquello no era un crío.
—Nos contrataron, ¿entiendes? —Su lengua se soltó repentinamente—. Le ayudábamos a robar los embriones… Se quedaba con una parte. Y con la mujer. Nosotros con el resto.
—¿Quién?
Meneó la cabeza.
—No lo sé. Mierda. No lo sé. Siempre venía embozado. No sé. Se llevó a la maldita mujer. No sé lo que hizo con… ella. —Se mordió el labio—. Maldito crío —musitó de nuevo.
Yáxtor lo miró, tratando de tomar una decisión. ¿Le mentía? ¿Le había dicho la verdad? Los adeptos empíricos tenían técnicas de interrogatorio que resolverían sus dudas, pero ni las conocía aún ni podía pedirles ayuda. No ahora. No después de lo que había hecho.
—Te he dicho la verdad, maldita sea —dijo el hombre, como si hubiera seguido sus pensamientos—. Me has jodido bastante. No tengo motivos para…
No, era cierto, no los tenía.
Se puso en pié y, de una patada, le rompió el cuello. Luego destrozó metódicamente los embriones de carneútil y dejó la casa.
¿Muerta?
No, ahora no pienses en ello. Todavía no.
¿Muerta?
¡Maldita sea! No pienses en ello. No pienses en que no hay rastro de sus mensajeros por la ciudad. Céntrate, maldición. Ya tendrás tiempo para compadecerte de ti mismo por no haber echado un último polvo, por no haberle dicho que la querías, por no haberla dejado decirte que te quería. ¡Ahora no, joder!
Alzó la vista. Tomó aire.
Saboreó de nuevo los mensajeros que había captado en el almacén. Degradándose de un modo rápido, eficaz. No natural. Habían sido manipulados para que no dejaran rastro alguno de su portador, para que nadie pudiera identificarlo saboreando sus mensajeros.
Una sombra. Furtivo.
Recordó la sensación que había tenido unas noches atrás, al volver a la Torre, la idea de que alguien lo seguía.
Un adepto empírico.
Se había estado resistiendo al pensamiento toda la noche.
Un adepto empírico
, se repitió.
La manipulación a la que habían sido sometidos los mensajeros no era muy compleja. Cualquier adepto, incluso muchos acólitos podían hacerlo. Eso le dejaba un territorio inmenso que explorar.
A menos que… A menos que no buscase, a menos que hiciera que lo buscasen a él.
Sonrió. Una sonrisa feroz, fría.
Vamos de caza
, se dijo.
—Has tardado mucho en venir —dijo Yáxtor en un susurro ronco.
El embozado dio un paso cauteloso.
—¿Qué haces aquí? —Su voz estaba deformada, algún tipo de filtro de mensajeros.
Yáxtor se encogió de hombros. El embozado dio un nuevo paso hacia el interior de la sala de atraque. Más allá, tras los enormes ventanales, la noche se desparramaba silenciosa.
—¿Qué haces aquí? —repitió el embozado.
Durante todo aquel día, los mensajeros de Yáxtor habían creado un rastro falso en la Torre, un rastro que los identificaba como pertenecientes al jefe de los ladrones. Era cuestión de tiempo que fueran percibidos por su contacto, que siguiera sus huellas, que ascendiera torre arriba en dirección a la sala de atraque de los aerobajeles.
—Averiguar algo —dijo Yáxtor, saliendo de las sombras.
El embozado retrocedió, como si lo hubieran golpeado. Comprendió enseguida el modo en que lo habían engañado. Yáxtor, a su pesar, asintió.
—Esperaba equivocarme —dijo.
Sí, ocultaba su voz tras un filtro, y el embozo que llevaba lo hacía parecer más alto, más ancho. Pero para él era sencillo ver a través de aquel disfraz. Y reconocía la forma de moverse, la conocía tan bien…
—¿Por qué, Ítur?
El embozado tomó aire. Permaneció inmóvil unos segundos y luego, con un gesto seco, se libró de su disfraz.
—Vaya —dijo.
—¿Por qué? —repitió Yáxtor.
—¿Por qué no? Era una buena oportunidad de ganar dinero. Seis embriones maduros de carneútil. Un buen comienzo. El primer pago para una interesante carrera comercial. ¿Por qué no?
Yáxtor dio un paso en dirección a su compañero.
—¿Y ella?
Ítur se encogió de hombros.
—Era molesta. Me vio. Podía haberme identificado. Tenía que librarme de ella. Entiéndelo, Yáxtor, no era nada personal.
—Para mí, sí.
Ítur no dijo nada. Se encogió de hombros otra vez.
Yáxtor saltó hacia él. Su compañero intentó esquivarlo, pero una patada lo lanzó contra la pared. Antes de que pudiera incorporarse, Yáxtor lo golpeó de nuevo. Y otra vez.
—¿Por qué? —preguntó de pronto.
Ítur tosió y escupió sangre.
—Sí —dijo—. Supongo que para ti es difícil de entender. Nunca has necesitado nada. Siempre lo has tenido todo. Y, lo que no te daba tu nacimiento, te lo daban tus mensajeros. —Sonrió, de un modo torcido y malévolo—. En el mundo real las cosas no son tan fáciles, Yáxtor. Hay que ganárselas. Vi mi oportunidad y la aproveché.
¿Fáciles? ¿Realmente las cosas son tan fáciles para mí?
Y luego:
Qué importa. No es culpa mía que sea así.
—¿Qué hiciste con ella?
Ítur se llevó una mano a los labios. Se limpió la sangre.
—No creo que quieras saberlo. No todo, por lo menos. Qué más da. Está muerta, Yáxtor.
No.
Retrocedió dos pasos.
No.
Miró a su antiguo amigo. Su compañero. Juntos desde que no eran más que dos niños que no sabían lo que significaba convertirse en acólito de los adeptos empíricos. Juntos desde… siempre. A Yáxtor le parecía que desde siempre.
No.
Retrocedió un nuevo paso. Ítur se puso en pie, muy despacio.
—Habría preferido que las cosas fueran de otro modo —dijo—. Pero…
Su amigo. Su compañero.
No.
Muerta.
No, maldita sea, no.
Alzó la vista y contempló a Ítur. Dolorido pero seguro de sí mismo. Convencido de que Yáxtor no lo mataría. Eran adeptos empíricos, al fin y al cabo, no gente vulgar. Sólo un tribunal de adeptos o la misma Reina podía decidir sobre su vida y su muerte. Yáxtor podía denunciar a Ítur, entregarlo, solicitar un juicio, pero no le tocaría un pelo.
Vio todo eso escrito en la mente de su compañero, tan claro como si lo estuviera diciendo en voz alta.
Muerta.
Apretó los dientes y saltó. Ítur logró esquivarlo y, al hacerlo, giró hacia el enorme ventanal que daba a la plataforma de atraque. Yáxtor golpeó de nuevo, su compañero volvió a esquivar, acercándose un poco más al ventanal.
—No seas tonto, Yáx…
No pudo terminar la frase. El nuevo golpe de Yáxtor lo lanzó contra el cristal, éste se astilló e Ítur cayó al otro lado, sobre la plataforma de atraque. Yáxtor saltó tras él.
El viento aullaba a su alrededor. Gritaba una canción de guerra. Gemía un cántico de venganza.
Ítur trató de ponerse en pie. Yáxtor no se lo permitió. De una patada, lo lanzó al borde de la plataforma.
—¿Qué estás…?
Yáxtor lo miró una última vez. Luego, casi con desgana, lo empujó más allá del borde.
Investigaron la muerte de Ítur y, durante varias semanas, los rumores que circulaban entre los acólitos se volvieron más descabellados que de costumbre. Poco a poco, sin embargo, las cosas volvieron a la normalidad.
En apariencia, Yáxtor continuó siendo el perfecto acólito. Silencioso, hábil, aplicado, totalmente entregado a su labor. Sus compañeros lo envidiaban tanto como lo admiraban. Algunos se dieron cuenta de que había cambiado; era normal que fuera silencioso, poco dado a hablar o compartir con los demás, pero ahora se mostraba frío, ausente, como si no existiera nada más allá de él mismo o las tareas que emprendía, como si todo lo demás hubiera desaparecido o careciera de importancia.
Siempre había sido difícil saber lo que le pasaba por la cabeza. A partir de aquel día, sus pensamientos se hicieron impenetrables. Tras aquellos ojos fríos y decididos, tras aquella mirada color acero, ya no parecía haber nada.
Así que durante el día Yáxtor se afanaba en sus tareas como acólito. Por la noche, en medio del dormitorio comunal, permanecía despierto casi hasta el amanecer, intentando con todas sus fuerzas no pensar en nada.
Luego, un día, se puso ropas de civil y fue a ver a su tutor. Le pidió una semana de permiso que le fue concedida sin más explicaciones. Si su tutor pensó que Yáxtor estaba afectado por la muerte de su amigo y necesitaba llorarle a solas, Yáxtor no le desengañó.