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Authors: Juan Eslava Galán

En busca del unicornio (27 page)

Y sobre esto tuvimos algunas hablas en los días venideros y muchas trazas sobre la manera y modo en que podríamos escapar del cautiverio y si era hacedero. Y cada día venían cortesanos a vernos con mucha curiosidad y algunos nos traían tortas y cosas de comer y traían a sus hijos chicos a verme y a mesarme la barba como si fuera mono o raro animal. Y yo todo lo sufría con humildad y resignación mientras cavilaba qué hacer por mejorar nuestro estado. Y otro día hubo mucha conmoción de tambores con tal estruendo que no parecía sino que el mundo se venía abajo. Y vinieron los guardas seguidos de gran copia de gente y nos sacaron del alcázar y nos llevaron a un yerbazal que allí cerca estaba. Y detrás de nosotros venía el séquito del Rey con asaz gente de armas. Y Monomotapa iba sentado en una silla de madera dibujada con muchas tachuelas de cobre y, delante de todos, dos criados llevaban en unas angarillas una de las leonas de marfil. Y detrás del cortejo otros dos llevaban la otra leona. Y siempre que el Monomotapa se movía del alcázar iban las leonas así precediéndolo como siguiéndolo por avisar a la gente. Y la gente luego que veía las leonas y aun mucho antes, con solo oír los tambores, luego se echaba al suelo fuera del camino y se ponían boca abajo y se tapaban el rostro con las dos manos muy fuertemente para no ver al Monomotapa. Y sólo se levantaban cuando ya hacía mucho que la postrimera leona había pasado. Y aquel día nos llevaron a donde un prado se hacía y en un árbol grande del dicho prado habían atado a un venado. Y luego se llegó un guarda y puso una ballesta en mi mano. Y Monomotapa le dijo al Negro Manuel que me dijera que le tirase al venado. Y como luego se vio que con un brazo manco no podía armarla, el Negro Manuel la armó y puso dardo ferrado y me la tendió dispuesta. Mas aun así tuve que decirle que se pusiera delante de mí. Y yo apoyé el mocho de la ballesta sobre su hombro, por no errar blanco, y apunté al venado detrás de los ijares y el virote lo traspasó y se clavó en el árbol. Y el venado murió luego echando cohombros de sangre por la boca, que el pasador le rompiera los bofes. Lo que dejó muy espantados a los cortesanos y a cuantos se llegaban a verlo. Y luego Monomotapa hizo llevar a un esclavo y que lo ataran al árbol y un hombre de su guardia, que había estado aprendiendo a armar la ballesta y a tirar con ella, tomó el palo y le mandó al cautivo un pasador desde menos distancia pero al bajar la palanca la movió mucho y el pasador se perdió en el yerbazal de atrás. Y a esto el Rey soltó una gran carcajada y todos cuantos allí estaban soltaron la misma carcajada y se dieron palmadas en los muslos como el Rey hiciera. Y otro guardia del Rey se adelantó con la ballesta armada y esta vez el virote le entró por los pechos al hombre que estaba atado, encima del corazón. Y el hombre empezó a aullar como perro pisado de buey y estuvo lamentándose y manando sangre hasta que otros dos virotes le acertaron más derechamente y murió de ellos. Y con esto Monomotapa se quedó muy pensativo y se rascó la cabeza detrás de la oreja derecha y todos sus cortesanos y los guardias se rascaron la cabeza en el mismo sitio.

Y después desto tornamos al alcázar con la misma ceremonia y tambores con que habíamos salido dél. Y luego seguían llamándonos cada día a la sala del Rey y al cruzar el patio veíamos que los guardas de las leonas de marfil tenían las ballestas y estaban muy ufanos de la virtud de aquellas armas.

Mas noté que las llevaban siempre armadas con lo que de allí a pocos días se les aflojarían los hierros y quedarían inservibles, mas me cuidé mucho de no decir palabra sobre esto y pasaba delante de ellos haciéndole un guiño al Negro Manuel y él, que era de ingenio muy agudo y sutil, bien me entendía y se reía por lo bajo.

Y un día estábamos atados a la argolla de la sala del Monomotapa y no vino él sino algunas de las negras que eran sus mujeres y que habían de morir con él llegado su tiempo. Y eran casi niñas y estuvieron gran pieza mirándome como a animal y tocándome por todo el cuerpo y también por mis partes y vergüenzas. Y se reían con risitas muy finas, mas no hablaban palabra. Y una de ellas me dio a comer una tortita de miel que traía en la mano. Y con la otra mano me recogía las migajas debajo de la barba y me las metía en la boca, como niña que da de comer a un perro chico.

Y todos estos días había pasado el Negro Manuel echando muchas horas en rascar con un canto el engarce de la cadena que lo sujetaba al muro en aquella casilla que era nuestra mazmorra y posada. Y un día me avisó de que ya la cadena se vendría abajo con dos o tres tirones fuertes. Y yo dispuse que era mejor correr la suerte que nos esperara cuanto antes y no dilatar más la huida. Así que aquella noche habíamos de escapar aprovechando que no había luna y si nos descubrían no podrían concertarse para buscarnos hasta la mañana. Y la oscuridad de la noche venida ya todo el mundo se había aquietado y hecho el silencio. Y el Negro Manuel tiró de la cadena fuertemente y la arrancó y salió de la casa, que puerta no tenía, y con la misma cadena luego ahogó al guardia que allí cerca estaba. Y le tomó un cuchillo y un venablo gordo con los que tornó y me soltó la argolla del pescuezo y se soltó la suya. Y en esto pasó tanto tiempo que pensamos que mientras tanto podrían encontrar al guarda muerto y dar aviso que escapábamos. Mas no sucedió así porque todos los otros guardas estaban fuera del castillo velando las puertas. Y saliendo de la mazmorra fuimos derechamente a la sala del Monomotapa donde estaba el saco de los huesos y el unicornio. Y como el Rey los tuviera por cosa de virtud los había puesto en una alacena. Y en llegándonos allá encontramos a dos guardas dormidos en el suelo delante de la cortina. Y el Negro Manuel los degolló luego sin ruido. Y sin querer ver lo que detrás de la cortina había, luego tomamos el saco con los huesos y salimos al patio de armas. Y en llegando a donde la puerta grande del alcázar estaba vimos que de la parte de fuera había dos fogatas y en torno a ellas estaban hasta veinte guardas.

Y entre ellos aquellos que tenían las ballestas. Y viendo que por allí no podríamos salir, luego nos tornamos y fuimos dando vuelta por donde las casas estaban arrimadas al muro y por allí pudimos trepar hasta el tejado de una que era más baja y de ella a otra como por escalera, hasta que subimos a lo alto de la muralla. Y desde allí, dando vuelta por donde más oscuro estaba, por no ser vistos ni notados, el Negro Manuel me descolgó con una cuerda que me puso por debajo de los sobacos. Y cuando hube dado con mis pies en el suelo luego descolgó el saco, que yo recibí abajo, y finalmente se bajó él. Y en llegando a tierra luego partimos con mucho sigilo por las chozas que allí están hacia la parte donde sabíamos que nace el sol y muy ligeramente salimos del pueblo. Y anduvimos por un camino toda la noche queriendo que nunca el alba llegara.

Y cuando el día quería clarear nos apartamos del camino y nos metimos en una espesura de árboles por donde continuamos a buen paso sin curar de descansar ni de buscar qué comer. Y así nos vino el otro día la noche mas tampoco dormimos sino que saliendo a un camino que iba en la fila de las montañas por donde el sol salía, luego lo seguimos muy ligeramente andando y cuando ya empezaba a amanecer nos apartamos a los árboles para dormir y alcanzar algo de que comer. Y yo estaba desfallecido y aquejado de mis viejas calenturas que casi no me podía valer, mas el Negro Manuel salió luego en busca de bastimentos y tornó con ciertos brotes verdes y raíces y una culebra chica que comimos cruda por prevención de encender fuego que delatara por dónde andábamos si habían salido a buscarnos. Y con esto nos dormimos hasta que fue otra vez de noche, sin curar de los tábanos y mosquitos y otras sabandijas de los charcos que nos andaban por el rostro y las manos mientras queríamos dormir.

Y de allí en muchos días anduvimos de noche por los caminos que iban a la parte del sol y de día nos metíamos por alguna arboleda y dormíamos y comíamos de lo que íbamos cazando. Y cuando topábamos con pueblos o con sitios donde gente hubiera, luego nos apartábamos y vivíamos como lobos en febrero, con las bocas abiertas, y una o dos veces bajamos a los campos y robamos qué comer mas yo no quería tomar esto por costumbre porque no fuese notado nuestro paso. Y el Monomotapa había gran enojo de que habiéndole catado el rostro luego escapásemos dél. Y envió muchos guardas armados a buscarnos y a veces los divisábamos desde los árboles y una vez los vimos pararse a comer y cuando se fueron acudimos a donde habían estado por si podíamos aprovechar alguna sobra, porque padecíamos muchas estrecheces y mengua de alimento.

XVIII

Y pasando adelante entramos por unas montañas muy arboladas que allí están y en estas montañas sólo hay un camino por el que dos veces vimos pasar filas de esclavos llevando oro y trayendo bultos y ánforas a la cabeza.

Y luego pasaban otras gentes que iban y venían libremente. Mas nosotros no osábamos salir a este camino por miedo a que luego me conocieran, pues pensábamos que el Monomotapa habría dado pregón sobre mi color y manquedad. Y así íbamos haciendo muy penosas y cortas jornadas por entre las asperezas de los cerros y las florestas y las brañas y las espinas, siempre escondidos como malhechores. Y esto hicimos durante dos meses hasta que pudimos salir de los montes. Y en estos dos meses encendimos fuego pocas veces por miedo a ser vistos y por mengua de asperones y cosa seca en que prenderlo. Y a veces habíamos de beber agua en pozas inmundas que en el barro hacíamos, donde crían los mosquitos y ciertas chinches muy fieras. Y las sanguijuelas nos aquejaban por las gargantas. Mas con todo esto seguimos adelante ya conformados y sin desesperación de la mala vida. Y luego fuimos aquejados de grandes calenturas y hubimos de posar un día en una cueva por donde acaban las montañas porque yo perdía el seso y andaba dormido día y noche y no podía comer ni caminar cuidando que allí moría. Y en todo esto el Negro Manuel muy solícitamente me atendía y velaba porque bebiera agua por mejorar mis humores y curarme. Y estando en estas fiebres cada día me acudía el pensamiento de Gela y me la figuraba en aquel regato del río donde tan felices solíamos ser. Y yo me veía joven y alegre mirándome en el espejo del agua mientras ella me peinaba como solía. Y yo tenía pelo y barba de tostada color entera y todos mis dientes y estaba ágil y duro como caballo hobero. Y me veía retozando en la yerba y juntando mis piernas a las de Gela y rodando trabados, ella mojada y brillante como el ébano nuevo, encima de mí o debajo, y aquel gran ardimiento con que me acogía dentro de ella cuando hacíamos lo que humana natura demanda y aquellos fuegos amorosos en que mutuamente nos quemábamos y aquella flojedad y dulzura en que luego, cansados y sudorosos, nos acurrucábamos el uno contra el otro, como cachorrillos en canasto, mientras en el cielo grande el sol se iba pasando como hoguera, con su rodar pausado y poderoso, dando ascuas detrás de las montañas y nos iba avisando que ya la noche era llegada y empezaban a apuntarse estrellas por encima del monte y zumbaban los primeros mosquitos echándonos de allí. Y todo esto se me representaba en mi quebranto tan a lo vivo como si otra vez me acaeciera. Y yo olvidaba la calentura por el frescor del agua y me lamía los secos labios, hinchados y reventados de la fiebre, creyendo que iba a encontrar en ellos la mojadura salada de la piel de Gela. Y cuando, después de esto, recordaba y volvía a mi seso, luego pensaba que aquel soñar de Gela me iba dando ánimos para seguir viviendo y no morirme allí mismo como toda mi gente había muerto. Mas luego pensaba que el venírseme Gela tan a las mientes era la afección de hombre con mujer que los poetas llaman amor y me dividía el corazón cavilar que no fuera amor sino vana ilusión de comalido que delira o que si fuera amor y cuán desagradecido y riguroso había sido al dejarla con aquella destemplanza con que la abandoné. Mas estando en mi entero juicio daba en pensar en mi señora doña Josefina por apartar pensamiento de Gela y me avergonzaba de pensar cómo iba a presentarme delante de ella desdentado y calvo y manco. Mas luego me quería consolar pensando que todo ello lo había sufrido en servicio del Rey, luchando como bueno, y que bastante servicio era para alcanzar prenda de mi dama.

Y a otros ratos, cuando me sentía más reanimar, hablaba mucho con el Negro Manuel de cómo, en llegando a tierra de moros, habríamos de buscar algún mercader que tuviera comercio y trato con los de Granada. Y él nos buscaría alfaqueque rico, sabiendo que nuestro retorno era muy cumplidero para el servicio del Rey de Castilla, y nos daría cédula por los dineros que hubiésemos menester mientras tornábamos con sosiego y comodidad. Y así pasaríamos adelante en bajel cóncavo o en lenta caravana, sin más cuidado que llevar bien el cuerno del unicornio y los huesos de fray Jordi.

Y que, en llegando a Castilla, alcanzaríamos merced y quien nos socorriera y podríamos ir ya a caballo al encuentro del Rey nuestro señor. Y que sería muy divertido ver cabalgar al Negro Manuel, el cual no lo había hecho nunca antes ni había visto caballo en su vida. Mas yo no consentiría que fuese a pie como criado ni que nadie lo hiciera de menos en la corte por ser negro. Antes bien en llegando ante el Rey diría bien alto, que lo sintieran el Canciller y los cortesanos perfumados de algalía que con el Rey están, que este negro que aquí veis es el más devoto cristiano y el más dedicado súbdito del Rey nuestro señor porque por servirlo ha dejado su tierra y gente y se ha venido a vivir con nosotros y ha pasado peligros y menguas y miserias sin cuento, sin esperanza de alcanzar merced alguna, y ha puesto su vida muchas veces en la barra por mejor servir a quien no conocía mas que de oídas y ha bebido muy amargos brebajes y gustado muy amargas viandas y ahora lo declaro mi igual y compañero y pido merced al Rey que lo case con una criada suya y le conceda por hacienda lo que pensara concederme a mí pues si el Rey le debe el unicornio yo le debo la vida.

Y en estos sueños y en estas conversaciones y trazas fuimos pasando delante y ya entrábamos por mejores tierras, por las que anduvimos otros dos meses. Y ya veíamos otros negros distintos a los de Cimagüe, menos retintos, y no nos tapábamos tanto y así íbamos por mejores caminos, siempre a donde sale el sol.

Y un día que hacían grandes y sofocantes calores llegamos a un cerro alto muy pelado de árboles desde el que vimos el mar azul. Y yo hube tan grande alegría que se me llenaron los ojos de lágrimas y empecé a derramar espeso llanto porque en viendo la mar me parecía que ya habíamos salido de las miserias y penalidades pasadas y que pronto estaríamos entre cristianos. Y cuantos desastres y desventuras nos habían acaecido de los que tan quebrantados y menguados estábamos, dábalos por bien empleados al lado de la gran dicha de volver a ver la mar y de imaginar que al otro lado de aquellas mismas aguas nos aguardaba Castilla. Y el Negro Manuel, al verme llorar tan copiosamente, dio él también en llorar y viendo yo su buen talante, luego me abracé a él renovando en mi corazón mis votos de mucho recompensarlo. Y es de notar que no hay cosa que más una a los hombres que los infortunios y los peligros. Y en consolándonos mutuamente pasamos adelante e iba el Negro Manuel el primero cortando la yerba con la espadilla donde era menester por más desahogadamente abrirme vereda en aquella espesura de cañas y cardos. Y caminaba yo detrás tan flojo y gastado que pensaba caerme a cada paso. Y en llegando al llano me pareció que el mar brillaba más que espejo y estaba muy tranquilo y era suave la costa como aquella por la que el Guadalquivir salía. Y yo no sabía dónde podíamos estar, mas imaginaba que por lo mucho andado al naciente del Sol no podía ser aquella la mar oceana sino la opuesta que está al otro lado del mundo. Y con ello estaba tan contento de haber alcanzado el mar que dejé las cavilaciones para más adelante y, arreciando el paso cuanto pude, llegamos a la playa que era de arenas muy finas y estaba llena de conchas y cáscaras de almejas chicas y grandes. Y allí nos vino la oscuridad de la noche y dormimos en un hoyo que abrimos en la arena con más sabor y regalo que en gentil cama bien emparamentada. Y a otro día buscamos lo que la marea había dejado y hallamos algunos peces muertos tanto chicos como grandes que comimos crudos por mengua de con qué hacer fuego. Y de aquellos peces, que eran podridos y hedían mucho, luego nos vino fiebre de la que estuvimos muy quejosos y con grandes dolores de barriga y cámaras por dos o tres días.

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