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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

En esto creo (25 page)

Gogol le da un soberbio giro a la relación entre memoria e identidad. Su picaro, Jlestajov, es recordado por todos, pero recordado no como lo que es, sino como lo que no es: el temido Inspector General. Con Kafka, regresamos a la tradición cervantina: nadie recuerda al agrimensor K. Milán Kundera le da a esta tradición su vuelta final en El libro de la risa y el olvido, donde aquellos que recuerdan, olvidan. Kundera, escribiendo desde una sociedad represiva y disfrazada, donde nada es lo que dice o parece ser, nos dice que el olvido es la única memoria de quienes no pueden o no quieren identificarse a sí mismos o a los demás.

En un magnífico cuento, «Instrucciones para Richard Howells», Julio Cortázar nos da otra clave de la memoria y el olvido. El personaje del cuento, el epónimo Richard Howells, asiste a una representación teatral. Hay una mirada de terror en la actriz principal, quien le susurra a Howells el espectador: «Sálvame. Me quieren matar.» ¿Qué ha sucedido? ¿Ha entrado Howells a la reresentación teatral, o ha ingresado la heroína al mundo cotidiano de Howells?

Lo que Cortázar propone es una circulación de géneros, blasfemia que la Ilustración —Voltaire notablemente— le reprochó a Shakespeare por ofrecer una vulgar ensalada de tragedia y comedia, personajes nobles y burlescos, lírica y regüeldo, todo en la misma obra. Cervantes también rompió géneros, mezclando épica y picaresca, novela pastoril y novela de amor, pero sobre todo, novelas dentro de la novela. Allí se reúnen Shakespeare y Cervantes: en la circulación de géneros, la «impureza» que ofendía a Voltaire, la mancha manchega de Quijote y las manos sucias de Macbeth.

Ambos, Shakespeare y Cervantes, acaban reuniéndose en esta circulación de géneros, verdadero bautizo de la libertad de creación moderna. La circulación adopta una clara y paralela forma en ambos autores: la de la novela dentro de la novela en Cervantes, que se convierte en teatro dentro del teatro en el retablo de Maese Pedro, dándole la mano al play wíthin the play de Shakespeare, teatro dentro del teatro, a fin, dice Hamlet, de «capturar la conciencia del rey». Harry Levin, analizando ambos teatros dentro del teatro, sugiere que en Hamlet el rey Claudio interrumpe la representación porque el teatro empieza a parecerse demasiado a la realidad. En cambio, en Don Quijote, el Caballero de la Triste Figura interrumpe violentamente una representación que empieza a parecerse demasiado a la imaginación. Claudio quisiera que la realidad fuese una mentira oculta, la muerte del padre de Hamlet. Don Quijote quiere que la fantasía sea realidad, una princesa prisionera de los moros, salvada por el valor enfurecido de Don Quijote.

Claudio debe matar al teatro para matar a la realidad. Quijote debe matar al teatro para darle vida a la imaginación. Quijote es el embajador de la lectura. Hamlet es el embajador de la muerte. Para obligar al mundo a recordar, Hamlet el héroe del Norte impone la muerte para sí y para los demás, como la única medida de su energía histórica. Para obligar al mundo a imaginar, Quijote el héroe del Sur impone el arte, un arte absoluto que ocupa el lugar de una historia muerta. Hamlet es el héroe de la duda, y su loco escepticismo desencadena un torrente de energía mortal. Hamlet le ofrece, al cabo, un sacrificio a la razón, que es la hija triunfadora de su enfermedad. Don Quijote es el héroe de la fe. El Hidalgo cree en lo que lee y su sacrificio consiste en recobrar la razón. Debe, entonces, morir. Cuando Alonso Quijano se vuelve razonable, Don Quijote ya no puede imaginar.

Hay otra cosa en común entre Don Quijote y Hamlet. Ambos son figuras incipientes, inimaginables antes de ser puestas en marcha, desde la arcilla de la imaginación, por Cervantes y Shakespeare. Los héroes antiguos nacen armados, como Minerva de la cabeza de Zeus. Son de una pieza, enteros. Don Quijote y Hamlet son inimaginables antes de ser descritos. Ambos pasan de ser figuras inimaginables a ser arquetipos eternos mediante la circulación contaminante de géneros. Su impureza los configura. Claudio Guillen describe al Quijote como un intenso diálogo de géneros que se encuentran, dialogan entre sí, se burlan de sí mismos y desesperadamente exigen algo más allá de sí mismos. Y en Hamlet, la libertad de género shakespeariana, la magnífica mezcla de estilos, sublime y vulgar en la misma diástole, tan simultánea como la retórica del rey Enrique V y el eructo del cobarde Ancient Pistol, ¿no coinciden acaso con la confrontación de estilos cervantina?

Sancho Panza le da a esta démarche —paso, aproximación, demarcación— su más loco sentido cuando el escudero, el representante mismo del realismo terreno, se convierte en el ilusorio gobernador de la Ínsula Barataría, y debe, igual que su amo Don Quijote, aunque menos felizmente, actuar en otra ficción dentro de la ficción.

Shakespeare tiene su anti-Sancho, el pomposo Polonio, quien de la manera más gratificante deletrea su falta de respeto hacia el género (que Polonio, obviamente, respeta porque el género es respetable y Polonio es el guardián de la respetabilidad cortesana) cuando anuncia la excelencia de la compañía de actores llegada a Elsinore: «Los mejores actores del mundo, trátese de tragedia, comedia, historia, pastoral, pastoralcomedia, históricopastoral, trágicohistórico, tragicómicohistóricopastoral: escena indivisible y poema sin límite.»

Los mundos limitados y divisibles de Shakespeare y Cervantes rehúsan la unidad de lo indivisible, la poesía de la eternidad. El hombre de la Mancha y el cisne del Avon son aquí y ahora, son hombres renacentistas. Uno más triste que el otro porque su historia española está cansada, agotada por la gesta imperial que circunnavegó el orbe y conquistó un nuevo mundo, y vaciada por la persecución y la intolerancia hacia las herencias árabe y hebrea, y por eso Cervantes adopta la máscara de la comedia. El otro más triste aún porque no cultiva ilusiones acerca de los actores que se pavonean una hora por el escenario rememorando su gloriosa gesta en Roma o Egipto, en Inglaterra o Escocia, y por eso, en la hora del triunfo isabelino, Shakespeare adopta la máscara de la tragedia.

Creo que ninguno de los dos cree en Dios pero no pueden decirlo y si el inglés cree en la tragedia de la voluntad y el español en la comedia de la imaginación, ambos saben lo difícil que es mantener imaginación a voluntad excepto mediante «palabras, palabras, palabras…».

Quijote el bueno y Macbeth el malo quieren olvidar. Hamlet el ambiguo quiere recordar. Pero Quijote es personaje de novela; Hamlet y Macbeth, de teatro. Quijote usa la máscara de la comedia; Hamlet y Macbeth, las de la tragedia. Quijote lee y es leído. Hamlet y Macbeth representan y son vistos. Borges se pregunta por qué motivo nos inquieta tanto que Don Quijote sea lector de Don Quijote y Hamlet espectador de Hamlet. Tales inversiones, sugiere Borges, sugieren a su vez que si los personajes de una obra de ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, lectores y espectadores también, también podemos ser ficciones. Pero Shakespeare es teatro, es espectáculo, es espacio público.

Evocaba un día con Terenci Moix, en Barcelona, la gloria de los viejos estudios de cine Gainsborough de Londres, de donde salieron películas en las que Margaret Lockwood no cabía en sus escotes aunque, ubérrima, los disfrazaba para salir de noche vestida de hombre, a asaltar caminos en compañía de James Masón, y a recompensar, sin duda, a su amante con la desnudez de unos senos que casi eran anginas.

Hoy, los viejos estudios se van a convertir en condominios. Pero como un postrer homenaje artístico, uno de sus gigantescos foros fue transformado, durante cuatro meses, en escenario para un doble evento teatral. Ante salas a reventar, Ralph Fiennes interpretó, en noches alternadas, dos tragedias políticas de Shakespeare, Ricardo II y Coriolano. El muy atractivo actor cinematográfico de El paciente inglés, La lista de Schindier y El final de la aventura es sobre todo un animal escénico. Su Hamlet en 1995 ganó el Tony (el Oscar teatral) en Broadway. Su Ricardo y su Coriolano son un premio que el actor se da a sí mismo.

Ambos se cuentan entre los papeles más difíciles del canon shakespeariano, porque son, por así decirlo, obras desnudas. En Otelo, Romeo y Julieta y el Rey Lear, los protagonistas ignoran su destino pero el público lo conoce y casi quisiera gritarle a Romeo, «No te suicides, Julieta vive», o a Otelo, «Iago te engaña, Desdémona te es fiel». En Ricardo II y Coriolano, los protagonistas poseen perfecta conciencia de quiénes son y el público, también, lo sabe. No hay, en este sentido, sorpresas. Lo que hay, a partir de esta decidida publicidad de ambas obras, es la más intensa reflexión dramática sobre la naturaleza de la política y el ejercicio del poder.

Ricardo II, obra escrita en 1595, se sitúa entre una pieza de principiante, Tito Andrónico, y el primer éxito grande del autor, Romeo y Julieta. Ricardo II es una obra sobre cómo se tiene y cómo se pierde el poder. Hay dos Ricardos. El de la primera parte, se siente ungido por Dios. Encarna el derecho divino de los reyes y lo ejerce caprichosamente. La ceremonia le da cuerpo al poder y Fiennes le da un movimiento ritualista, casi como un dandy sagrado, al personaje. Es un hombre con dos cuerpos, uno ungido, el otro físico. La imaginación del monarca, en el intento de conciliar al hombre y al rey, se encierra en sí misma. Su obsesión es ser rey a pesar de ser hombre o, dicho de otra manera, aniquilar el hombre para ser rey.

Semejante proyecto requiere un ejercicio inmenso de la imaginación y Ricardo, imaginándose, se pierde en sí mismo y pierde el poder. La corona es para él una prenda decorativa. El poder para Ricardo acaba siendo hecho interior, poder de la imaginación, una «lírica metafísica». Víctima de la imaginación del poder, el rey pierde la noción del ejercicio del poder. Su frivolidad lo conduce a la arbitrariedad. La arbitrariedad provoca la enemistad de los dañados por el poder de Ricardo. Los agravios acumulados estallan en rebelión. Vencido, Ricardo descubre que su corona es hueca y que el nombre de su corte es la Muerte.

Ralph Fiennes transita maravillosamente del primer Ricardo, frívolo y autocrático, al segundo, derrotado y adolorido. El dolor no se le queda adentro. Lo vacía con una especie de ternura culpable. Su grandeza es su derrota: su dolor, su desgracia. La historia no le da otra oportunidad más que «sentarse en la tierra y contar tristes noticias sobre la muerte de los reyes». Al mundo le dice: podéis derrocar mi poder y mi gloria, pero no mi pena.

Es una gran interpretación de un papel poco socorrido en una obra que no carece de imperfecciones formales. Es todo un acierto emparejarla con la más perfecta de las tragedias políticas de Shakespeare, Coriolano, escrita en 1607, entre Macbeth y Antonio y Cleopatra, es decir, a finales de la carrera del escritor.

Si la modulación de Ralph Fiennes en Ricardo II es doble, en Coriolano es, por lo menos, cuádruple. Éste es un personaje en lucha con Roma, su patria, con los enemigos de Roma, con su madre y consigo mismo. Coriolano, paladín del patriciado romano y detestado por la plebe de la ciudad, regresa triunfador de la guerra con las tribus que amenazan a Roma. Elegido Cónsul, se echa encima a la plebe, se exilia de Roma para unirse a sus antiguos enemigos, se dispone a saquear e incendiar a Roma, su madre lo disuade pero la clemencia le cuesta la vida. Dicho brutalmente, Coriolano se las ingenia para quedar mal con todos. Salvo con su madre. Pero ésta es la felicidad que lo destruye. Pues para la madre, Volumnia, su hijo Coriolano no es un ser de carne y hueso. Es una figura del poder, una obra de la fantasía materna. No ama al hijo, ama al conquistador militar y político. No lo deja ser él. Quiere hacerle creer que «un hombre es autor de sí mismo y no conoce otro parentesco».

Lo que la madre —en una interpretación insuperable de la extraordinaria Barbara Jefford— desconoce es que Coriolano no puede ser un gran político porque desconoce, a su vez, las artes de la adaptabilidad camaleónica. Es un hombre de principios, sin vanidad, sin «aires de importancia», todos vicios que un patricio desdeña porque no tiene nada que aparentar o pretender. Es. Pero la integridad de Coriolano pone en peligro la vanidad y la venalidad de cuantos lo rodean. Su destino es fatal. Es incómodo para todos. Se quedará solo. Y lo sabe. Será derrotado si hace y si no hace también.

El genio de Shakespeare —y el de Fiennes— consiste en darle a este hombre fatal y consciente de su fatalidad un extraordinario resquicio humano. Sorprendente resquicio en un autor tan verbal, tan discursivo, a menudo tan retórico, como Shakespeare. Esa grieta —esa rajadura— es el silencio. El personaje de la esposa Virgilia convoca a Coriolano a un amor sin palabras. En esos instantes callados con la mujer amada, Coriolano demuestra que es consciente, también, de lo que pierde: el amor, víctima de la araña política que transforma «el maná del cielo en bilis».

Obra comprometida con el acto político, con los temas del Partido y el Estado, Coriolano se ha prestado a toda suerte de confusiones ideológicas. La derecha francesa, en 1933, la aclamó y la izquierda la prohibió. Los nazis la glorificaron y el ejército norteamericano de ocupación, en 1945, prohibió su montaje alemán durante ocho años. Brecht la convirtió en épica comunista de la lucha de clase: la plebe buena contra el patricio malo. Sin ideologías congestionadas, Coriolano, obra superior del canon de William Shakespeare, es sólo la historia de un hombre abandonado por todos. Shakespeare le da un aura de inconclusión a la pieza, exactamente como el genio de Beethoven, en su propio Coriolano, termina en una inconclusa penumbra musical.

Hay, finalmente, otro Shakespeare y hay que verlo en la versión cinematográfica de Tito Andrónico, realizada por la famosa directora escénica de El Rey León, Julie Taymor. La Taymor no se anda por las ramas o, más bien, le pone ramas por manos a la hija de Tito mutilada, además, de lengua y de virgo. Shakespeare, en esta obra primeriza, decidió derrotar a Christopher Marlowe en el juego de horrores que, vistos de lejos en el teatro, son más soportables que en la cercanía de la cámara.

Hombres enterrados en la arena hasta el cuello y hasta morir de hambre. Hombres que se dejan mutilar una mano a cambio de la vida de sus hijos, sólo para verla enfrascada junto a las cabezas cortadas de los infantes.

Hombres colgados de los pies y degollados para que la sangre se derrame en cubetas. Los hijos de la proto Lady Macbeth, Tamora (furiosa Jessica Lange), servidos a su padre como pasteles vengativos cocinados por Tito Andrónico (camaleónico Anthony Hopkins)… La lista es interminable y nos recuerda que no hay nada nuevo bajo el sol. Tito Andrónico le gana, en el capítulo del horror, a American Psycho, a Crash, o a Stephen King. Ello le permitió a Voltaire despacharse al Cisne de Avon como «el colmo de la ferocidad y el horror… un histrión bárbaro… cuyas obras merecerían mostrarse en las ferias de provincia de hace doscientos años…». El atentado de Shakespeare al «buen gusto» y a la «mesura» son, en realidad, admirables, y nos recuerdan la ferocidad con que Octavio Paz respondió a la clasificación de la literatura mexicana como «fina y sutil»: «Cógelas del rabo, chillen, putas.»

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