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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

En esto creo (24 page)

Triunfa en México la revolución burguesa de Carranza, Obregón y Calles sobre la revolución popular de Zapata y Villa. Pero la Constitución de 1917 hace concesiones a los movimientos populares. Eleva a categoría constitucional el derecho al trabajo y la partición de la tierra, lado a lado con las garantías individuales, incluyendo el derecho de propiedad. La sociedad y sus leyes se construyen sobre los cadáveres de la revolución: Saturno devora a sus propios hijos hasta que un presidente extraordinario. Lázaro Cárdenas, reúne en haz las políticas de la revolución —educación pública, infraestructura, comunicaciones, reforma agraria— liberando al peón del latifundio y dándole posibilidad de emigrar a las ciudades y convertirse en mano de obra barata para un proceso de industrialización que contará, gracias a la nacionalización cardenista del petróleo, con combustible barato.

Todo esto va acompañado de un pacto implícito. Los «gobiernos emanados de la revolución» le dan al pueblo educación, trabajo, y estabilidad, pero no le dan democracia. Mientras el pacto se mantiene, México, entre 1938 y 1968, es modelo latinoamericano de estabilidad. El ejército se queda en los cuarteles y apoya al presidente que, cada seis años, pasa de ser «El Tapado» al Nuevo Ungido por el Gran Dedo del presidente en turno. El pacto se rompe cuando, en 1968, una juventud educada en las escuelas de la revolución y en los ideales de justicia y libertad, los exige en la calle y recibe, en cambio, la muerte durante la Noche de Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968. Esa noche terminó la revolución institucional en México y adquirió plena fuerza algo que nunca estuvo muerto: El movimiento social de los obreros, los campesinos, los estudiantes, la clase media… Tardó todavía tres décadas llegar a la transición que supone el triunfo de la oposición en la elección de presidente. Sucedió el 2 de julio de 2000 y no costó ni sangre ni rencillas ni dudas. Ganamos todos, he escrito.

Ernesto Zedillo, porque aseguró, ni más ni menos, que se cumpliese estrictamente la ley. Vicente Fox, porque su apuesta tesonera y combativa llevó a la oposición al poder. Y el pueblo de México entero porque al fin la lucha social y la lucha política se dieron la mano y la Revolución Mexicana, traicionada, deturpada, corrupta, constructiva, liberadora, contradictoria, logró lo que no lograron otras revoluciones del tercer mundo. La revolución, a veces, es la fidelidad a lo imposible.

Y es no sólo el triunfo contra la injusticia, sino contra la fatalidad —combate, a veces, más arduo. Stalin juntó la injusticia y la fatalidad como una broma perversa: Para él, todos los comunistas eran traidores salvo uno y ése, curiosamente, era el que detentaba el poder: Josip Stalin. No hace falta repetir los nombres que hacen eco a tan macabra política. Sí hará falta, siempre, revocar, por magníficas que sean, las pretensiones totalizantes, poéticas o políticas (Rimbaud: Hay que cambiar la vida; Marx: Hay que transformar el mundo) por la revolución que relativiza las cosas, pluraliza al mundo y renuncia a la ilusión de la totalidad, tan similar a la palabra totalitario. La revolución del siglo XXI consistirá en darle valor a la diferencia: étnica, política, religiosa, sexual, cultural…

Y entonces la palabra «revolución» aparecerá con el fulgurante significado que le dio María Zambrano: Revolución es Anunciación.

SEXO

Y luego hay las otras, nunca las demás, las damas de más, las demás damas. Las damas de antaño que François Villon evocó con una añorante belleza y una precisión que renunciaba para siempre al nuevo encuentro con la mujer que amamos y que pasó: las demás damas, nunca las damas de más, que se quedaron para siempre, consumado el sexo, como inquietos fantasmas coincidentes de lo que fue y de lo que pudo ser. «Dites moi où, ríen quel pays / est Flora la belle romaine…»

El eros primero son las niñas, dos compañeras de escuela en Washington con las que, poco a poco, me fui descubriendo en una maravillosa oscuridad propiciada por ellas, una, la de los anticuados bucles a la Mary Pickford y la otra pecosa audaz como lo sería hoy Periquita o Mafalda. Fueron las primeras, en la penumbra de los apartamentos cuando los padres estaban ausentes, que me revelaron y se revelaron, como una inocencia impúdica, cuando teníamos nueve años. ¿Por qué se sintieron obligadas a develar nuestro delicioso secreto? Nadie nos sorprendió nunca. Ellas tuvieron que confesarse, inermes, casi como si deseasen el castigo. Que para mí fue no volverlas a ver. En cambio, en Santiago de Chile, a los doce años, tuve la desgracia de enamorarme de una vecina de fleco nítido y ojos salvajes y ser descubiertos por su padre, un alto mando de la fuerza aérea chilena, que no sólo acabó con nuestro amor cachorro sino que obligó a mi familia a mudarse de casa. Al fin, en Buenos Aires, a los quince años, negándome a ir a las escuelas fascistas del ministro Hugo Wast, me encontré con que en nuestro edificio de apartamentos de Callao y Quintana sólo quedábamos, a las once de la mañana, yo y mi vecina de arriba, una actriz bellísima, con cabellera y ojos de plata. Mi primera estrategia sexual consistió en subir con mi ejemplar de la revista radial Sintonía, tocar a la puerta de la belleza y preguntarle: —¿Qué papel interpreta hoy Eva Duarte en su serie de «Mujeres Célebres de la Historia»? ¿Juana de Arco o Madame Dubarry? No olvido los ojos entrecerrados de mi ilusoria diosa de plata cuando me contestó: —Madame Dubarry, que es menos santa pero mucho más entretenida. Pasa, por favor.

El México de los cuarentas era un páramo sexual para el adolescente. Las noviecitas santas otorgaban sus manos sudorosas de torta compuesta en el cine, y poco más. Pero los burdeles mexicanos eran excitantes, extravagantes, melancólicos y de variada pelambre. La mayoría de las pupilas eran muchachas humildes llegadas a la capital o reclutadas en los barrios pobres, pero educadas para decir, invariablemente, «Soy de Guadalajara», como si provenir de la capital de Jalisco diese un particular cachet a la profesión más vieja del mundo. No se dejaban besar en la boca. Cubrían piadosamente su fatal imagen de la Virgen de Guadalupe al practicar el coito. Rara vez se encontraba uno a Belle de Jour, la mujer de treinta o cuarenta años incapaz de esconder dos cosas: su respetabilidad innata y su sexualidad insaciable.

Nos daban trato maternal y se esmeraban en educarnos. «Casa de La Bandida», catedral prostibularia regentada por una compositora de corridos revolucionarios y sedicente amante de Pancho Villa. «Insurgentes», lupanar de teatro especializado en «shows» lésbicos. «Darwin», refugio de damas decentes ansiosas de amor. «Centenario», parada de mujeres exóticas bajando por escaleras de mármol bajo lampadarios fin-de-siécle. Y «Meave», con sus ventanas abiertas al mercado de pescados y su confusión de aromas, sus camas de linóleo en canceles de oficina, su tentación del crimen latente… Con qué disciplina austera limpiaban las amanuenses los sofás de linóleo sin sábanas.

Graduarse sexualmente era encontrar una amante casada y sin problemas mayores que la discreción y la sombra. Y las novias se volvían más independientes y bellas. A veces, la hipocresía religiosa las frenaba y lanzaba a otros, más convencionales matrimonios. A veces, la distancia marchitaba amores con alguna mujer inolvidable que surgió de una laguna tropical con la mirada de atardecer y aurora. Claro, se parecía a Venus, la estrella de las dos horas. Luego vino una larga lista que no quisiera asociar al catálogo de Don Juan porque siento que nunca abusé, siempre acompañé, siempre experimenté, pero siempre en pareja, con derechos y obligaciones parejos, también, con igual intensidad, igual certeza de que participábamos, ella y yo, en la búsqueda de sentimientos permanentes aunque nuestras uniones fueran pasajeras. Recordadas una por una, hay casos de pasividad, sí, incluso de sumisión erótica, incluso de abyección de una y otra parte pero también de complicidad. Hubo exasperaciones repentinas y gratitudes permanentes. A veces, la estimulación provocaba angustia. A veces, un sentimiento de la plenitud irrenunciable. Después de todo, conocer el sexo es conocer el anuncio de las palabras del amor y desconocer lo que sigue porque el anuncio se basta e interrumpe lo mismo que promete.

Fui, muchas veces, un pasajero del sexo, actor privilegiado pero fugaz de un círculo de mujeres bellísimas, actrices acostumbradas a tomar un compañero presentable durante la breve época de una filmación. Me dieron más de lo que les di. Las recuerdo como grandes obsequios de la vida, apasionadas gracias a la ley misma de la transitoriedad, diosas de una temporada, hechiceras a veces crueles, siempre magníficas y magnánimas, a veces vulnerables hasta el extremo de la muerte. La novia muerta. Recuerdo a una, particularmente bella, requerida, galanteada pero siempre insatisfecha, dueña de una ausencia dolorosa que nadie podía llenar y ella misma no supo explicar antes de suicidarse. Recuerdo a otra, engañosa y divertida por los ardides mismos de sus trampas transparentes o expuestas como testimonio de su independencia. Sabía explotar su juego sexual: dos pelotas en el aire y una sola excitación verdadera. Compartir y excitar. Lo contrario de la mujer maravillosamente desvalida, tierna, no sumisa pero ansiosa de complacer y ser complacida, sabedora del abandono inminente y engrandecida por su manera de aceptar la experiencia y hacerme sentir que yo no daba tanto como lo que de ella recibía en las madrugadas de Roma.

Hay relaciones sexuales que recuerdo con una sonrisa. Las falsas suicidas. Las ideólogas que confunden el lecho con el pulpito. Las superficiales para quienes el sexo es un juego social. Pero también las inteligentes e intelectuales que le exigen tanto a la cabeza como al sexo. Las burlonas que escriben cartas falsarias y las muestran a sus amigas. Las que comparten, suplen, anticipan el lugar de esposa, madre, hija, novia… Las busqué como amantes. Las recuerdo como fantasmas. , Pero hay las que encarnaron con tal potencia que acabaron por conformar, a pesar de ellas mismas, un deseo que iba más allá de ellas y que se convertía en la búsqueda de una sola mujer que las contuviese a todas, pero que fuera singularmente ella. La encontré y he vivido con ella un cuarto de siglo. Con las demás tuve que terminar. Cada una evocaba todo lo que nunca me pertenecería porque cada mujer echa a andar por el mundo demasiadas cosas que reclaman su propia ley, más allá de la relación de pareja sexual. Es el momento de marcharse.

Y de convertir el sexo en literatura. Un cuerpo de palabras clamando por el acercamiento a otro cuerpo de palabras. ¿Son reales esas palabras, son una mentira? Corremos el riesgo de amar a una mujer (o a un hombre) que, como la Odette de Swann, no sean «nuestro tipo», no sean para nosotros, sólo sean prolongación espectral de nuestra libido… A todas hay que darles las gracias. Cada una representa no sólo un momento sino unas palabras. Éstas, de Lope de Vega: «Mas si del tiempo que perdí me ofendo / tal prisa me daré, que una hora amando / venza los años que pasé fingiendo.»

Esta hora de pasajera y mortal plenitud se agradece siempre, por fugaz que haya sido y aunque, para seguir con el poeta de La Dorotea, las dilaciones, frustraciones y engaños de las relaciones sexuales nos lleven a veces a maldecir el sexo y pensar que los cuervos que revolotean sobre los «lechos de batalla, campo blando», les sacarán los ojos a las ingratas, cuando en realidad, no hay más ojos que picotear que los nuestros. More bestiarum, a la manera de los animales, decía San Agustín del sexo, del cual tanto gozó en su juventud. Acaso sea mejor cambiar el tema, no sólo en virtud de la discreción que un hombre se impone en materia de relaciones sexuales, sino acaso, también, por una secreta ironía que los ingleses han transformado, prácticamente, en proverbio: «El placer es breve, el costo altísimo y la posición ridicula.» Mas, ¿quién está dispuesto a renunciar, a pesar de brevedad, costo y postura, a ese centro irradiante del mundo que es el lecho sexual? ¿Y quién no quisiera, al abandonar con sigilo el lecho de la amante, dejar escritas sobre la almohada las líneas de Góngora, «Aun a pesar de las tinieblas, bella / Aun a pesar de las estrellas, clara»?

SHAKESPEARE

«Adiós, adiós, recuérdame.» La frase con que el fantasma del padre de Hamlet aparece y desaparece, casi simultáneamente, es el gatillo de la tragedia. Hamlet duda porque recuerda. Actúa porque recuerda. Y representa porque recuerda. Hamlet es el memorioso. Donde todos olvidan o quisieran olvidar, él se encarga de recordar y de recordarles a todos el deber de ser o no ser.

Su ubicación es anómala. Hamlet es un príncipe y habita un palacio lleno de recuerdos dinásticos, Elsinore.

Una monarquía vive de la tradición rememorada porque en ello reside su legitimación. Hamlet se subleva, precisamente, contra la suplantación de la legitimidad por el rey Claudio, hermano asesino del padre de Hamlet. Memoria, sucesión, legitimidad, son el verdadero, «desnudo puñal» que Hamlet emplea al precio de la «quietud» de la muerte.

Don Quijote, en cambio, surge de una oscura aldea en una oscura provincia española. Tan oscura, en verdad, que el aún más oscuro autor de la novela no quiere (o no puede) recordar el nombre del lugar. No quiere o no puede: el lugar oscurece, esconde, ennegrece. Es «la mancha». Allí mismo, con el olvido de Cervantes, empieza la novela moderna, trazando un vasto círculo que culmina con la obsesión del narrador de Proust, en busca del tiempo perdido, o de los narradores de Faulkner, que están allí para que no se olvide el peso de la historia, la raza, el crimen de los Sartoris, los Snopes, el Sur…

Hamlet le hace al fantasma de su padre la promesa de desalojar de «la mesa de mi memoria» todo lo que no sea recuerdo del padre. Vivimos en un mundo de distracciones, afirma el Príncipe de Dinamarca, pero mientras la Memoria tenga sitio en la Mesa, toda «banal constancia» será barrida de ella. La memoria es «guardián de la mente» y así desea mantenerla Hamlet, al rojo vivo. Macbeth, en cambio, quisiera olvidar, convirtiendo a la memoria en «humo». Hamlet quiere recordar un crimen. Macbeth quiere olvidarlo, arrancar de la memoria «una enraizada desgracia», arrasar los pesares escritos en la mente, encontrar el antídoto dulce que limpie al pecho de esa «peligrosa materia», la memoria, pesar del corazón… Qué contraste con Hamlet y su fervoroso deseo de que la memoria sea «siempre verde», es decir, planta perenne del ser.

Semejante tensión entre el recuerdo y el olvido, semejante «puesta en abismo» de la memoria, revela la modernidad auroral de Shakespeare y Cervantes. Hamlet, Macbeth, Quijote, son protagonistas de una memoria difícil, selectiva. Hamlet quiere recordar un crimen. Macbeth quiere olvidarlo. Quijote sólo quiere recordar, en plural, sus libros y acaba recordando, en singular, su libro. Para la épica antigua, este tipo de dilema es ajeno. Lo propio de la épica, nos dice Eric Auerbach, es su omniinclusividad. Todo cabe, todo debe caber en la épica. Homero y Virgilio no olvidan nada. En cambio, el coronel Chabert de Balzac ha sido olvidado por su esposa, sus amigos, su sociedad. Todos creen que Chabert murió en el campo de batalla de Eylau. En cambio, Penélope teje y desteje convencida de que Odiseo no ha muerto ni será olvidado. Los personajes de la antigüedad poseen nombres y atributos inolvidables, fijos, eternos: Ulises es el prudente, Néstor el domador, el ligero (y colérico) es Aquiles. En cambio, entre dos escalones, la sirvienta de la casa se olvida del nombre que Walter Shandy quiere darle a su hijo recién nacido, Trismegisto, y gracias al olvido de una criada, el «héroe» de la novela se ve endilgado, para siempre, con un nombre indeseable, Tristram.

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