Read En la arena estelar Online
Authors: Isaac Asimov
Para ser exacto: era el sonido de un contador de radiación que iba registrando las partículas cargadas y las duras ondas gamma que llegaban a él; los suaves impulsos electrónicos se fundían formando un leve murmullo. Era el sonido de un contador que contaba la única cosa que podía contar: ¡la muerte!
Despacio, de puntillas, Biron fue retrocediendo. Desde un par de metros de distancia proyectó el haz luminoso en dirección a las profundidades del armario. El contador estaba allí, en el distante rincón, aunque verlo no significó nada para él.
Había estado allí desde su ingreso en la universidad. La mayoría de los estudiantes recién llegados de los Mundos Externos compraban un contador durante la primera semana de su estancia en la Tierra. Al principio pensaban mucho en la radiactividad de la Tierra, y sentían la necesidad de protección. Generalmente vendían los contadores a la siguiente promoción de alumnos, pero Biron había conservado el suyo; ahora se alegraba de ello.
Se dirigió a su escritorio, donde guardaba su reloj de pulsera mientras dormía. Su mano tembló un poco cuando lo sostuvo a la luz de la linterna. La correa del reloj era de plástico flexible entretejido, y de una suavidad blanca casi líquida. Lo observó cuidadosamente desde ángulos diferentes; no había duda de que estaba blanco.
Aquella correa había sido otra de sus primeras compras. Una radiación enérgica la convertía en azul, y el azul en la Tierra era el color de la muerte. Si uno se perdía o se descuidaba, era fácil extraviarse durante el día sobre un trozo de suelo radiactivo. El gobierno cercaba tantas manchas radiactivas como podía, y, como es natural, nadie se acercaba nunca a las grandes superficies mortíferas que comenzaban algunos kilómetros fuera de la ciudad. Pero la correa era un seguro. Si en alguna ocasión se tornaba ligeramente azul, había que presentarse en el hospital para recibir tratamiento. No cabían discusiones. El compuesto de que estaba fabricada era precisamente tan sensible a la radiación como el propio cuerpo, y podían utilizarse aparatos fotoeléctricos adecuados para medir la intensidad de la coloración azulada, con lo cual se podía determinar rápidamente la gravedad del caso.
Un azul oscuro brillante era el fin. Así como el color no desaparecería nunca, tampoco la persona contaminada podría descontaminarse. No había cura, escape ni esperanza. Sólo quedaba esperar en algún sitio de un día a una semana, y lo único que podía hacer el hospital era tomar las disposiciones finales para la cremación.
Pero, por lo menos, la correa estaba todavía blanca, y el tumulto de los pensamientos de Biron se calmó un poco.
De modo que no había mucha radiactividad. ¿Sería quizás otro aspecto de la broma? Biron pensó en ello y decidió que no podía ser. Nadie le haría tal broma a otro; por lo menos en la Tierra, donde la manipulación ilegal de material radiactivo se castigaba con la pena de muerte. Aquí, en la Tierra, se tomaban la radiactividad en serio; no tenían más remedio. Nadie hubiese hecho una cosa así, sin una razón poderosísima.
Lo pensó cuidadosa y explícitamente, enfrentándose abiertamente con la idea. Una razón poderosísima, como, por ejemplo, un deseo de asesinar. Pero, ¿por qué? No podía haber motivo alguno. En sus veintitrés años de vida no había tenido nunca un enemigo serio. No tan serio, desde luego, como para que intentara asesinarle.
Agarró con las manos su corto cabello. Era una idea ridícula, pero no había manera de eludirla. Retrocedió cuidadosamente hacia el armario. Allí debía de haber algo que enviaba la radiación, algo que no estaba cuatro horas antes. Lo vio casi inmediatamente.
Era una cajita de no más de quince centímetros de lado. Biron la reconoció, y su labio inferior tembló ligeramente. No había visto una antes, pero había oído hablar de ellas. Levantó el contador y se lo llevó al dormitorio. El pequeño murmullo disminuyó, cesando casi por completo. Comenzó de nuevo cuando el delgado tabique de mica, a través del cual entraba la radiación, estuvo orientado hacia la caja. No le quedaba duda alguna. Era una bomba de radiación.
Aquellas radiaciones no eran mortales por sí mismas; no eran más que un detonador; en el interior de la pequeña caja se encontraba una diminuta pila atómica. Isótopos artificiales de corta vida la calentaban lentamente, permeándola con partículas apropiadas. Cuando se alcanzase el umbral de calor y densidad de partículas, la pila reaccionaría. Generalmente no lo hacía en forma de explosión, si bien el calor de reacción serviría para fundir la caja, convirtiéndola en un pedazo de retorcido metal, sino que produciría un tremendo estallido de radiación que mataría a todo ser viviente en un radio desde unos dos metros hasta diez kilómetros, según el tamaño de la bomba.
No había manera de saber cuándo se alcanzaría el umbral. Quizás al cabo de horas, quizás al momento siguiente. Biron permaneció de pie, impotente, sujetando débilmente la linterna con sus húmedas manos. Media hora antes el visiófono le había despertado, y entonces no tenía inquietud alguna. Ahora sabía que iba a morir.
Biron no quería morir, pero se encontraba acorralado, y no había dónde esconderse.
Conocía la geografía de la habitación. Estaba al final de un pasillo, de modo que solamente había otra habitación a uno de los lados y, desde luego, encima y debajo de él. La habitación del mismo piso estaba junto al cuarto de baño; los aseos de ambas habitaciones eran contiguos. Dudaba que pudieran oírle.
Quedaba el cuarto de abajo.
Había en la habitación un par de sillas plegables, destinadas a las visitas. Cogió una de ellas, que produjo un chasquido al dar contra el suelo. La puso de canto, y el ruido se hizo más duro y más fuerte.
Esperó después de cada golpe, preguntándose si conseguiría despertar al que dormía abajo, y molestarle lo suficiente para que diese parte de la perturbación.
De improviso percibió un leve ruido, y esperó, con la silla alzada por encima de su cabeza. Volvió a oírse el ruido, algo así como un grito distante. Procedía de la dirección de la puerta.
Dejó caer la silla y contestó gritando. Pegó la oreja contra la hendidura donde la puerta se unía con la pared, pero el ajuste era bueno, e incluso allí el sonido era débil.
Pudo, no obstante, percibir que alguien pronunciaba su nombre.
—¡Farrill! ¡Farrill! —gritaron varias veces, y luego algo más que no entendió bien, quizá si estaba allí o si se sentía bien.
—¡Abrid la puerta! —contestó rugiendo.
Lo repitió tres o cuatro veces. Se hallaba en un estado de impaciencia febril. Quizás en aquel mismo instante la bomba estuviese a punto de estallar.
Le pareció que le oían. Por fin volvió a oírse una voz sofocada:
—¡Cuidado! Algo..., demoledor...
Comprendió lo que significaba, y se alejó rápidamente de la puerta.
Oyó un par de sonidos breves, como chasquidos, y hasta percibió las vibraciones producidas en el aire de la habitación. Siguió un ruido terrible, y la puerta se abrió hacia dentro. Entró la luz del pasillo.
Biron salió precipitadamente, con los brazos extendidos.
—¡No entréis! —gritó—. Por amor de la Tierra, no entréis. ¡Hay una bomba de radiación!
Se enfrentó con dos hombres. Uno de ellos eran Jonti, y el otro Esbak, el superintendente, quien sólo estaba parcialmente vestido.
—¿Una bomba de radiación? —balbuceó Esbak. Pero Jonti preguntó directamente:
—¿De qué tamaño?
Tenía aún en la mano el demoledor, y eso era lo único que desdecía de su elegante aspecto, incluso a aquella hora de la noche.
Biron sólo pudo indicar el tamaño de la bomba con un gesto de las manos.
—Bien —dijo Jonti. Parecía muy sereno, y se volvió hacia el superintendente—: Será mejor evacuar las habitaciones de esta área, y si tienen pantallas de plomo en algún lugar de la universidad, haga que las traigan y las coloquen en el pasillo. Yo no permitiría que nadie entrase hasta la mañana. —Se volvió hacia Biron—: Probablemente su radio es de cuatro a seis metros. ¿Cómo entró aquí?
—No lo sé —dijo Biron. Se enjugó la frente con el dorso de la mano—. Si no le importa, tengo que sentarme.
Echó una ojeada a su muñeca, y se dio cuenta de que su reloj de pulsera estaba aún en la habitación. Sintió deseos de volver a entrar para buscarlo.
Ahora había movimiento, pues estaban sacando a los estudiantes de sus habitaciones.
—Venga conmigo —dijo Jonti—. Me parece que hará bien en sentarse.
—¿Por qué ha venido a mi habitación? —preguntó Biron—. No es que no se lo agradezca, usted ya me comprende.
—Le llamé y no obtuve respuesta. Y tenía que verle.
—¿Verme a mí? —Hablaba con cuidado, tratando de dominar su respiración irregular—. ¿Por qué?
—Para advertirle de que su vida estaba en peligro.
Biron se rió nerviosamente.
—Ya me he enterado.
—Eso sólo ha sido la primera prueba. Volverán a intentarlo.
—¿Quiénes son ellos?
—Aquí no, Farrill —dijo Jonti—. Necesitamos estar solos. Usted es un hombre marcado y puede que ya me haya puesto en peligro yo también.
La sala de estudiantes estaba vacía y oscura. Difícilmente podía haber sido de otro modo a las cuatro y media de la madrugada. Y, no obstante, Jonti vaciló un momento, mientras mantenía abierta la puerta, escuchando.
—No —dijo en voz baja—, deje apagadas las luces. Para hablar no las necesitamos.
—He tenido ya suficiente oscuridad por una noche —murmuró Biron.
—Deje la puerta entreabierta.
A Biron le faltaba voluntad para discutir. Se dejó caer en la silla más cercana y observó cómo el rectángulo de luz de la puerta se reducía a una estrecha línea. Ahora que todo había pasado, sentía los efectos.
Jonti detuvo la puerta y apoyó su bastoncillo sobre la línea de luz en el suelo.
—Obsérvelo. Nos indicará si alguien pasa, o si se mueve la puerta.
—Por favor, no estoy de humor para conspiraciones —dijo Biron—. Si no le importa, le agradeceré que me diga lo que ha de decirme. Me ha salvado la vida, y mañana me sentiré debidamente agradecido. Pero, por el momento, lo que deseo es un trago y un buen descanso.
—Me hago cargo de sus sentimientos —dijo Jonti—, pero de momento se ha evitado un descanso demasiado largo; desearía que no fuera sólo por un momento. ¿Sabe que conozco a su padre?
Era una pregunta abrupta y Biron alzó las cejas, gesto que pasó desapercibido en la oscuridad.
—Nunca me ha dicho que le conociese —respondió.
—Me hubiese extrañado si se lo hubiera dicho. No me conoce por el nombre que uso aquí. Y, por cierto, ¿ha sabido algo de su padre recientemente?
—¿Por qué lo pregunta?
—Porque corre peligro.
—¿Qué?
Jonti buscó en la oscuridad el brazo del otro y lo sujetó con fuerza.
—Por favor, siga hablando en voz baja.
Biron se dio cuenta por primera vez de que habían estado hablando en un murmullo.
—Seré más concreto —prosiguió Jonti—. Su padre ha sido detenido. ¿Comprende lo que significa eso?
—No, la verdad es que no lo entiendo. ¿Quién le ha detenido, y qué quiere usted decir? ¿Por qué me está fastidiando?
Las sienes de Biron latían violentamente. La hypnita y la proximidad de la muerte le imposibilitaban para contender con el hombre frío y elegante que tenía a su lado, tan cerca que sus murmullos resultaban tan claros como si hubieran sido gritos.
—Supongo que tendrá alguna idea del trabajo que su padre está realizando.
—Si conoce a mi padre, debe saber que es un ranchero de Widemos. Ese es su trabajo.
—Bueno, no hay razón para que se fíe de mí, salvo por el hecho de que estoy arriesgando mi vida por usted. Pero ya sé todo lo que pueda decirme. Por ejemplo, sé que su padre ha estado conspirando contra los tyrannios.
—Lo niego —dijo enérgicamente Biron—. El servicio que me ha prestado esta noche no le da derecho a hacer tales afirmaciones sobre mi padre.
—Es necio ser tan evasivo, amigo mío, y me está haciendo perder el tiempo. ¿No se da cuenta de que la situación está ya más allá de la esgrima verbal? Lo diré claramente. Su padre ha sido arrestado por los tyrannios. Quizás esté ya muerto.
—No lo creo —contestó Biron, levantándose a medias.
—Estoy en situación de saberlo.
—Acabemos con esto, Jonti. No estoy de humor para misterios y me molesta ese intento suyo de...
—Bien, ¿de qué? —La voz de Jonti perdió algo de su tono refinado—. ¿Qué gano yo contándole esto? ¿Acaso debo recordarle que lo que sé, y usted se niega a creer, me hizo comprender que intentarían eliminarle? Piense en lo que ha ocurrido, Farrill.
—Comience de nuevo y dígalo claramente —dijo Biron—. Le escucho.
—Muy bien. Supongo, Farrill, que sabe que soy un compatriota de los Reinos Nebulares, aunque me hago pasar por un vegano.
—Por su acento pensé que podría ser así. No me pareció importante.
—Pues es importante, amigo mío. Vine aquí porque a mí, como a su padre, no me gustaban los tyrannios. Hace cincuenta años que oprimen a nuestro pueblo. Son ya muchos años.
—No soy un político.
La voz de Jonti mostró otra vez un acento irritado.
—Oh, no soy uno de sus agentes que trata de comprometerle. Le estoy diciendo la verdad. Hace un año me cogieron, como ahora han cogido a su padre. Pero conseguí escaparme, y vine a la Tierra, donde creí que estaría a salvo hasta que estuviese preparado para regresar. Eso es todo lo que necesito contarle acerca de mí mismo.
—Es más de lo que he preguntado.
Biron no conseguía eliminar de su voz un tono poco amistoso. Jonti le afectaba desfavorablemente con su amanerada precisión.
—Ya lo sé. Pero es necesario que, por lo menos, le diga eso, pues fue así como conocí a su padre. Trabajaba conmigo, o mejor dicho, yo trabajaba con él. Me conocía, pero no oficialmente, como el noble más grande del planeta de Nefelos. ¿Comprende?
Biron, sumido en la oscuridad, asintió inútilmente con la cabeza.
—Sí —musitó.
—No es necesario entrar en más detalles. Incluso aquí he conservado mis fuentes de información, y sé que ha sido detenido. Lo sé. Si sólo hubiera sido una sospecha, este intento de asesinato a usted constituiría una prueba suficiente.
—¿De qué modo?
—Si los tyrannios tienen al padre, ¿cree que van a dejar al hijo en libertad?