En la arena estelar (27 page)

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Authors: Isaac Asimov

—Uno de ustedes cuatro me dirá dónde encontrar este mundo que buscan —dijo Aratap—. Uno de ustedes será razonable. El que sea ganará lo que le he prometido. Los demás serán cazados, apresados, ejecutados, lo que sea peor para cada uno. Debo advertirles que si tengo que ser sádico también puedo serlo. —Esperó un momento y preguntó—: ¿Quién será? Si no habla, lo hará el otro. Lo habrán perdido todo y yo tendré igualmente la información que deseo.

—No sirve de nada —dijo Biron—. Lo está preguntando todo muy meticulosamente, pero de nada le servirá. No existe tal mundo de rebelión.

—El autarca afirma que existe.

—Entonces pregúnteselo al autarca.

Aratap arrugó la frente. Aquel joven llevaba su audacia más allá de lo razonable.

—Me siento inclinado a tratar con uno de ustedes —dijo.

—Ya ha tratado usted con el autarca en otras ocasiones. Hágalo nuevamente. No deseamos comprar nada de lo que usted puede vendernos. —Biron miró en derredor y preguntó—: ¿No es así?

Artemisa se le acercó aún más y su mano se cerró lentamente sobre el hombro del muchacho. Rizzet se limitó a asentir, y Gillbret murmuró:

—¡Así es!

—Ustedes mismos lo han decidido —dijo Aratap, y apretó con un dedo el botón adecuado.

La muñeca derecha del autarca estaba inmovilizada por medio de una ligera funda metálica, sujeta magnéticamente a la banda metálica situada alrededor de su abdomen. La parte izquierda de su cara estaba hinchada y era de un color azulado, salvo por una cicatriz irregular mal curada que la cruzaba y formaba una costura rojiza. Después del primer movimiento que había liberado su brazo sano de la presión del guarda que estaba a su lado, permaneció inmóvil delante de ellos.

—¿Qué quiere?

—Se lo diré dentro de un momento —dijo Aratap—. Primero quiero que piense usted en su audiencia. Fíjese en quienes tenemos aquí. Por ejemplo, aquí está el joven a quien quiso usted matar, y que, no obstante, vivió lo bastante para lisiarle y destruir sus planes, a pesar de que usted era un autarca y él no era sino un exiliado.

Era difícil saber si la mutilada cara del autarca se había ruborizado; no movió ni un solo músculo. Aratap prosiguió sin tratar de averiguarlo.

—Éste es Gillbret oth Hinriad, quien salvó la vida del joven y lo llevó a usted —dijo con calma y casi indiferencia—. Y ésta es la señorita Artemisa, a quien según me dicen hizo usted la corte de una manera encantadora y, sin embargo, le traicionó a usted por amor al joven. Éste es el coronel Rizzet, su ayudante militar de más confianza, quien también le traicionó. ¿Qué debe a esas personas, autarca?

—¿Qué quiere? —repitió el autarca.

—Información. Démela y volverá a ser autarca. En la corte del Khan se tendrán favorablemente en cuenta sus relaciones anteriores con nosotros. De lo contrario...

—¿De lo contrario?

—De lo contrario la obtendré de ellos, ¿comprende? Ellos se salvarán y usted será ejecutado. Por eso le pregunto si les debe algo, para que tenga la oportunidad de salvar sus vidas empeñándose obstinadamente.

La cara del autarca se torció dibujando una sonrisa.

—Ellos no pueden salvar su vida a mi costa. No saben la situación del mundo que usted busca; pero yo sí.

—No he dicho cuál es la información que busco, autarca.

—Sólo hay una cosa que pueda usted buscar. —Su voz se hizo más opaca, casi desconocida—. Si decido hablar, ¿dice usted que entonces mi autarquía quedará como antes?

—Mejor guardada, naturalmente —dijo Aratap con deferencia.

—Si le cree, no conseguirá sino añadir traición sobre traición, y al final le matarán igualmente —gritó Rizzet.

El guardia se adelantó, pero Biron se le anticipó, lanzándose sobre Rizzet y arrastrándole hacia atrás a la fuerza.

—No seas necio —musitó—. No puedes hacer nada.

—No me importa ni la autarquía ni yo mismo, Rizzet —dijo el autarca. Se volvió a Aratap—: ¿Morirán éstos? Por lo menos debe prometérmelo. —Su horriblemente desfigurada faz se retorció de un modo salvaje. Señaló a Biron y añadió—: Sobre todo, ése.

—Si éste es su precio, trato hecho.

—Si yo pudiese ser su verdugo, le eximiría de toda otra obligación para conmigo. Si mi dedo pudiese controlar su desintegración, sería una compensación parcial. Pero si eso no puede ser, por lo menos le diré lo que él no quisiera que le dijese. Le daré ro, theta y fi en parsecs y radianes: 7352,43; 1,7836 y 5,2112. Estos tres puntos determinan la posición del mundo en la galaxia. Ahora ya los tiene.

—Así es, en efecto —dijo Aratap mientras tomaba nota. —Rizzet consiguió desasirse y gritó:

—¡Traidor! ¡Traidor!

Biron, sorprendido, perdió su presa sobre el linganio y cayó al suelo.

—¡Rizzet! —gritó inútilmente.

Rizzet, con las facciones distorsionadas, luchó un instante con el guardia. Otros guardias iban entrando ya, pero Rizzet tenía ahora el demoledor. Con manos y rodillas luchaba contra los soldados tyrannios. Biron se lanzó contra aquel montón de cuerpos uniéndose a la lucha; asió a Rizzet por la garganta, ahogándole, arrastrándole hacia atrás.

—¡Traidor! —exclamó Rizzet con voz ahogada, tratando de seguir apuntando, mientras el autarca procuraba desesperadamente apartarse a un lado.

¡Al fin disparó! Luego le desarmaron y lo arrojaron al suelo, donde quedó boca arriba.

Pero el hombro derecho y la mitad del pecho del autarca habían desaparecido. Su antebrazo pendía grotescamente de su funda magnetizada. Los dedos, la muñeca y el codo terminaban en una negra ruina. Por un instante pareció como si los ojos del autarca centelleasen, mientras que el cuerpo conservaba aún un absurdo equilibrio, luego se apagaron, y cayó al suelo, donde no quedó sino un residuo carbonizado.

Artemisa sollozaba ocultando la cara en el pecho de Biron. Éste hizo un esfuerzo para mirar una vez, con firmeza y sin vacilación, el cuerpo del asesino de su padre, y luego apartó la mirada. Hinrik, desde un distante rincón de la habitación, musitaba y se reía solo.

Aratap era el único que conservaba la calma.

—Llévense el cadáver —dijo.

Así lo hicieron, y luego chamuscaron el suelo con un rayo calorífico suave para eliminar la sangre. Sólo quedaron algunas marcas aisladas de carbonización.

Ayudaron a Rizzet a levantarse. Los apartó con ambas manos y, furioso, se volvió a Biron.

—¿Qué estaba haciendo? ¡Casi me hizo errar el tiro!

—¡Ha caído en la celada de Aratap! —dijo Biron con voz cansada.

—¿Celada? ¿Es que no maté al bandido?

—Ahí estaba la celada. Le hizo un favor.

Rizzet no respondió, y Aratap tampoco dijo nada. Escuchaba con cierta complacencia. El cerebro de aquel joven funcionaba bien.

—Si Aratap oyó lo que nos dijo haber oído —dijo Biron—, sabía que solamente Jonti tenía la información que quería. Jonti así lo dijo, y con énfasis, cuando se enfrentó con nosotros después de la lucha. Era evidente que Aratap nos estaba interrogando para quebrantarnos, hacer que obrásemos alocadamente cuando llegase la hora. Yo estaba preparado para enfrentarme con el impulso irracional con que él contaba. Usted no lo estaba.

—Había supuesto que sería usted quien lo hiciese —interrumpió Aratap con suavidad.

—Yo le hubiese apuntado a usted —dijo Biron. Se volvió nuevamente a Rizzet—: ¿No ve que él no quería vivo al autarca? Los tyrannios son como serpientes. Quería la información del autarca; no quería pagar por ella; no se podía arriesgar a matarle. Usted lo hizo por él.

—Correcto —dijo Aratap—. Y tengo la información.

De improviso resonó un clamor de timbres. Rizzet comenzó a hablar.

—Bueno. Si le hice un favor, también me lo hice a mí mismo.

—No del todo —dijo el comisario—, puesto que nuestro joven amigo no ha llevado lo suficientemente lejos el análisis. Verá; se ha cometido un nuevo crimen. Si su único crimen hubiese sido traición a Tyrann, eliminarle a usted hubiese sido cuestión delicada desde el punto de vista político. Pero ahora que el autarca de Lingane ha sido asesinado, podrá usted ser juzgado, condenado y ejecutado por la ley de Lingane, y no será necesario que Tyrann tome parte alguna en ello. Eso será muy conveniente, pues...

Entonces se interrumpió, ceñudo. Había oído el clamor de los timbres, y se dirigió hacia la puerta. Con un pie hizo funcionar el mecanismo de apertura.

—¿Qué ocurre?

Un soldado saludó.

—Alarma general, señor. Compartimientos de almacenaje.

—¿Fuego?

—No se sabe aún, señor.

«¡Gran Galaxia!», exclamó Aratap para sus adentros, y retrocedió entrando de nuevo en la habitación.

—¿Dónde está Gillbret?

En aquel momento se dieron cuenta de la ausencia de Gillbret.

—Le encontraremos —dijo Aratap.

Lo encontraron en la sala de máquinas, escondido tras las gigantescas estructuras, y le llevaron medio a rastras a la cabina del comisario.

—No se puede uno escapar de una nave —dijo secamente Aratap—. No le sirvió de nada hacer sonar la alarma general. Incluso así el tiempo de confusión es limitado. Me parece que ya basta. Hemos conservado con nosotros el crucero que usted robó, Farrill, mi propio crucero, a bordo. Será utilizado para explorar el mundo de la rebelión. Tan pronto como se haya calculado el salto partiremos hacia los puntos de referencia proporcionados por el llorado autarca. Será una aventura de una clase como no es corriente que se presente en el transcurso de una tranquila generación como la nuestra.

En su mente se presentó de repente la imagen de su padre al mando de un escuadrón, conquistando mundos. Se alegraba de que Andros se hubiese ido. La aventura sería exclusivamente suya.

Después de aquello fueron separados. A Artemisa la dejaron con su padre, y a Rizzet y Biron los enviaron en direcciones opuestas. Gillbret se debatía y chillaba.

—¡No quiero quedarme solo! ¡No quiero estar incomunicado!

Aratap suspiró. Los libros de historia decían que el abuelo de aquel hombre había sido un gran gobernante. Resultaba degradante tener que presenciar una escena así.

—Pónganle con uno de los otros —dijo de mal talante.

Pusieron a Gillbret con Biron. No hablaron entre sí hasta que llegó la «noche» a bordo de la nave del espacio, cuando las luces se tornaron de un color púrpura oscuro. Era lo suficientemente claro para que se les pudiese vigilar por medio del sistema televisor de los guardas, pero lo bastante oscuro para que se pudiese dormir.

Pero Gillbret no dormía.

—Biron —murmuró—. Biron.

—¿Qué quiere? —preguntó Biron, saliendo de un semisueño.

—Biron, ya lo he hecho. Está arreglado, Biron.

—Trate de dormir, Gil —dijo Biron.

—Pero es que lo he arreglado, Biron. Aratap puede ser listo, pero yo lo soy más. ¿Verdad que es divertido? No tienes por qué preocuparte, Biron. No te preocupes. Lo he arreglado.

Mientras hablaba sacudía febrilmente a Biron. Éste se irguió y se sentó.

—¿Qué le ocurre?

—Nada, nada. Lo he arreglado.

Gillbret sonreía pícaramente, como un muchacho que ha hecho una travesura.

—¿Qué es lo que ha arreglado? —Biron se levantó, y cogiendo al otro por los hombros hizo que también se levantase—. Contésteme.

—Me encontraron en la sala de máquinas. —Las palabras le salían a borbotones—. Creían que me escondía, pero no era así. Hice sonar la alarma del almacén porque tenía que estar solo unos cuantos minutos, muy pocos. Biron: he puesto en cortocircuito los hiperatómicos.

—¿Qué?

—Fue sencillo, tardé un minuto. Y no se darán cuenta. Lo hice con mucha astucia. No se enterarán hasta que traten de dar el salto, y entonces todo el combustible se convertirá en energía gracias a una reacción en cadena, y la nave, nosotros, Aratap y todo lo que se sabe del mundo de la rebelión no será sino una tenue expansión de vapor de hierro.

Biron retrocedía, abriendo los ojos.

—¿Hizo eso?

—Sí. —Gillbret ocultó la cabeza entre las manos y se balanceó hacia delante y hacia atrás—. Moriremos, Biron. Y no temo morir, pero no quiero morir solo. Solo no. Tenía que ser con alguien. Me alegro de estar contigo. Quiero estar con alguien cuando muramos. Pero no sufriremos. Será rápido... No hará daño. No hará... daño.

—¡Idiota! ¡Loco! —estalló Biron—. De no haber sido por esto, todavía podríamos haber triunfado.

Gillbret no le oyó. Sus oídos estaban llenos de sus propias lamentaciones. Lo único que Biron pudo hacer fue precipitarse hacia la puerta.

—¡Guardia! —gritó—. ¡Guardia! ¿Quedaban horas o solamente minutos?

21.- ¿Aquí?

El soldado llegó ruidosamente por el pasillo.

—¡Métase ahí dentro! —ordenó con voz agria y dura.

Estaban frente a frente, contemplándose. En las pequeñas cabinas inferiores, que también servían de celdas para prisioneros, no había puerta, sino un campo de fuerza que se extendía de un lado a otro, y de arriba abajo. Biron podía sentirlo con la mano. Al principio ofrecía escasa resistencia, algo así como una goma que se tensa hasta casi el límite, y que entonces deja de ceder, como si aquella presión inicial la convirtiese en acero.

Biron la sintió en su mano, y sabía que si bien detendría por completo la materia, sería tan transparente como el espacio al haz energético de un látigo neurónico. Y el guardia sostenía uno.

—Tengo que ver al comisario Aratap —dijo Biron.

—¿Y por eso está alborotando? —El guardia no estaba de muy buen humor. El servicio nocturno no era muy estimado y, además, estaba perdiendo en las cartas—. Lo haré saber cuando se enciendan las luces.

—No es posible esperar —dijo Biron desolado—. Es importante.

—Tendrá que esperar. ¿Se echa para atrás o quiere un poco de látigo?

—Mire —dijo Biron—, este hombre que está conmigo es Gillbret oth Hinriad. Está enfermo, quizá moribundo. Si se muere un Hinriad en una nave tyrannia porque no me quiere dejar hablar con el que manda, no lo pasará muy bien.

—¿Qué tiene?

—No lo sé. ¿Quiere apresurarse? ¿O está cansado de vivir?

El guardia musitó algo y se fue.

Biron le siguió con la mirada hasta donde lo permitió la oscura luz purpúrea. Aguzó el oído, tratando de captar el aumento de pulsación de las máquinas, el cual indicaría que la concentración de energía iba aumentando para llegar al punto álgido preliminar de un salto, pero no pudo oír absolutamente nada.

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