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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

En Silencio (20 page)

Wagner estaba bastante impresionada.

—Me gustan sus trajes —le dijo sinceramente, cuando se dirigieron al ascensor de cristal que conducía hasta el restaurante, ubicado en la quinta planta—. Muy a la moda.

—Señora Wagner, sus palabras son música para mis oídos —Por lo visto, cuando O'Connor estaba sobrio prefería usar el apellido de la gente—. Para ser fiel a la verdad, no estoy muy al tanto de las modas. Apenas sobreviven a su nacimiento y eso es demasiado esfuerzo para mí. Ya tengo bastante con perseguir la velocidad de la luz.

—No lo sé. Pero usted más bien transmite la impresión de ir detrás de las modas todo el tiempo.

—Estoy fanfarroneando. Me compro mi ropa antes de que se ponga de moda, y dejo de usarla antes de que pase de moda. De ese modo uno siempre está elegante sin estar pendiente de ella. Después de usted, por favor.

Fueron hasta la quinta planta. La mesa situada junto a la ventana ofrecía una fantástica vista del Rin y de Deutz. Hubo una pequeña confusión hasta que todos se sentaron y sirvieron el champán. Wagner estimaba que O'Connor no necesitaría mucho tiempo para emborracharse hasta los niveles de esa mañana, pero sólo bebía pequeños sorbos y tomaba mucha agua mineral. Ella lo observaba por debajo de sus cejas enarcadas, mientras se preguntaba cuan lejos era capaz de llegar aquel hombre con sus extravagancias. Tenía la vaga sensación de que pronto recibiría alguna respuesta a esa pregunta.

Durante un rato la conversación giró en torno a todo y a nada. La actriz atosigó a O'Connor con las preguntas habituales.

—¿Cómo se le ocurren sus ideas? No puedo imaginar cómo se escribe un libro.

—Como el escultor macedonio, mi querida señora.

—¡Qué me dice!

—Pues sí. En una ocasión le preguntaron a un escultor macedonio cómo conseguía esculpir un león perfecto a partir de un bloque de mármol. El hombre reflexionó un instante y respondió: «Es muy sencillo. Cojo este bloque y elimino de él todo lo que no se parezca a un león.»

—¡Deliciooooso!

Y así sucesivamente.

—Su ciudad es notable —dijo O'Connor cortésmente, al tiempo que untaba un pedacito de pan moreno del grosor de un dedo con un queso de hierbas—. Según he oído, tras el milagro de Cana y la batalla de Issos ahora también existe una paz de Colonia.

La concejala de Cultura torció el rostro.

—Después del fantasma de Canterville ahora existe también un espíritu de la catedral de Colonia —respondió—. Eso fue algo totalmente nuevo incluso para mí. Pero nuestro ministro de Exteriores parece haberlo visto. Los periódicos escriben que se adelantó a todos y nos transformó a todos en pacifistas devotos.

—Colonia ha ganado muchos nuevos amigos y ha puesto fin a una maligna guerra por el simple hecho de tener una iglesia tan bonita —reafirmó el hombre de la Caja de Ahorros.

—Muy cierto.

—Podemos atribuirnos una parte de esa paz —apuntó el representante de la Cámara de Industria y Comercio con tono avinagrado—. ¿Sabe una cosa, doctor O'Connor? Colonia es su propia patada en el trasero. En derrotismo y autoflagelación nadie puede ganarnos. Estamos en una discordia constante con nosotros mismos. Hemos estado muy ocupados con todo ese asunto de la cumbre, y podemos estar un poco orgullosos de ello.

—Yo no me quejo —dijo la concejala—. Me parece maravilloso que nuestro cardenal Meisner se le aparezca en sueños a Milosevic y Norbert Burger
[3]
se encargue de hacer el resto.

—Está viendo las cosas de nuevo de un modo muy estrecho —dijo el ejecutivo de la Caja de Ahorros—. La propia ciudad de Helsinki no hizo mucho por el Acta de Helsinki. Ahora se habla de la paz de Colonia. Un par de puntos en el tablero de la política internacional. Hemos ganado prestigio, y eso está muy bien. Si la catedral tuvo la culpa, a mí me da igual.

—¿Acaso el cardenal Meisner no llegó a expresar sus esperanzas de que la última guerra del siglo hallara su fin a la sombra de la catedral? —dijo Kuhn, sabiendo de lo que hablaba.

—Lo que dijo el cardenal me hace suponer que él no quiere hallar su fin a la sombra de la catedral.

—Sea indulgente. Todos somos vanidosos.

—¡Qué vulgaridad, señores! La catedral es el símbolo de la paz por antonomasia, ¿no estarán pensando en poner eso en duda?

—¿Por qué lo es?

—Porque sobrevivió a la guerra mundial. No soy muy devoto, pero yo a eso lo denomino un símbolo.

—Ah, eso es cierto. Los aliados prefirieron arrojar las bombas sobre las personas. Eso también es un símbolo.

—¿Hubiese preferido que destruyeran la catedral?

—De ninguna manera.

—¡Pues justamente! Sin la catedral no hay paz. En el
Express
se decía hace poco incluso que había escrito una página en la historia universal.

—¿Quién? ¿La catedral? ¡Venga ya, hombre! Sería la primera catedral que sabe escribir.

—Dicho metafóricamente.

—Nada de eso tiene la menor importancia. Al canciller federal le gustó la cerveza de Colonia, la
kolsch.
Se bebió unas quince de ellas en el Kolsche Staff, junto con Rudi Carell. Eso es importante. Tenemos muchísimas razones para imaginar que probablemente no podríamos salir adelante sin esa catedral.

—¡Estupendo! ¡Construyamos otra!

—No sé… Hace muchos años que no entro en la primera.

—¿No? Pues entre. Creo incluso que ahora es un poco más grande.

—Dígame, doctor O'Connor, ¿qué se dice de Colonia entre ustedes, en Dublín; quiero decir, en estos días en que el mundo entero tiene la mirada puesta en nosotros?

—¿Cómo? —O'Connor se sobresaltó—. Oh, sí. El
Irish Times
escribió algo sobre la cumbre. Pero no estoy del todo seguro de que supieran que se estaba celebrando en Colonia.

—Vamos, doctor O'Connor —se oyó decir con tono campechano a la actriz—. Todo el mundo conoce nuestra catedral.

—Sí, había ciertas preocupaciones —comentó la concejala—. Si se hubiera seguido el plan original, los equipos de la televisión internacional sólo hubieran podido filmar exclusivamente desde el tejado de la Casa Consistorial. El mundo hubiera visto la catedral desde el lado sur. —La mujer hizo una pausa—. Con una sola torre, señores, lo que equivale a una paz a medias.

Carraspeos, risitas, reparto de las cartas.

—En cualquier caso, Tony Blair en el Hotel de la Catedral, Yeltsin en el Renaissance, Clinton en el Hyatt —resumió el librero y hojeó la carta—. Podemos darnos por contentos. ¿Qué es todo eso frente al hecho de que Liam O'Connor resida en el Maritim?

—Gerhard Schróder en el Maritim —lo corrigió secamente el señor de la Cámara de Industria y Comercio—. Jacques Chirac en el Maritim. Es cierto que somos prominentes, pero no exclusivos.

—¡Ésa sí que es buena! —dijo el ejecutivo para ganarse al grupo—. Por lo menos no tenemos que vérnoslas con las condonaciones de la deuda y los planes de paz. ¿No les parece?

La actriz rió con él.

—A fin de cuentas nadie sabe lo que sucede realmente en los Balcanes —dijo la mujer—. En fin, hace muchos años que perdí la visión de conjunto. Musulmanes, no musulmanes, para mí son todos unos bárbaros.

Un silencio se cernió sobre la mesa.

La concejala tosió ligeramente.

—¡Venga ya, por favor! —dijo la actriz, encolerizada—. ¿Considera usted que esa gente se comporta como personas civilizadas? No sé por qué nos inmiscuimos en eso. Si quieren romperse la crisma entre ellos, a mí me da lo mismo, pero que no lo hagan con el dinero de nuestros impuestos.

El ejecutivo la miró como a una débil mental.

—¿Me equivoco, o la he oído decir una cosa bien diferente en esa estúpida serie que ha visto sus mejores años? —le preguntó—. Decía usted que debíamos prestar nuestra ayuda y no quedarnos mirando de brazos cruzados.

—Pero si usted mismo acaba de… —dijo la mujer, balbuceante.

—¡Yo he dicho que existen otros temas! Ni más ni menos.

Ella lo miró con hostilidad.

—Y a mí los guiones me los dan escritos. ¿Y qué? ¡Dios mío, Kosovo! Yo no entiendo nada del asunto ni quiero entender. No es preciso entenderlo todo. Creo que deberíamos mantenernos fuera. ¿O no tenemos ya suficientes problemas propios?

—Sí, a mí también me lo parece.

—Con que guiones… —murmuró el librero.

O'Connor se inclinó hacia adelante y la miró con ojos radiantes.

—No se enfade —le dijo a la actriz—. Creo que ha dado en el clavo en un doble sentido.

—¿De veras? —dijo la mujer, sonriente.

—Claro que sí. En primer lugar la cuestión sobre por qué nos inmiscuimos. Es una excelente pregunta. Y en segundo lugar, usted ha dicho que no puede responderla porque no entiende nada del asunto.

La mujer continuó sonriendo. Sólo su mirada dejaba entrever la duda sobre si era ésa la reacción adecuada a la frase del profesor.

El ejecutivo echó una calada a su cigarrillo y rió con ironía.

—Manuel Azaña opinaba que si todo español fuese a juzgar lo que sabía en realidad, reinaría un inmenso silencio que podría aprovecharse para aprender —dijo el hombre con aires de erudito.

—¿Azaña? —repitió la actriz.

—Un político español muy importante en la década de 1930.

—Pero nosotros estamos en Alemania.

—¡Bah!

—Bueno, sea como fuere —dijo el librero tras una pausa—. No tenemos por qué discutir eso ahora. Kosovo es una situación trágica, pero ya es suficiente. —Dijo esto último como una persona que mira a su patio trasero y se da cuenta de que alguien tendría que llamar con urgencia a los de la basura.

—¿Pedimos? —propuso Wagner.

—Un instante, si me lo permiten. —La concejala de Cultura le sonrió amablemente a O'Connor—. Me interesaría saber qué piensa usted de esto, doctor O'Connor.

—Pienso que tomaré el
loup de mer,
y de primero la ensalada de boletos y gambas —respondió O'Connor levantando su copa—. Un brindis por todos ustedes. Acabo de darme cuenta de que estoy siendo testigo de la cumbre.

—No, perdone… Me refiero a lo que piensa sobre esta guerra.

—Bueno, ¿por qué no? —dijo O'Connor, juntando las yemas de los dedos—. A fin de cuentas es algo que roza el tema de mis trabajos.

—¿La luz?

—No, el lenguaje. Pienso que no se trata de una guerra.

—¿Que no es una guerra? —La concejala parecía estupefacta—. Eso tiene que explicármelo.

—Oh, yo no estoy preparado para ello —respondió O'Connor con modestia—. No entiendo nada de política. La OTAN tendría que explicarlo.

—¿Qué cosa? ¿Que no se trata de una guerra?

—Jamie Shea habla siempre únicamente de ataques aéreos. Si hablara de guerra, tendría que explicar obligatoriamente las bases jurídicas de esa guerra. Por lo visto, no puede hacerlo, y por eso no lo hace… de modo que no se trata de una guerra.

—¿Y qué es entonces? Se están arrojando bombas.

—Bueno, pero no es una guerra ofensiva, ¿estamos de acuerdo? Todas las naciones involucradas tienen ministerios de Defensa, no ministerios de Guerra, de modo que no puede ser una guerra ofensiva.

—Hum —exclamó la concejala.

—Y ahora nos queda la guerra defensiva. Pero nosotros no tenemos que defendernos de nadie. Yugoslavia no nos ha atacado a ninguno de nosotros. ¿Correcto?

—Sí, es correcto.

—Claro que sí, pero… ¿cómo podemos denominarla entonces?

—¿Qué tal si la llamamos «intervención»? —opinó Kuhn—. Yo, por cierto, voy a tomar la sopa de patatas y el solomillo.

—Sí, así lo llaman todos —dijo O'Connor—. Intervención. Ahora bien, en política soy un tonto redomado, de modo que perdónenme. ¿Qué quiere decir eso? ¿Algo así como una acción policial contra actividades criminales?

—Tal vez.

—Pero la OTAN no tiene ninguna jurisdicción en Yugoslavia. No puede actuar allí como policía.

—Pero usted lo hace todo demasiado complicado —dijo el ejecutivo al tiempo que sacaba un paquete de puritos—. Con su permiso. ¿Alguien más quiere? Lo que sucede en Kosovo es puro terrorismo. ¿No va usted a actuar contra algo así?

—Pues claro. Si se trata de terrorismo, todos los involucrados, según el punto de vista jurídico de Yugoslavia, serían unos delincuentes. Y esos delincuentes tendrían que ser condenados. Por tribunales yugoslavos, quiero decir. Mire usted, aquí parece existir un conflicto entre la legalidad jurídica y la legalidad moral. Lo que me inquieta no es tanto que alguien legitime el uso de la fuerza esgrimiendo razones morales, sino que se vea forzado a sortear el derecho vigente por esa razón. Eso sólo nos permite sacar dos conclusiones. O bien esa persona actúa de manera injusta, o bien el derecho vigente es injusto. ¿Cree que la OTAN reflexionó sobre qué era correcto antes de actuar?

—Bueno. Si usted lo ve así…

—Perdone —dijo O'Connor alzando las manos—. Me han formulado una pregunta. Yo sólo soy un físico que escribe libros, no un político. A mí me parece únicamente que nadie puede llamar guerra a todo eso, y me planteo que si la OTAN no sabe a ciencia cierta de lo que se trata, por consiguiente, no puede saber a ciencia cierta lo que hace.

—¿Y eso qué quiere decir? ¿Está usted a favor o en contra? —preguntó la actriz.

El ejecutivo miró al techo y bebió.

—Yo no lo sé —dijo O'Connor—, y eso se debe a que todavía no sé de qué se trata.

—¡Pues se trata de un acto de justicia! —dijo con firmeza el representante de la Cámara de Industria y Comercio—. ¡De eso se trata! Por cierto, la pechuga de pavo tiene una pinta estupenda.

—Hum.

—¿No se lo parece a usted?

—Sí, estupenda —O'Connor frunció los labios—. ¿Sabe una cosa? Considero justo eliminar el mal. Como ya les he dicho, soy un absoluto profano, y tampoco entiendo nada del arte de la guerra, perdón, ¡del intervencionismo! Pero mi lógica interna me dice que es igualmente injusto causar el mal. De modo que un acto sólo puede ser justo cuando elimina el mal sin causar otro. ¿De acuerdo?

La concejala sonrió y guardó silencio.

—Yo sólo sé ahora que eso de lo que hablamos es sólo un acto, y gracias a Dios no una guerra —continuó O'Connor de buen humor—. Y por supuesto que la OTAN sabía muy bien que los problemas que surgieran jamás iban a predominar sobre los que había que eliminar. Y también sabía que ganaría de la noche a la mañana porque lo había planeado de un modo competente. Visto así, estoy absolutamente a favor de ese acto. Salud, señores.

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