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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

En Silencio (24 page)

—Yo no —dijo Wagner con cierto énfasis—. También Kuhn supo controlar su entusiasmo.

—Vaya, vaya —suspiró O'Connor—. Entonces, ¿dónde está el problema?

—Ya veo que no está usted hoy muy rápido de entendederas. Nos van a freír en aceite, ése es el problema. Desgraciadamente, su seguridad en sí mismo no nos libera de la responsabilidad de que todo funcione cuando el autor estrella de un grupo editorial sale de gira.

—Bueno, ¿y qué? ¿No es su culpa si yo me largo?

—Nunca ha oído hablar del portador de malas noticias?

Yo podía haberme tumbado en la cama en lugar de venir corriendo hasta aquí detrás de usted.

—Ya, pero usted no está autorizada para hacerlo —dijo O'Connor, al tiempo que sonreía enigmáticamente.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Como usted está aquí cumpliendo una misión encubierta no sería a Kuhn a quien condenarían tanto a muerte, sino a usted.

—Chorradas. Misión secreta. ¿A qué viene eso, Liam?

—¿No? Pues ya ve. —O'Connor se encogió de hombros—. ¡Cuánto podemos equivocarnos! ¿Le gusta el whisky?

Wagner reflexionó un momento sobre lo que debía hacer, pero su corazón le hacía preguntarse qué era lo que deseaba hacer. Esto último ya tenía menos que ver con el motivo oficial de su presencia allí.

—¿Me promete que mañana estará en forma? —le preguntó ella.

O'Connor la examinó. Luego señaló hacia el joven con la gorra.

—Donovan tiene un primo en Shannonbridge. Adivine lo que hace.

—Muy bien. ¿Qué hace ese primo?

—¡Tiene una barca! —dijo Donovan, como si la circunstancia de tener una barca fuera lo máximo para un ser humano.

—¿Y?

—Es una de esas barcas que parecen casas —dijo O'Connor—. Y está anclada en un puente al que las dos docenas de casas de Shannonbridge deben su derecho a la existencia. Apenas existen puentes sobre el río Shannon. ¿Es curioso, no le parece? Un río que atraviesa toda la isla y apenas hay puentes. La segunda razón para viajar hasta Shannonbridge es la taberna. Por razones incomprensibles, la barra termina en la pared, pero cuando, a las once, se cierra el local según la ley, todos salen obedientemente hacia la noche y vuelven a desaparecer de inmediato en la tienda de víveres contigua. Allí descubriría usted un hecho extremadamente asombroso: que la barra aparece de nuevo a través de la pared. De un modo milagroso, allí también hay una batería de escanciadores de cerveza de barril, de modo que usted pasa las próximas horas delante del mostrador bebiendo su Guinness entre botes de comida para perros y detergentes. Sobre ello podrá hacer algunas observaciones muy curiosas. Usted recordará que Flann O'Brien escribió sobre la isla de los dos pájaros que está en Shannon, justo en un lugar desde donde puede verse Shannonbridge. Alguien propone viajar hasta allí, pero a fin de cuentas sólo se puede viajar a una isla yendo en barca. Otro alguien, el primo de Donovan, le explica luego que su barca tiene un bote auxiliar totalmente innecesario, y, si alguien se declarara dispuesto a remar, podría verse el lugar donde el gigante celoso mató a su mujer y a su amante. Y entonces el hombre te dice que a bordo del bote hay también una botella de Paddys. ¿Entiende?

—No.

—Mañana a las seis sale un avión en dirección al aeropuerto de Shannon.

Wagner lo miró y sintió que una calma maravillosa se apoderaba de ella.

—Bien. Váyase.

O'Connor frunció los labios.

—Venga conmigo —le dijo el físico.

—No puedo ir con usted. Tendría que explicarles a varias personas que el tipo al que le publican los libros está navegando en Shannon con un bote de remos.

—Vamos, Kika, no sea tan inflexible. ¿Quiere cumplir con su deber? El deber es cobardía. Nada pone de manifiesto de un modo más horrible la capitulación ante la aventura de la vida que decir que uno tiene que cumplir con su deber. Opino que ya tuvo usted su pequeño espectáculo en el Instituto de Física. Ya tuvo su cena con aquellos notables. Tengamos ahora un poco de diversión, ¿no le parece?

—Mañana temprano, a las nueve y media, tiene una reserva para el club de golf de Pulheim —dijo Wagner—, y usted jugará todos sus malditos agujeros. A continuación hay una comida. Por la noche tiene una conferencia ante unas trescientas personas que han comprado sus entradas. Lo que haga por la tarde, es su problema.

—¿Y qué va a hacer usted si cambio los planes?

—Nada.

O'Connor la midió con la mirada.

Luego rió con ironía. Sus ojos centelleaban.

—No tengo que regresar a esa cena —dijo.

—No.

—¿Sabe una cosa? Durante toda mi vida he conocido tipos como ese Donovan, cuyo primo tiene una barca. ¿Entiende lo que quiero decir?

—Creo que sí… ¿Pretende contarme la historia de su vida o me va a pedir otro whisky?

O'Connor cobró una expresión radiante.

—Entonces iremos la semana que viene —dijo Donovan desde el fondo—. ¿De acuerdo?

Varias horas después, O'Connor, con paso lento pero seguro estaba ya entrando en el estado en el que se encontraba cuando llegó a Colonia esa misma mañana. En otras circunstancias, a Wagner le hubiese llamado antes la atención, pero ella se encontraba no menos borracha que el físico y el grupo de personas reunidas en torno al tal Donovan, cuyo primo tenía una barca en alguna parte, una barca con la que se llegaba hasta una isla si se tomaba un avión que salía a las seis de la mañana.

Mientras dejaba de pensar en Kuhn y sus cuitas, Wagner comenzó a hallarle cada vez más gusto a la idea de beber Guinness entre cereales y detergentes, pero el tema se había agotado debido a su enérgica intervención a favor de lo primero. Durante un rato la conversación giró en torno a la literatura, y por razones inexplicables terminó en el Caribe y de allí pasó, dando varios bandazos, a los aficionados a los masajes orientales, ya que Mary había pasado sus últimas vacaciones en Marruecos. Todo lo que vino después tenía tan poco sentido que Wagner olvidó de qué estaban hablando. Nunca antes había bebido tales cantidades de alcohol destilado. Entretanto había trabado conocimiento con Macallan, Oban y Balvenie, todos whiskies con doce o más años, y había conseguido cierta sordera y confusión en su mente. Los últimos vestigios de buen sentido que le quedaban le sugerían que tal grado de buen humor era obsceno.

O'Connor y los demás cantaban una canción.

Pulheim.

«Tienes que estar sobria —se decía a sí misma—. Si no estás atenta ahora, Liam O'Connor brillará por su ausencia en el campo de golf. ¡Contrólate!»

Kika pidió un agua y se la bebió de un trago. Eso no la ayudó demasiado, pero la niebla de su mente se despejó un poco. Mientras a su alrededor ya estaban levantando las primeras sillas, ella vació la garrafa con el agua que estaba prevista para ser mezclada con los
single malts.
Kika se deslizó de su banqueta, fue hasta el lavabo, se lavó la cara y se contempló largamente en el espejo, hasta que poco a poco se fue reencontrando a sí misma. Estaba borracha todavía, pero su cerebro trabajaba de nuevo.

«Hasta aquí ha sido agradable —pensó—. Ahora haz lo correcto y lleva a la cama a ese maldito borracho antes de que se suba al próximo avión.»

Regresó al bar y comprobó que el grupo y O'Connor habían desaparecido. Lo que no había logrado el agua, lo consiguió la estupefacción. De repente se sintió sobria.

—Vaya tío de mierda —dijo, enfurecida. Con un ruidoso taconeo, salió a la calle y miró a su alrededor. El Páffgen había cerrado. El Klein Kóln estaba en pleno apogeo. Si no lo encontraba allí, habría perdido.

—Ki—Ka —dijo alguien.

Wagner se sobresaltó. O'Connor estaba apoyado en una de las columnas que sostenían la marquesina de la taberna. En su mano derecha sostenía una botella medio llena.

—Te ves aliviada —le dijo el físico.

Durante un momento se sintió tentada de darle una bofetada, pero luego empezó a soltar risitas. La borrachera volvía.

—Pensé que te había tragado la tierra, Liam. —Kika dio un paso hacia él y ladeó la cabeza—. Puedes sacar de quicio a cualquiera.

Su sano juicio trabajaba de forma precisa. ¿Por qué razón, entonces, sus palabras parecían salir atropelladas de su boca? ¿Y desde cuándo se tuteaban?

O'Connor señaló con la botella calle abajo.

—Angela y Donovan se han marchado. Con la barca, hacia la isla. Pero Scott y Mary pensaron que podían esperarnos en alguna parte donde podamos beber algo más. ¿Hay aquí algún Pink Champaign o algo por el estilo?

—Sí —dijo Wagner—, pero no para usted.

O'Connor asintió.

—Había contado de antemano con algo así. Eres y siempre serás una aguafiestas, Kika.

—¡No lo soy! —dijo ella, ofendida—. Soy razonable, eso es todo.

O'Connor descorchó la botella.

—Si algún día llegaras a amueblar tu cabeza, podrías ser razonable, señora Wagner. Pero ya sabes que los peores errores son los que jamás se cometen.

—¿Quieres tener disgustos, no es cierto?

—Disgustos sin fin.

—Escúchame, Liam. Te llevaré a rastras hasta ese campo de golf, ¿entendido? Por mí podemos ir ahora a ese Pink Champaign, pero si mañana escucho algún lamento, la habrás jodido.

—Bah. ¿Qué hora es?

—Poco más de las tres.

O'Connor hizo como si tuviera que reflexionar, pero Wagner sospechaba que estaba jugando de nuevo con ella otra vez.

—Te puedes ir solo. Acabo de decidir que me marcho a casa.

—¿Y ésta? —dijo O'Connor haciendo oscilar la botella.

—¿Qué pasa con ella?

O'Connor se apartó de la columna y caminó en dirección a Wagner. Durante un instante, estuvo tan cerca de ella que sus oíos parecían comérsela. Ella sentía su respiración. O'Connor era unos pocos centímetros más bajo, pero de algún modo conseguía transmitir la impresión de que era él quien la miraba desde arriba.

—Eventualmente me declararía dispuesto a… —comenzó diciendo el profesor.

Kika sentía que su corazón pugnaba por salirle por la garganta.

—No —dijo ella tan serenamente como pudo—. Yo también me declararía eventualmente dispuesta. Pero para que encuentres el camino hasta el hotel y mañana no tenga que recogerte en una pensión de mala muerte cualquiera. Pero en caso de que desees seguir deambulando por aquí, me marcho a casa de mis padres y te dejo plantado aquí mismo.

O'Connor se sorbió los mocos. Luego le extendió la botella a Kika.

—Anda, bebe algo.

—No quiero beber nada más.

—Qué lástima. En las últimas horas había llegado a la conclusión de que eras tan interesante como parecías.

—Tienes una manera bastante penosa de hacer cumplidos.

O'Connor se encogió de hombros. Volvió a poner el corcho en el cuello de la botella y se apartó unos pasos de la mujer. De pronto a Kika la asaltó la idea de que, sin ella, él podía causar estragos en la ciudad. ¿Por qué demonios no podía haberlo conocido sin los malditos compromisos que la obligaban a entregarlo sano y salvo a otras personas cuya vanidad se sentía halagada con su presencia?

—Dame un trago de esa maldita botella —dijo Kika y lo siguió con paso tambaleante. La manera de andar de ella no era ni con mucho tan segura como la del profesor. Estiraba el torso e intentaba no dejar entrever sus problemas locomotrices.

O'Connor se dio la vuelta y sonrió con ironía.

—Es un Lagavulin de dieciséis años —dijo él.

—Me da igual la edad que tenga. Dame.

Kika se llevó la botella a los labios y bebió. Aquel brebaje era fuerte y no tenía en absoluto la dulzura de los
single malts
que habían bebido dentro del bar. Éste tenía cierto sabor a medicina y a humo. Wagner tuvo que toser y sintió cómo el alcohol anulaba el último resto de su razón.

—OK —dijo O'Connor.

—¿Qué está OK? —preguntó Kika, jadeante.

—¡OK! Tú has ganado. Me voy a dormir. Y lo hago por ti, para que puedas sentirte orgullosa. ¿Me acompañas por lo menos hasta el hotel?

«Eso sería lo mejor», se dijo para sus adentros una Kika completamente borracha, que empezó a dar vueltas en círculo, loca de la alegría.

—Me da igual —dijo la otra Kika mirando en dirección a la calle, con la esperanza de haber dicho la frase con un tono frío.

—¿Dónde podemos encontrar un taxi?

—Allí, al otro lado.

Una vez más, su sentido del equilibrio amenazó con venirse abajo, y ella caminó un paso un poco alejada de él para no darle oportunidad de tomarla por el brazo. Se pusieron en marcha en silencio. «¿Qué demonios estás haciendo aquí? —pensó Kika—. Deberías estar vigilando que este hombre se comporte, de lo contrario terminarás con él en algún bar y coquetearás con la idea de emigrar a Shannonbridge.»

—Mañana por la tarde no podré llevar la barca —dijo O'Connor ya en el taxi. Wagner había dejado que se sentara detrás, donde el hombre pudo arrellanarse. Aún en esa postura, repantigado en el asiento, con la camisa abierta y la corbata suelta, tenía mejor aspecto que Kuhn en sus momentos más radiantes.

—Después del golf tenemos que volver al aeropuerto, Kika.

Wagner volvió la cabeza.

—¿Para ir a Shannonbridge?

—No, por lo de Paddy.

«¿Paddy? Ah, sí.»

—¿Realmente viste a alguien allí? —preguntó Wagner—. Pensé que estabas tomándonos el pelo.

—Jamás lo haría —dijo O'Connor negando con la cabeza—. Pasó por mi lado en cuerpo y alma, acompañado de otro. Llevaban monos de trabajo, como los de los mecánicos o los técnicos. No era un pasajero, y no obstante, pasó de largo.

—Pi… Pa… Paddy —cantó Wagner. «¿Cómo se llamaba ese brebaje? Lagavunosécuánto»—. Tal vez no te reconoció.

—Estaba charlando con el otro. Es posible.

—¿Y quién es ese Paddy?

—Paddy Clohessy. Estudié con él. Un tremendo cabronazo.

Nos divertíamos de lo lindo, pero él siempre fue un poco alocado En realidad, siempre pensé que un día lo vería pasar a mi lado encadenado o algo por el estilo.

—¡Vaya! ¿Qué ha hecho?

—¿Paddy? No lo sé. Probablemente nada. Pero siempre di por sentado que en alguna ocasión haría algo. Tenía tanto talento el jodido, y una amoralidad de lo más agradable. —O'Connor bebió un trago de la botella y emitió un sonido de desgana—. Vaya cosa tan chocante. Pasa de largo por mi lado, así, sin más. Lo último que oí de él era que se había trasladado al norte de Irlanda. Siempre me pareció que era un revolucionario de salón, con unas ideas políticas un poco sospechosas, pero inofensivo. Terminó predicando en voz muy alta la resistencia en la muy honrada ciudad de Dublín. Fue entonces cuando lo echaron de la universidad.

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