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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

En Silencio (62 page)

—¿Sabe una cosa? —dijo Silberman, mientras atravesaban el aparcamiento situado frente al Holiday Inn—. En el fondo estoy de buen humor. En primer lugar, confío en que en esta última hora hayamos estado cazando fantasmas. En segundo lugar, hasta el momento Clinton ha salido ileso de todos sus apuros. Ningún presidente ha tenido que sufrir tantos ataques como él. También conseguirá apartar éste con algún gesto jovial.

—No sabía que hubiese habido otros ataques contra él —dijo O'Connor, asombrado.

Silberman sonrió.

—Claro que lo sabe. Hubo mucha gente involucrada en eso. El terrorista más prominente es el fiscal Kenneth Starr.

—Ah, sí. El espermatólogo del presidente. Ya veo que hay profesiones divertidas en Estados Unidos.

—Desde el punto de vista político, estamos sumidos en una crisis mayor que la que nosotros mismos creemos —dijo Silberman—. Starr es la figura que da la cara. Le pagan por ello. Pero detrás está la extrema derecha de los republicanos y los heraldos de la ultraderecha. Multimillonarios ultraconservadores y editores de periódicos. Una pandilla de poderosos cuyo interés común es la destrucción de Clinton, siempre movidos por el odio. Llaman «justicia» y «esclarecimiento» a lo que hacen. Yo lo llamo un «ataque a la democracia».

—Tiene usted razón. Siempre fui de la opinión que el hombre más poderoso del mundo debía tener buen sexo —dijo O'Connor—. Negárselo podría ser un ataque contra su ecuanimidad política.

—Es un ataque a los estadounidenses y a la seguridad del mundo entero. ¿Sabía usted que Starr dirigió las investigaciones del escándalo de Whitewater.

Whitewater fue el fraude de inversiones más célebre de la historia de Estados Unidos. Durante su mandato como gobernador de Arkansas, Clinton había invertido en ese proyecto inmobiliario y eso lo convirtió en blanco de los republicanos. Éstos le reprochaban el haber manejado sus inversiones con propósitos fraudulentos y haber encubierto su papel en ese dudoso proyecto.

—Pero los reproches se revelaron infundados, ¿no?

—Así es. Lo realmente pérfido en todo este asunto es que Kenneth Starr, a raíz de que no prosperara ninguna acusación tras el asunto Whitewater, fuera ratificado en su función como fiscal especial y se le proporcionaran muchos más recursos. Dicho de otro modo: el objeto de su trabajo no era ya investigar una sospecha existente, sino encontrar una y, si fuera necesario, fabricarla. Es como si alguien vigilase su casa día y noche con la esperanza de pillarle en algún momento haciendo algo prohibido.

—¿Y eso lo permite su sistema legal?

Habían llegado a la administración. O'Connor se detuvo. Silberman miró hacia el otro lado, donde estaba el edificio de la comisaría de policía.

—Es una pena que no tengamos más tiempo para charlar —dijo—. Resumiendo: Kenneth Starr ha corrompido nuestro sistema de justicia. Lo ha convertido en un instrumento de la política y, con su ayuda, le ha impedido al presidente cumplir con el cargo más importante del mundo. Es a eso a lo que me refiero cuando hablo de «ataque», y cuando lo digo no hablo de quién le haya metido el puro a quién. Ustedes, aquí en Europa, no conocen eso. Entre ustedes los partidos de centro se pisotean unos a otros. El extremismo de derecha vive en el aislamiento. En nuestro país es diferente. Nuestros demócratas se enfrentan a un sector de derechas, y éste tiene un extremo peligroso, dispuesto a ejercer la violencia. Yo diría que nuestros fundamentalistas conservadores y religiosos pueden darse la mano con el fundamentalismo islámico, porque asesinan gente, perpetran atentados con explosivos en clínicas de abortos, linchan a los que piensan de forma diferente y gastan enormes sumas de dinero para expulsar al demonio de Estados Unidos. Para ellos, Clinton es un usurpador, un trágico error que jamás ha interiorizado los antiguos valores de la educación cristiana, la moral puritana y el orgullo nacional; un huérfano de Arkansas de orígenes dudosos que jamás debió de convertirse en presidente. O'Connor miró a Silberman con expresión reflexiva.

—No pretendo defender nada —dijo—. Pero Clinton es realmente un perro cobarde. Lo que enfurece a la gente es que mienta, no que se folie a sus becarias.

—Él no miente —dijo Silberman con una sonrisa atormentada—. Tergiversa los hechos. En eso es mucho más hábil.

—Él siempre se escaqueó de todo —dijo O'Connor, resoplando—. Eso lo saben hasta los estúpidos campesinos irlandeses, y ésos no conocen mucho más del mundo que el huerto de sus patatas. Todo eso me pone furioso, Aaron, esas mentiras, que, por lo visto, forman parte de la cultura política. Todo el mundo sabe bien que soy una persona que toma nota del mundo con la serenidad de un crítico teatral. Lo que más me afecta es la circunstancia de que hayan escogido tan mal el reparto. Pero yo soy rico. Soy multimillonario. Puedo levantarme y largarme. La gente que ha elegido a Clinton no puede hacer eso, tiene que vivir con el hecho de que la relación de su presidente con la verdad, en el mejor de los casos, sólo puede calificarse de «interesante». Él se opuso a la guerra de Vietnam, pero sólo un poco. Se fumó un porro, pero no inhaló el humo. Se dejó hacer una mamada, pero no la metió. Y, así como Clinton, hay decenas. Aquí, en Alemania, se ha mentido y se han dejado pasar tantas cosas que me extraña no ver a los capitostes de los partidos alquitranados y cubiertos de plumas. En Irlanda, sencillamente, damos por muertos nuestros problemas cuando no los ahogamos en sangre. En todas partes del mundo cuenta usted con credibilidad hasta que le hayan elegido para asumir el primer puesto. Una vez allí, todos lo ven como a un timador electo. No existe la integridad en la política. Quien gobierna, miente. Así lo ven los ciudadanos.

—¿Y usted se levanta y se larga?

—Ya lo creo.

—¿Y por qué no lo hace también ahora? O'Connor lo miró fijamente.

—Lo que quiero decir —dijo Silberman cautelosamente— no es diferente de lo que usted mismo ha dicho en este instante. Es cierto, Clinton es cobarde, políticamente ambivalente y un hombre que se caracteriza por cierta irresponsabilidad personal. Pero es también un buen político. Y es un ser humano. Es bastante sospechoso que el mero hecho de que alguien quiera entrar en política baste para convertirlo, a los ojos de sus contemporáneos, en un ladrón potencial. Es un espejo de nuestro tiempo. Nuestros amigos en Alemania pueden ver a los arribistas políticos con benevolencia, pero ellos, por lo menos, consideran que los políticos son, en principio, gente digna de credibilidad. Consideran a Kohl un padrino y a Schróder un advenedizo, pero en Estados Unidos es peor. Vivimos con el desprecio y el cinismo con el que se trata a nuestro presidente como principio. Un tercio de los estadounidenses desprecia a Clinton —dijo e hizo una pausa—, pero ese fenómeno afecta al mundo entero. Hablamos de ataques a los aeropuertos, pero olvidamos que la decadencia moral de la política en todo el mundo es la que hace posible a los peores terroristas, como Starr y los hombres que están detrás de él. Estamos abriéndoles las puertas de par en par a los de derecha y a los radicales, porque la democracia se ha vuelto débil y vulnerable. Detrás del inquisidor Starr se oculta el intento de dañar el propio cargo presidencial. La cruzada contra Clinton, desde el punto de vista que se la vea, es una ofensiva contra un hombre que fue elegido dos veces democráticamente. Si hubiera dimitido, eso habría tenido repercusiones fatales. Hubiera sido igual que un golpe de Estado. Hubiera triunfado el método de la destrucción personal.

Silberman pestañeó, se quitó las gafas y miró a O'Connor. Sin el realce de sus lentes graduadas, sus ojos parecerían pequeños y bruñidos en su rostro redondo y afable. De su mirada emanaba una agudeza analítica y la ausencia de todo sentimentalismo.

—Perdone usted que le comente ahora, en esta situación, mis deseos personales —dijo—. Usted tiene otras preocupaciones. Yo también. Lo único que quiero decir es que el linchamiento político de nuestro presidente sería mucho peor que su desaparición física. Si ese peligro existe, tenemos que hacer todo lo posible para evitarlo. Pero sobre todo tenemos que entender las señales. Nuestras estructuras democráticas están siendo desmontadas en silencio. Estados Unidos está destruyendo su propio sistema y permite que unas hordas de perros rabiosos ultraconservadores y extremistas religiosos conviertan el sueño americano en una pesadilla. También en Europa, algunos ideólogos fundamentalistas y populistas del miedo esperan el momento de hacer su gran aparición pública. Vea el caso de Austria, el de Francia, Alemania. ¿Qué será de Rusia si Yeltsin se va? El mundo no podría soportar más populismo, Liam. La sociedad del entretenimiento ya se ha entretenido demasiado. Necesitamos una nueva integridad en la política, necesitamos verdad, ¡y necesitamos gente que crea en ello!

—Una verdad deja de ser verdadera cuando más de una persona cree en ella —dijo O'Connor, obstinadamente.

—Casualmente conozco esa cita. Es de Osar Wilde, ¿no es cierto? Ahora bien, Liam, permítame que le diga lo siguiente: entiendo perfectamente que un pobre perro que no tiene nada que llevarse a la boca ni perspectiva alguna, se levante y se largue en cuanto las cosas se vuelven desagradables. Pero cuando lo hace un multimillonario aburrido, éste le está dando un impulso al cinismo. Los políticos mienten, los fascistas los sacan a golpes de sus cargos, y el pueblo se levanta y se larga. Le felicito por tan reconfortante visión del tercer milenio.

Silberman se colocó con cuidado las gafas sobre el dorso de la nariz, como si pudieran dañarse.

—Espero que no se lo tome de un modo personal. ¿Cómo se llamaba ese comisario? Lavallier. No, Bar. Le llamaré en cuanto haya hablado con alguno de los dos.

O'Connor asintió.

Tenía en la punta de la lengua miles de citas, de observaciones ingeniosas y respuestas agudas. Pero en lugar de usar alguna de ellas, sólo dijo:

—De acuerdo, Aaron. Yo también lo llamaré.

—Eso sería muy amable. Realmente, estoy muy preocupado por el pobre Franz.

Silberman sonrió y se marchó. O'Connor lo siguió con la mirada; se sentía, en cierto modo, pillado.

¡Realmente, esa excursión a Colonia lo estaba poniendo todo patas arriba!

Con pasos presurosos, entró al edificio de la administración y corrió escaleras arriba hasta la segunda planta, donde estaba el Departamento Técnico.

JANA

Apenas existía una cobertura periodística que hubiese sido preparada con más antelación ni que estuviese subordinada a procedimientos de seguridad más rigurosos que la doble cumbre de Colonia.

Las editoriales y los periodistas independientes habían tenido que presentar sus solicitudes de acreditación en la Oficina Federal de Prensa con medio año de antelación. Pero estar acreditado no significaba automáticamente tener acceso a las dos cumbres. Había una acreditación para la Cumbre de la Unión Europea y otra para el encuentro del Grupo de los Ocho. De igual modo, la solicitud no significaba obligatoriamente que le dieran a uno la acreditación. Los datos personales de los periodistas solicitantes eran verificados por la policía: curriculum, reputación, trayectoria profesional, el tiempo que llevaba trabajando en la editorial o como periodista independiente, eventuales infracciones de la ley o momentos sospechosos, toda esa letanía.

Quien lograra pasar limpiamente ese fuego cruzado, recibía la codiciada acreditación. En la carpa destinada a la prensa en la plaza del Neumarkt, las credenciales llegaban por fin a manos de sus dueños. Tres días antes de cada una de las cumbres, se podían recoger allí, no sin antes presentar otro paquete aún mayor de documentos: carnet de identidad, certificados, solicitudes de acreditación, autentificaciones compulsadas por la Oficina de Prensa y la policía. Lo primero que se adquiría con ello era el derecho, a posteriori, de entrar en la carpa. Pero no mucho más lejos se llegaba con aquella tarjetita tan arduamente conseguida. Para llegar a la tribuna de prensa del aeropuerto, por ejemplo, o a la de la sala Gürzenich, se necesitaba, además de la acreditación, la llamada tarjeta
pool.
Estos pases existían para cualquier motivo imaginable. Quien ya se había acreditado con éxito, solicitaba los pases con dos meses de antelación a la cumbre y los recogía el día del respectivo evento en la carpa de prensa, siempre que estuviera en posesión de una acreditación vigente. De ese modo, el círculo se iba cerrando.

Jana estaba en la salida identificada con el cartel de «Aeropuerto» y esperaba pacientemente el autobús que hacía la ruta hasta la terminal aérea. Para cada
pool,
había en la carpa una única salida. Una hora antes de la cita en cuestión, se pasaba por la salida del
pool
correspondiente, flanqueado de empleados de la Oficina de Prensa, se subía al autobús y uno era llevado hasta el destino deseado.

Había costado algún esfuerzo proporcionarle a Jana una acreditación en regla. Mirko se había ocupado del asunto, y había realizado su parte de un modo excelente. Ahora Jana era Cordula Malik, iba provista de una tapadera perfecta, estaba oficialmente registrada como una periodista independiente llegada de Viena, desde hoy alojada, también oficialmente, en el hotel Flandrischer Hof, en el Hohenzollernring. Estaba en posesión de una acreditación y, desde hacía pocos minutos, tenía también un pase para la tribuna de prensa de la pista de estacionamiento de carga del oeste en el aeropuerto de Colonia-Bonn.

Jana miró a su alrededor. La carpa de la prensa estaba muy concurrida. No cabía duda de que los organizadores de la cumbre habían conseguido con ella su obra maestra. Medio en broma y medio en tono de respeto, aquel cuartel general provisional del periodismo internacional era conocido con el nombre de «Cumbre-OVNI». Una vez que uno pasaba el arco de seguridad, que confiaba el móvil y las llaves al control de rayos X y se dejaba cachear por el detector de metales, mientras los escáneres revisaban bolsos y aparatos, uno se encontraba en un universo de alta tecnología de tres millones de marcos, parecido al puente de mando de una sobredimensionada nave
Enterprise.
Justo en el medio de aquel OVNI se encontraba una central de forma redonda destinada al envío y la recepción de faxes. Desde allí se ramificaban, en forma de estrella, unas hileras aparentemente infinitas de puestos de trabajos ultramodernos, provistos de conexión para ordenadores, líneas telefónicas analógicas y digitales, correo electrónico e internet. A través de las pantallas de televisión de una estación propia de la carpa, parpadeaban continuamente las noticias y las conferencias de prensa, y en los recesos ponían el canal VIVA, para relajarse.

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