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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

En Silencio (59 page)

Desde el primer momento en que se saludaron, cuando Silberman entró en la comisaría de policía con expresión atónita, habían pasado automáticamente a tratarse con el nombre de pila. Era la manera americana de ser familiar sin que fuera necesario tener dicha familiaridad. Nada obligatorio, pero práctico, sobre todo cuando se trataba de ir juntos a un bar o discutir sobre cosas como secuestros o ataques terroristas. Silberman lo miró con escepticismo.

—Yo diría que es un poco temprano para un whisky.

—Cuando pasa de la una de la tarde, ya es de noche —dijo O'Connor—. En realidad, ya vamos con retraso. Conozco algunos lugares en Sligo en los que una noche se funde con la otra.

—Pero yo soy estadounidense —dijo Silberman, sonriendo—. La variante irlandesa de la felicidad me resulta, me temo, demasiado agotadora.

—Creo que lo ha entendido mal —dijo O'Connor, mostrando paciencia—. Los irlandeses no son felices. Se han decidido por el disfrute, que dura más. Además, ¿acaso los americanos no son todos oriundos de Irlanda?

—Los negros no.

—Ah, es cierto. Pues, con mayor razón. Dos Jamesons, por favor.

El barman pareció confundido. Entonces su rostro se iluminó. Estiró la mano a sus espaldas y sacó una botella de Tullamore Dew.

—Deténgase —dijo O'Connor.

—Eso es whisky irlandés —dijo el barman, tímidamente.

—Eso se echa en el café; es usted como una gárgola, que sólo sabe escupir agua. Está bien, probaremos con el escocés. ¿Qué tipo de
single malts
tiene?

—¿Glenfiddich? Bah, deprimente.

—Para mí, una tónica —dijo Silberman mientras limpiaba sus gafas—. La verdad es que no creo que aquí tengan
single malts
—continuó dirigiéndose a O'Connor—. A menos que cambie usted al bourbon.

—Ése sería mi fin. Déme una cerveza.

—En cualquier caso, les agradezco que me hayan llamado. —Silberman examinó las gafas a contraluz y se las puso de nuevo—. Kuhn es un buen amigo. Esta historia me tiene muy preocupado. Pero me temo que no podré ayudarles mucho más.

—Como dice muy bien la policía —dijo O'Connor, sonriendo con ironía—. Cualquier detalle puede servirnos de gran ayuda.

Silberman sacó a relucir su sonrisa ancha y amable.

—Bueno, he venido con tiempo —dijo—. Podemos hacer deducciones. De todos modos tengo que estar aquí dentro de dos horas.

—Es cierto, usted está acreditado. ¿A qué hora llega el POTUS?

POTUS era el nombre común para referirse al presidente. En especial los periodistas, la CIA y el Servicio Secreto utilizaban esa abreviatura. Era más rápido decir varios POTUS que
President Of The United States.

—La llegada, según el plan, está prevista para las siete y veinte —dijo Silberman—. Pero con Clinton eso nunca se sabe con exactitud. Le encantan las pequeñas sorpresas. —El periodista bebió un trago de su tónica—. Sea como fuere, él es el presidente. Enséñeme otra vez ese mensaje que Kuhn envió.

O'Connor le entregó el papel con la nota. Silberman la leyó con el ceño fruncido. Sus labios se movieron sin sonido.

—Suena amenazante.

—Estoy de acuerdo con usted. ¿Alguna asociación espontánea?

—Espere un momento. Alguien dispara. Se dispara, se pide auxilio, y Kuhn está en ese piso, de modo que está siendo amenazado o es testigo de cómo amenazan a alguien.

—Hasta ahí hemos llegado nosotros también. ¿Qué pasa con el resto?

—Debo admitir que esto no me dice absolutamente nada.

—Pero a mí sí.

—¡Ah! —dijo Silberman, asombrado—. ¿Y qué es?

—No lo sé.

El corresponsal frunció de nuevo el ceño.

—Un momento. ¿No acaba de decir que…?

—¡Claro que sí! ¿No es algo idiota? Cada vez que le echo un vistazo a ese papel, sé que se trata de algo totalmente familiar. Como un rostro que uno ha visto cientos de veces, sin poder acordarse dónde. —O'Connor se bebió la mitad de su cerveza y se limpió la espuma del labio superior—. ¡Bah, es horrible! ¿Sabe una cosa, Aaron? Me quedo mirando fijamente esas letras y me dicen: «Caliente, Liam, muy caliente, ¡te quemas!» La solución de todos los interrogantes está en esa hoja de papel, pero yo no consigo leerla.

—Bueno. —Silberman dio la vuelta al papel entre sus dedos. Luego leyó el mensaje una vez más—. Kuhn se equivocó al escribir en algunos momentos. Una señal de que estaba bajo tremendo estrés.

—Escribió mal algunas palabras, espejo, por ejemplo. Ahí dice algo de espejo. Y de un objetivo. Pero eso no es lo que realmente tiene importancia.

—¿Y qué hay de esto? ¿Elyak dispara?

—Ésa podría ser la clave. Es posible.

—En fin, la cuestión sería averiguar quién es Elyak. ¿Qué dice la policía?

—Oh, está desarrollando una fantasía completamente asombrosa. —O'Connor rió de mala gana—. En este preciso instante, yo soy la oveja negra.

—¿Usted? ¿Cómo es eso?

O'Connor se lo contó.

—¿Y qué cree usted que sucederá? —preguntó Silberman, sin entrar en más detalles sobre la culpabilidad o la inocencia de O'Connor.

El físico lo miró.

—¿No es algo evidente? Aquí en el aeropuerto hay algo podrido, y lo que apesta no es sólo el bueno de Paddy. Por eso me han eliminado. Para que no me interponga en sus planes.

—Un momento. ¿Quiénes son ellos?

—¡Pues, ellos! La gente que ha tirado de los hilos para que Paddy estuviera aquí. A los que Kuhn les siguió la pista.

—Estoy impresionado —dijo Silberman, y en verdad parecía estarlo—. ¡Es una auténtica teoría conspirativa! ¿Es posible que sean más bien los irlandeses los que provengan de Estados Unidos?

—Podríamos discutir eso —respondió O'Connor con desenfado—. Podemos estarlo discutiendo durante horas hasta que todos volemos por los aires.

Silberman vaciló.

—¿Lo dice en serio, verdad?

—Sí. Pero en lugar de prestar atención a los detalles de este asunto, ese comisario me martiriza con todo tipo de sospechas salidas de la nada.

—Usted no ha salido de la nada, si me permite el comentario. Con esa carta en la mano, como la que han encontrado en el piso de Paddy, yo tampoco sabría qué creer.

—A mí, en todo caso, no me cree.

—Bueno, bueno. —Silberman extendió las manos como un cura—. Quizá ese comisario piense que alguien que es capaz de frenar la luz también está en condiciones de torcer la verdad. Pero en fin, aceptemos su relato como un hecho fehaciente. En ese caso, el asunto se me presenta de la forma siguiente: Usted se reencuentra con Clohessy, quien, sin embargo, ya no se llama así y manifiesta poco entusiasmo al verlo. No obstante, lo busca más tarde.

—¡Lo enviaron!

—Bien. Lo envían y de ese modo despierta su suspicacia. Es muy probable que consigan justamente lo contrario de lo que en realidad pretendían; en cualquier caso, usted y su atractiva acompañante se ponen a jugar un poco a Sherlock Holmes. De un modo poco profesional, si me permite. Mientras tanto, o en consecuencia, Kuhn y Clohessy se desvanecen en el aire durante la noche, y usted se ve expuesto a sospechas que parecen absurdas.

—Paddy tenía que ocultarse —dijo O'Connor, asintiendo—. Hasta ahí está claro.

Silberman miró sus manos. Luego dijo, en tono pausado:

—Tal vez no sólo tuviera que esconderse, Liam.

—¿Qué quiere decir?

—Tal vez tuviera que… eso, desaparecer.

O'Connor guardó silencio.

¿Paddy Clohessy muerto?

«Eso podía preverse —pensó—. Claro que era así. Siempre lo fue. Siempre lo dije, este chico no tendrá un buen final; otra cerveza, ¡ah, Paddy, ven, siéntate con nosotros!»

De repente se sentía presa de la nostalgia. Clohessy fuera del juego para siempre, eso no podía ser cierto. ¿Acaso no estaban todavía sobre las tablas del pequeño teatro de Front Square? ¿Se le había escapado algo? ¿Debía de haberse leído el guión con mayor atención?

¿Y Kuhn? ¿Kuhn, que no llamaba ni respondía al teléfono?

¿Qué le había ocurrido si habían matado a Paddy Clohessy?

Silberman pareció adivinar sus pensamientos.

—Lo siento mucho, Liam —dijo a modo de disculpa el periodista—. No deseaba inquietarlo, pero esa reflexión se impone. Y hay algo más: supongamos que su amigo Patrick haya sido sacrificado. Kuhn sigue desaparecido. A usted mismo intentan desacreditarlo. Todos esos incidentes tienen algo en común, ¿no se lo parece a usted también?

—¿Y qué sería?

—Ganar tiempo.

O'Connor frunció el ceño.

—Pero de ese modo no se puede ganar mucho tiempo. Horas, si acaso un día.

Silberman asintió.

—Eso quiere decir que… —O'Connor se contuvo—… es el tiempo que necesitan para materializar sus planes.

—Pienso que sí.

—¡San Patricio!

—Está bien que ahora nos guste asumir el papel de detectives, pero para eso estamos sentados aquí. Sigamos elucubrando cosas y no sólo llegaremos a la conclusión de que se traen algo entre manos, sino para cuándo lo tienen planeado.

O'Connor miró fijamente su vaso de cerveza medio vacío. Luego se apartó lentamente de él.

—Clinton —dijo a medias para sí mismo.

—Clinton no es el único a considerar. —Silberman reflexionó brevemente—. Después de él, creo que a eso de las ocho y media, se espera a la delegación japonesa, pero no estoy seguro de que Obuchi esté a bordo. Mañana llegan los aviones de los rusos, los ingleses, los franceses y los italianos. Eso sí que lo sé con bastante exactitud. A mediodía llega Blair, y más o menos una hora después, Chirac; poco tiempo más tarde, D'Alema.

—¿Y qué hay de los rusos?

—Aviones con material, prensa. Yeltsin no llegará posiblemente hasta dentro de tres días y volará de vuelta ese mismo día. A él lo excluiría. Aunque, por supuesto, podría equivocarme. También Yeltsin está en la lista de los políticos del mundo que corren mayor peligro.

—¿Y Schróder?

—¿El canciller alemán? —Silberman adoptó un gesto meditabundo—. No. ¡Decididamente no! Ése no vendrá en avión. Además, los atentados a políticos alemanes sólo son perpetrados por alemanes. Ellos son los que menos se soportan. No, no creo que en este caso tengamos que vérnoslas con alemanes. —Silberman hizo una pausa y bebió un sorbo de su tónica—. Si es que tenemos que vérnoslas en realidad con alguien. Esto no es más que pura especulación.

De repente a O'Connor le pareció como si el reportero estuviera a punto de dar marcha atrás.

—Esta vez no puedo ser benévolo con usted, Aaron —dijo el físico—. Es muy posible que alguien quiera atacar a Blair o a Chirac, pero, ¿lo cree usted realmente?

Silberman negó con la cabeza.

—¿Quién podría querer atentar contra el presidente de Estados Unidos?

Silberman lo miró y luego soltó una breve carcajada.

—¡Todos! ¡Cualquiera! Rusia. Serbia. Libia. China. Colombia. Irak. Corea del Norte. Dios santo. —El periodista le hizo una señal al camarero—. ¡Déme un bourbon, rápido!

—¿Qué marca? —preguntó el barman con cautela.

—Cualquier cosa.

—¿Y… para usted?

—Yo prefiero hundirme con estilo —dijo O'Connor—. ¿Qué nos ofrece el Departamento de Vinos de Oporto?

El barman se mostró radiante. Uno tras otro, fue poniendo sobre el mostrador una respetable colección de vinos cada vez más añejos.

O'Connor estudió las etiquetas con benevolencia.

—Bueno, procedamos de un modo sistemático. A Clinton se lo considera la fuerza motriz de la intervención de la OTAN. Los serbios, por ejemplo, pueden estar bastante enfadados con él… Déme el Delaforce del setenta y ocho y un puñado de nueces.

—Pero están mucho más furiosos con Blair y con Schróder —comentó Silberman—. De los americanos no esperaban otra cosa que camorra, pero eso de ser atacados de nuevo por Alemania, los ha traumatizado.

—Pero esta vez no fue la Wehrmacht.

—Bueno, ¿y eso qué? Subestima usted el victimismo de los serbios y su amor por los mitos. Si usted se siente con el derecho, le da absolutamente igual el por qué alguien le ataca: ese otro siempre estará cometiendo un acto injusto. Usted no lo creerá, pero al principio Clinton estaba poco entusiasmado con la idea de inmiscuirse. No está mal poner en duda la actitud moral de la intervención, pero es preciso relativizar algunas cosas. Estados Unidos se comprometió sólo cuando los ataques de Belgrado contra la población civil albanesa llegaron a ser excesivos. Para decir la verdad, hay ciertos rumores según los cuales la gran ofensiva de Serbia del último año contra el UCK, tuvo lugar con el tácito acuerdo de Washington. Clinton promovió la escisión dentro del UCK, porque le resultaba sospechoso. Del mismo modo que del otro bando se rechazó la idea de dar a Kosovo el estatus de una tercera república dentro de lo que quedaba de la federación yugoslava. ¡Y hasta con los mismos derechos de Serbia y Montenegro!

—Eso no podía funcionar.

—¡Oh, sí! ¡Hubiese podido funcionar! En realidad no fueron los serbios los que más alto protestaron por ello. Intervino Montenegro. Pero posiblemente a Estados Unidos, por entonces, le pareció bien no romper del todo con el régimen de Belgrado. Si desea oír mi opinión, Clinton no tenía el menor interés en esta guerra. Nuestro Willie es un gran conciliador, no un general.

—Creí que Holbrooke ya había amenazado con bombardear el verano pasado.

—Y lo hizo. Porque Estados Unidos contaba con que ese farol surtiera efecto. Y lo consiguió. Tuvimos ese estupendo acuerdo; Milosevic retiró algunas tropas, y la OSCE estableció una discreta misión en Kosovo. Hasta ahí todo fue bien.

—Entiendo. O no. —O'Connor hizo un gesto negativo con la cabeza—. Tal vez usted podría explicarme algo, Aaron.

—Si está en mis manos.

—¿Por qué se corteja a un cabronazo como Milosevic?

Silberman bebió un trago de bourbon y se lo dejó unos segundos en la boca.

—Una buena pregunta —dijo—. Voy a intentar encontrar una respuesta para ella. O no. ¡Existe una respuesta! Le hacemos la corte porque somos como somos.

—Oh.

Silberman sonrió.

—Somos occidentales. Ése es, en resumen, el problema de toda esta guerra. Podemos discutir sobre si debimos intervenir antes o si debimos intervenir en general, pero lo que sí está seguro es que todo lo que hemos hecho responde a nuestra manera occidental de pensar. Mire usted, al principio de los años noventa, el tema de Kosovo entró a formar parte del orden del día de las negociaciones. Usted recordará la conferencia sobre Yugoslavia. La Unión Europea y las Naciones Unidas en perfecta concordia. Por cierto, otro ejemplo de la falta de voluntad de Washington para hacer de los problemas europeos un problema americano. La consigna, entonces, rezaba: We
got no dog in this fight
[13]
. A finales del año 1995, tuvimos entonces la conferencia sobre Bosnia.

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