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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

En Silencio (63 page)

A algunos pasos de Jana estaba un joven con el pelo cortado al cepillo que hablaba a un dictáfono, mientras, de vez en cuando, echaba un vistazo a un cuaderno de apuntes.

—El OVNI tiene capacidad para tres mil periodistas —decía—, quienes, según algunos estimados provisionales, ya han consumido algunos centenares de litros de cerveza, agua, limonada y cola, y, además de varios quintales de canapés, bocadillos, ensaladas y tortitas, se han zampado unos dos mil kilos de salmón. Cada diez minutos llegan los camiones con el avituallamiento. Se ha puesto a funcionar una imponente maquinaria para calmar el hambre de cualquiera, ya sea de noticias o de hidratos de carbono.

El hombre hizo una breve pausa, hojeó el bloc de apuntes y continuó:

—La atmósfera es buena, fabulosa. A los periodistas les han regalado unas bolsas-sorpresa llenas de las cosas más útiles… Un momento, ¿no sacamos algo sobre esto ya la semana pasada? No importa. En cualquier caso, todos han dejado caer algo en ellas: el canal WDR, una calculadora de euros con función de traducción; la empresa Ford, un cojín para sentarse; Baviera, un medidor de azúcar en la sangre, a fin de que cada cual compruebe por sí mismo si está apto para resistir esta cumbre. —El reportero rió irónicamente—. Los cojines, podemos decirlo tranquilamente, han pasado ya por los traseros de la mayoría, y el medidor de azúcar creó cierto desconcierto y el subsiguiente espanto, ya que para obtener un diagnóstico había que pincharse el dedo. En cambio, lo que sí atrajo un enorme interés fueron las entradas gratuitas para el concierto de la cumbre en la Roncalliplatz o el inevitable frasquito de 4711; aunque, sobre todo, las palmas se las llevaron los condones repartidos generosamente por la Oficina Federal de Prensa. Esto último provocó un enorme disgusto entre el clero colonense, así como la circunstancia de que la calle de prostíbulos más conocida de Colonia se haya rearmado con nuevos colchones y doscientas chicas extra o que, desde hace varias semanas, un avión mono-motor sobrevuele la catedral arrastrando un cartel en el que se hace publicidad de un club nocturno llamado Pascha. El portavoz del arzobispado ha puesto de manifiesto ese enfado («Por cierto, ¿tenemos alguna foto del tipo? ¡Verificar eso!»), si bien en forma suave. La Iglesia sabe muy bien que lo único que puede llevarse en estas circunstancias es la fama de aguafiestas, y por eso se enfrenta a esta Babel pecadora que está por llegar con oportunidades de confesión de última hora y oficios divinos adicionales con motivo de la cumbre. De algún modo, todos al final terminan reconciliados, y Colonia tiene lo que desea: una prensa amarilla sumamente satisfecha.

El hombre que dictaba su artículo al aparato, había dado en el clavo. Para Jana estaba claro que era lo que deseaban los poderosos de la ciudad. A pesar de toda la atención dedicada a los protagonistas y a los contenidos políticos de la cumbre, lo que se esperaba era, sobre todo, el nacimiento de una nueva estrella mundial, y esa estrella se llamaba Colonia. Se llevarían una buena sorpresa. Jana bostezó y comprobó su maquillaje en un espejito. Cordula Malik existía realmente. O mejor dicho, había existido, aunque sólo hubiese vivido por espacio de tres años. A esa edad, ella y sus padres perdieron la vida en un incendio, a principios de los años setenta. Con minuciosidad y los contactos adecuados, se podía diseñar una persona viva a partir de un caso como ése, con una trayectoria profesional y personal, y un domicilio fijo. Mirko se había agenciado la certificación de nacimiento, un método habitual entre criminales y terroristas que operaban a nivel internacional, cuando tenían la intención de entrar con un nombre falso en otros países. Había sido necesaria toda una serie de pasos adicionales —incluido el soborno de algunos honorables funcionarios—, para crear a una periodista viva de treinta años.

Cordula Malik había salido de la tumba. Y para ello otra mujer había tenido que cederle su lugar: una italiana atractiva y elegantemente vestida, con el pelo largo y rojo cobrizo, que respondía al nombre de Laura Firidolfi y que ya jamás regresaría. Jana sintió un ligero pesar. Le caía bien esa exitosa mujer de negocios. Laura Firidolfi hubiese podido ser la digna sucesora de Sonja Cosic, pero la historia había querido que las cosas fuesen diferentes.

Cordula Malik llevaba el pelo corto y estropajoso. La metamorfosis había tenido lugar hacía una hora con la ayuda de unas tijeras, inmediatamente después de que Jana y Gruschkov comprobaran el funcionamiento de la cámara. La ropa cara de Firidolfi había dado paso a unos vaqueros desteñidos y a una camiseta corta a la altura del ombligo, con un ligero blusón por encima, cuyos colores recordaban a la época de los setenta, acorde con la moda del momento. En los pies, Cordula llevaba zapatillas deportivas de la marca Nike con suelas reforzadas. Vestida de ese modo, con los ojos y los labios maquillados un poco en exceso, su aspecto era el de una trasnochada chica de la época del destape, nominalmente demasiado vieja para llevar ese
look,
pero lo suficientemente atractiva como para pasar por una representante de ese mundillo. Había pensado incluso en ponerse un
piercing
en el ombligo, pero luego descartó la idea; en su lugar, se pintó un tatuaje con un símbolo celta que sobresalía por la pretina del pantalón.

Su aspecto era el de una representante de manual de la generación de la movida. Una dejada de los medios, probablemente con un altísimo concepto de sí misma y no demasiado inteligente. Era, con toda seguridad, la última de la que se podía esperar un atentado contra el presidente de Estados Unidos.

Llevaba la Nikon colgada al cuello junto con otra cámara más pequeña de la marca Olympus, de manera tal que las cámaras no se mecieran directamente sobre su pecho, sino sobre la cadera. Los músculos de sus mandíbulas se contraían y distendían de nuevo mientras masticaban un chicle. Obviamente aburrida, caminaba de un lado a otro delante de la salida. Finalmente, se abrieron las puertas y los condujeron al exterior.

Había una multitud en la calle. La luz del sol inundaba de colores cálidos el casco histórico de la ciudad. Todo tenía el aspecto de un hermoso atardecer de principios del verano.

Todo, menos la cerrada capa de nubes que se acercaba desde la otra orilla del Rin.

Lluvia. Lo único que podía poner en peligro el plan.

Aunque sólo si llovía a cántaros. Y aun así, tendría otra oportunidad.

No obstante, la lluvia no era nada bueno. Posiblemente la obligaría a permanecer más tiempo de lo que le hubiese gustado. En caso de duda, Laura Firidolfi tendría que seguir existiendo unos días más. El disfraz no significaría ningún problema, pero ella detestaba la idea.

«Nada de lluvia —pensó—. Por favor.»

—¿También para el POTUS? —le preguntó el joven con el pelo al cepillo.

Ella volvió la cabeza. El hombre también llevaba unas cámaras colgadas al cuello, como ella.

—Mm… —soltó ella entre las mandíbulas.

—Yo también —dijo el hombre—. ¿De qué periódico es usted?

—Ningún periódico —masculló ella—. Voy por mi cuenta.

El joven le extendió una mano.

—Peter Fetzer. Del
Express
de Colonia.

—Oh. El mejor periódico de la ciudad. —La mujer enarcó las cejas y desplazó el chicle hasta el último rincón de su carrillo derecho—. Cordula Malik. De Viena. Corresponsal para lo que se tercie.

—¿Lleva mucho tiempo en Colonia? —preguntó Fetzer.

Ella hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Es mi primera cita —dijo ella.

El joven sonrió con sorna.

—No se asombre cuando vaya en el autobús. La mayoría de las veces recorremos un tramo bastante respetable, pero también puede suceder que el estúpido bus lo lleve a uno únicamente hasta la vuelta de la esquina. Se dice que pasado mañana Clinton visitará la catedral.

—Ya lo sé —dijo ella, con gesto aburrido—. Yo también pretendo ir. Mola esa iglesia.

—Pues que le aproveche. —El joven señaló hacia el lugar donde las torres de la catedral descollaban por encima de los edificios y se rió—. Será el viaje en autobús más corto de su vida. Ella le devolvió la risa e intentó que sonara de un modo normal. Claro que sabía muy bien de qué hablaba el joven. Todos los periodistas que querían ir a un evento de la cumbre, tenían que subir al autobús en la plaza Neumarkt o en algún otro punto preestablecido, aun cuando sólo tuviera que viajar diez metros. Nadie perdía de vista a los periodistas.

—Entonces quizá nos veremos pronto —dijo Jana— ¿Cuándo viene el bus?

—No lo sé. —Fetzer miró a su alrededor y se encogió de hombros—. Por lo visto, lleva retraso. Si puedo ayudarla de algún modo…

—Muy amable. Ya me las arreglo.

ADMINISTRACIÓN. DEPARTAMENTE TÉCNICO

Mahder estaba a punto de abandonar su despacho cuando O'Connor entró. El jefe del Departamento Técnico llevaba unos planos bajo el brazo y parecía tenso.

—Esta «cumbritis» acabará con todos nosotros —dijo—. Me alegraré cuando se haya acabado, pero eso no se puede decir muy alto, sino Stankowski me saltaría encima.

—No quería interrumpirlo —dijo O'Connor.

—No lo ha hecho. Espere un momento.

Mahder entró al despacho de al lado. O'Connor oyó cómo le indicaba a alguien que llevara los planos a la antigua terminal. Entonces regresó con una expresión de disculpa en el rostro.

—El trabajo continúa —dijo—. O mejor dicho, debe continuar, pero al mismo tiempo no podemos hacerlo. Mis hombres están siendo controlados cada diez minutos, cada vez que salimos.

—¿Controlan al Departamento Técnico?

—Controlan a todos. Técnicos, personal extra. El SE nos controla a nosotros, la policía controla al SE, el Servicio Secreto controla a la policía y es controlado, a su vez, por los otros, y cuando la policía no tiene nada que hacer, se controla probablemente a sí misma. —Mahder hizo una mueca—. Y éste es sólo el capítulo americano. Viviremos este teatro dentro de tres días, cuando llegue Yeltsin, y entonces tendremos a los cosacos encima; y mañana serán los ingleses y los franceses los que nos saquen de quicio. Todos están chiflados. ¿Ha oído hablar de Strack?

—¿Strack?

Mahder rió repentinamente. Sus dientes postizos y baratos relampaguearon. «La risa de una persona insatisfecha —pensó O'Connor—, una persona que comprueba que otro ha resbalado con una piel de plátano.»

—Strack es un alto cargo de la policía, ¿no lo sabía? Hace el papel de gran fanfarrón, le encanta pasearse por la carpa VIP, hablar constantemente con gente importante, mientras los hombres como Lavallier hacen todo el trabajo. Todo el mundo en Colonia lo sabe. Por cierto, ¿le apetece un café?

—No, gracias. No pretendo quedarme mucho…

—¡Pues lo han arrestado! —Mahder miró fijamente a O'Connor y soltó una carcajada—. ¿No es una pasada? Eran alemanes del este, naturalmente. Personal de seguridad de Brandenburgo. La semana pasada, cuando partió el primer ministro francés, volvieron a bloquearlo todo. Tenemos policías aquí de todos los estados federados alemanes, y algunos son tan estúpidos como para no dejar pasar a su propio jefe, sólo porque no tiene a mano su identificación. Lavallier tuvo que ir a sacarlo.

—Mis elogios.

Mahder dejó de reír y se encogió de hombros.

—Bueno, a mí me da igual cómo lo hagan. El problema es que tenemos que suspender el trabajo cuando Clinton llegue.

—¿No dijo usted hoy a mediodía que los aterrizajes no interferirían con el trabajo?

—En principio es así. En la Terminal 2 las cosas continuarán de manera normal. Pero hoy llega Clinton. Los estacionamientos, la terminal de cargas, todo lo imaginable quedará cerrado. Tenemos una importante obra en la A-2, estamos echando el hormigón. Trabajamos incluso por las noches. En un principio debíamos levantar todo el campamento, pero esta vez, por lo menos, hemos podido sacarles algunas concesiones a los yanquis. No obstante, habrá dos horas de descanso cuando Clinton llegue. Meterán a nuestra gente en unos autobuses y se podrán comer sus bocadillos. ¡Ridículo!

—A fin de cuentas es el presidente de Estados Unidos.

—Bueno, ¿y qué? ¿Qué se creen ésos? ¿Que vamos a atacar al
Air Force One
con nuestras palas?

—Yo no sé si es tan ridículo —dijo O'Connor—. Pienso en Patrick Clohessy; quiero decir, en O'Dea.

—Eso es cierto, por supuesto —admitió Mahder a regañadientes. Se rascó detrás de la oreja y miró a O'Connor—. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿O es que sólo quería charlar?

—No. —O'Connor hizo un gesto negativo con la cabeza—. Me interesaría saber cuáles son todos los lugares donde ha trabajado Clohessy.

—¿Y por qué no le pregunta a Lavallier?

—Porque no está —mintió O'Connor—. Además, me parece que usted tiene las informaciones detalladas.

—Claro —dijo Mahder, vacilante.

O'Connor se acercó al jefe de departamento y bajó la voz.

—Hoy al mediodía opinaba usted que no le estaban contando lo suficiente. Ahora le diré yo algo. Tal vez usted pudiera ayudar al esclarecimiento de todo esto sin tener que incomodarse con esas instituciones que le prohiben dar cualquier paso.

Los ojos de Mahder se entrecerraron. Luego sonrió.

—Tengo que admitir que he estado sacando mis propias conclusiones de todo esto.

—Yo también.

—Pero nosotros ya lo hemos investigado todo. Mi gente, el SE, la policía. Le entregué a Lavallier una lista completa de las labores en las que O'Dea (o Clohessy) participó. Yo mismo estuve hasta hace poco balanceándome en un andamio. No hemos encontrado nada.

—¿En qué lugar trabajó con mayor frecuencia?

—En la nueva terminal. Ya le dije que allí teníamos que ayudar de forma constante.

O'Connor se apartó un paso y evocó en la memoria todo lo que Mahder les había mostrado durante el recorrido. El
Air Force One
aterrizaría posiblemente a la altura de la nueva terminal. O no. La cuestión era secreta. Apostarse allí al acecho no tenía ningún sentido. Sobre todo teniendo en cuenta que había que introducir en el campo una arma de gran calibre para derribar desde tierra al avión mejor protegido del mundo.

Eljak dispara.

¿Quién diablos era Eljak? ¿Con qué pretendía disparar?

Pieza daespeoj.

—¿Podría enseñarme otra vez en el plano del lugar dónde va a aterrizar Clinton exactamente? —preguntó O'Connor.

Mahder desplegó las manos.

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