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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

En Silencio (82 page)

—Me iría, por supuesto, con la condición de que tú vinieras conmigo —añadió; hizo un gesto de desamparo con sus manos y sonrió con ironía—. Tú tienes que pasarme las hojas mientras yo leo. Eso por… eh… motivos puramente prácticos.

—Jamás diría que no a unos buenos motivos prácticos —respondió ella; luego negó con la cabeza, con una expresión de tristeza—. Pero no puedo. Tengo que quedarme aquí, Liam. Hasta que sepa lo que ha pasado con Kuhn.

Él la miró con expresión seria. Luego asintió.

—Sí, por supuesto.

Viajaban por la autovía. O'Connor se dio la vuelta hacia donde estaba Silberman y quiso decir algo, pero no lo hizo. En lugar de ello, su boca permaneció abierta durante unos segundos, y se quedó mirando fijamente, como paralizado, algo que veía detrás del corresponsal.

—Para el coche —dijo por fin.

Wagner creyó haber oído mal.

—No puedo parar aquí.

—¡Mierda! Ya no lo veo. —O'Connor se dio la vuelta de nuevo hacia adelante y puso una cara pensativa—. ¿Puedes regresar?

—¿Qué era?

—Tal vez me equivoco, tengo que verlo de nuevo, ¿de acuerdo?

—Lo que quieras —dijo Wagner—. Sólo ten paciencia dos minutos.

Kika puso rumbo hacia la siguiente salida de la autopista y regresó. Al cabo de poco tiempo se aproximaron de nuevo al cruce del aeropuerto.

—Conduce más despacio —dijo O'Connor.

El físico miraba hacia fuera.

—¿Debo salir por aquí?

—No. ¡Allí! ¡Ahí está!

Wagner disminuyó aún más la velocidad. Silberman se había inclinado hacia adelante. Los dos seguían con la mirada el dedo extendido de O'Connor. A su derecha, un poco apartado de la autovía, sobresalía hacia el cielo un solitario y delgado poste. El extremo inferior estaba cubierto por algunos árboles.

—Parece un poste de electricidad —dijo Silberman.

—Un poste muy alto —comentó Wagner.

—Sí. —O'Connor señaló hacia adelante, excitado—. Ahora entra en la siguiente salida. No quiero precipitarme, pero esa cosa podría ser lo suficientemente alta. Es raro, tenemos que haber sobrevolado esta zona.

—Estuvisteis buscando edificios, no postes aislados.

—Estuvimos buscando de todo. No obstante, siempre es lo mismo. Lo que es obvio, se pasa por alto. Pero tienes razón, todo en los alrededores es bajo. ¿Sabes cómo llegar ahí?

—Me pones siempre ante auténticos problemas. —Wagner vio cómo el poste se hacía más pequeño en el espejo retrovisor—. Hace años que conozco Colonia y jamás estuve en este rincón.

—Pero tú eres Kika, la divina —dijo O'Connor con el tono de quien dice algo obvio—. Lo conseguirás.

—Quizá debería llamar a Lavallier —propuso Silberman.

—Miremos un momento. Puedo equivocarme.

La próxima salida llegó al cabo de unos tres kilómetros, señalizada como el punto de intersección de Porz-Wahn. Wagner dobló dos veces a la derecha hasta que se vieron viajando hacia atrás, paralelamente a la autovía. Durante un rato estuvieron avanzando entre campos, luego comenzaron a aparecer algunos edificios a derecha e izquierda.

—Porz-Urbach —leyó Kika en el cartel de una localidad—. ¿Y ahora qué?

—Estaba muy pegado al cruce de la autovía. Tenemos que entrar a ese lugar.

—Si no queda más remedio.

Era una urbanización. Sólo había casas unifamiliares y adosadas, una iglesia y un pequeño cementerio; apenas había comercios ni bares.

—Es una zona residencial —comprobó Silberman, mientras se desplazaban en zigzag por las calles. Varias veces se vieron obligados a dar la vuelta, debido a las calles de sentido único. Apenas había nada en la calle. Luego, de repente, sin haberse dado cuenta del todo, cruzaron la autovía.

—Volvamos —dijo O'Connor.

—A sus órdenes, capitán.

—A la derecha.

Doblaron en una calle angosta que se desviaba al cabo de unos pocos centenares de metros. Allí abundábanlas construcciones bajas de una sola planta; por lo visto se trataba de un polígono industrial. Una valla de varios metros de altura rodeaba un área de tamaño considerable.

Y en medio de esa área se erguía el poste. Avanzaron hasta estar muy cerca de la valla y bajaron del coche. Un cartel les permitía identificar varias empresas y una planta de gas y electricidad. No se veía ni una alma a la redonda. O'Connor pasó los dedos por los barrotes de la valla y arrugó la frente.

—¿Y bien? —quiso saber Silberman—. ¿Es sólo un poste eléctrico o debemos prepararnos para el próximo disgusto?

—Existen miles de postes como éste —murmuró O'Connor casi para sí mismo—. Pero son pocos los que están situados tan favorablemente desde un punto de vista estratégico. Creo que entre este lugar y el aeropuerto sólo hay árboles, principalmente.

—¿Cómo puedes saberlo con tanta exactitud? —preguntó Wagner.

—Lo vi desde el helicóptero.

—¿No había hablado usted de un radio de unos cinco kilómetros? —dijo Silberman—. Según mis cálculos, aquí no estamos a una distancia de cinco kilómetros del aeropuerto.

—Dije entre tres y cinco kilómetros. —O'Connor caminó un trecho a lo largo de los barrotes—. Posiblemente incluso más. Pero usted tiene razón, son como máximo tres kilómetros. O dos. Eso quiere decir que la terminal de carga está situada otro kilómetro más allá. Cuando se habla del aeropuerto, pensamos siempre en la terminal. ¿O acaso serán tres? ¿Cuatro, incluso? —O'Connor les hizo una señal con la mano para que se acercaran—. Venid aquí.

Los otros dos se detuvieron junto a él y siguieron su mirada hacia arriba.

—Estos bonitos barrotes me permitirían llegar hasta arriba estirando la mano —dijo O'Connor, animadamente—. Si me ayudáis un poco a subir, puedo alcanzarlo.

—No vas a llegar —dijo Wagner con tono decidido—. Porque no puedes agarrar nada con esas manos así.

O'Connor la observó, ensimismado. Luego saltó sin previo aviso a la verja y pudo tocar el travesano más bajo. Soltó un gemido, pero continuó trepando.

—Tiene usted un amigo interesante —le dijo Silberman a Wagner.

—Sí —asintió ella con expresión sombría—. También puede verse de ese modo.

JANA

Jana no quería dar crédito a lo que veían sus ojos.

Había aparcado el Audi bajo el puente de la autovía y dejado las cámaras en el maletero. Su blusón ocultaba la sobaquera con la pistola Glock y la Walther PP, guardada en la pretina del pantalón. Luego recorrió el corto tramo a pie. Había contado con cualquier cosa; en el peor de los casos, había previsto ver la empresa de transportes rodeada. Ahora, sin embargo, comprobó con estupor quién estaba merodeando por allí, junto a la verja del polígono industrial.

Reconoció a O'Connor desde el primer momento. Después de que Gruschkov hubiera rastreado la página web del físico, Jana había estudiado al detalle su fotografía. El doctor era vanidoso, y por lo visto tenía sus razones para serlo. No contento con ser candidato al Premio Nobel y con estar en las listas de libros más vendidos, había decidido, por lo visto, convertirse en el rehén personal de Jana.

Rápidamente, Jana se ocultó en una entrada de coches y miró calle abajo.

La mujer tenía que ser Kika Wagner. Kuhn y Gruschkov la habían descrito como una mujer muy alta. Al negro no lo conocía. Llena de rabia, se fue acercando cautelosamente. En otras circunstancias, hubiese entrado en la empresa de transportes con toda naturalidad. En los últimos meses, los miembros del comando habían entrado y salido constantemente, siempre que hubiera gente o vehículos en las calles. El mejor camuflaje era mostrarse a plena luz del día y delante de todos. Pero la presencia de O'Connor allí cambiaba las cosas. No prometía nada bueno que estuviera encaramado a la verja, mostrando un obvio interés por el poste de electricidad. No necesitó cavilar mucho para comprender lo que estaba haciendo el físico. Y lo que había encontrado. Involuntariamente, sintió admiración. A medida que se acercaba al grupo, reflexionó sobre lo que debía hacer. No le quedaba mucho tiempo. Desde donde estaba, podía captar algunos retazos de lo que hablaban entre ellos. Nadie la estaba viendo, y si alguien lo hubiera hecho, no le habría llamado la atención nada especial. Jana podía hacerse invisible en medio de un campo. Allí había infinidad de posibilidades para ocultarse, postes de electricidad, rampas de entrada y árboles. La gente era ciega.

Pero, por desgracia, no era estúpida.

No podía excluirse la posibilidad de que ya hubiesen informado a la policía. Jana sabía que estaba obligada a actuar. En su fuero interno, sin embargo, confiaba en que los tres desaparecieran de inmediato. Cinco minutos era todo lo que necesitaba para enterrar a Cordula Malik en la empresa de transportes y salir a pasear por allí como Laura Firidolfi, con Gruschkov a remolque.

Pero O'Connor seguía trepando cada vez más alto.

Entonces estiró la cabeza y miró por encima de la autovía en la dirección hacia el aeropuerto.

WAGNER

—¡Eh! —les gritó O'Connor a los que estaban abajo. Colgaba de los travesanos como un mono y hacía señales con la mano. Parecía como si estuviera pidiendo cacahuetes. Estaba por lo menos a cinco metros.

—¿Puedes prestar atención un momento? —le gritó Kika—. Es decir, por las lecturas. Tienes motivos puramente prácticos.

—No te preocupes. Reventaréis de envidia cuando veáis que también he salido ileso de ésta. Puedo ver más allá de la autovía y, ¿sabéis qué veo? —O'Connor sonrió, satisfecho—. ¡El aeropuerto!

—¿Qué hay con el poste?

—Es lo suficientemente alto. Es posible hacer un disparo en línea recta hasta la pista de estacionamiento. Además, este chisme es sólido, parece más estable de lo que pensaba. Esperad, bajo en seguida.

—No puedo mirarle dijo Wagner a Silberman en voz baja cuando vio que el físico se deslizaba por el poste con sus manos vendadas.

—Nadie puede ver desde aquí si hay un espejo ahí arriba —dijo O'Connor, cuando ya estaba de nuevo frente a ellos—. Pero ese poste sería apropiado. Está sostenido desde todos los lados, de modo que la punta no oscila. En todo caso, variaría tan sólo uno o dos centímetros, pero para eso tendría que soplar un viento infernal, y eso lo corrige la óptica adaptativa.

Silberman miró con escepticismo hacia el mástil.

—No obstante, yo diría que es una oportunidad entre mil.

—No necesariamente. No sé qué tenía en la cabeza cuando pasamos volando por aquí. No me sentía bien ahí arriba. —O'Connor señaló hacia el aeropuerto—. El rayo de luz fue conducido desde el edificio de la UPS hasta la nave antirruidos, y esta última es la que está más próxima a nosotros. ¿Sabéis qué fue lo que me hizo contener el aliento cuando recibimos el mensaje de Kuhn? Era la certeza intuitiva de que podría descifrar el texto si encontraba el pie adecuado. Sabía que algo no coincidía, pero no sabía qué era. Aquí pasa exactamente lo mismo. Tengo en la mente la estructura de ese láser, la he visto en todas sus formas posibles. He trabajado infinidad de veces con esas cosas. ¿Me entendéis? No tengo que reflexionar mucho, este poste me llamó la atención no porque fuera alto, sino por estar en el lugar donde está. Desde el momento en que lo vi, pude reconocer el modelo de la estructura, en unas dimensiones multiplicadas varias veces, en comparación con las que usamos en el laboratorio, pero en principio funciona. Wagner achicó los ojos.

—¿Y éste sería el lugar ideal?

—¡Lo es! Desde aquí puede enviarse el haz de luz hasta el edificio de la UPS, y éste puede refractarse en ángulo agudo, directamente a la pista de estacionamiento del avión.

Involuntariamente, Wagner miró a su alrededor. Todavía estaba bastante claro, pero ya comenzaban a encenderse las primeras luces. El polígono industrial no era demasiado grande, se extendía más allá del ángulo que hacía la calle, con una longitud de cien o doscientos metros. Algunos tubos de neón iluminaban los edificios, pero por lo que podía verse a través de las ventanas, allí no había nadie. Al otro lado de la calle había construcciones industriales más pequeñas, naves bajas y barracones, en parte ocultos detrás de muros y portones. Las fachadas de las viviendas comenzaban un tramo más adelante.

—No me siento bien haciendo esto —dijo la mujer. Luego vio el entusiasmo reflejado en los ojos de O'Connor y comprendió con claridad que O'Connor volvía a estar en su salsa.

—Llame a Lavallier —lo apremió Silberman.

—Por supuesto. —O'Connor miró pensativo hacia las construcciones situadas al otro lado y, a continuación, volvió a observar el poste—. Dejadme pensar otra vez un segundo.

—Puede pensarlo más tarde.

—Más tarde es el «ahora» de los muertos. Si hay algún espejo ahí arriba, tiene que estar ligeramente inclinado hacia nosotros. Lo ideal es que el haz de luz incida en él en ángulo recto, pero en este caso bastarían cuarenta o cincuenta grados. —Su mirada escudriñó el grupo de edificios industriales. Luego se desplazó hacia el otro lado y recorrió la calle en toda su longitud. Wagner lo siguió. Se detuvo delante de un muro con una puerta cochera. Se paró a su lado y vio que el portón de hierro descansaba sobre unos rieles. Uno de esos que se pueden empujar hacia un lado. En el muro había un cartel.

—Una empresa de transportes —dijo Kika.

—Apostaría a que es aquí —dijo O'Connor casi con reverencia.

—Liam, estás loco.

El físico volvió el rostro hacia ella. Sus ojos centelleaban.

—¡Kika, no estoy loco, te lo digo por enésima vez, Dios mío! Trabajo desde años con estas estructuras, y éste es el punto matemático perfecto.

Ella dejó escapar el aire lentamente y miró el portón.

—Entonces, haz algo.

O'Connor asintió. Comenzó a revolver el bolsillo de su traje en busca de la tarjeta de Lavallier. Wagner sintió alivio y se volvió hacia Silberman.

—Por fin se comporta usted de un modo razonable —le dijo.

Sus ojos se posaron en el periodista.

—Liam —susurró Kika.

—¿Qué…?

O'Connor también se dio la vuelta y dejó de buscar la tarjeta.

Detrás de Silberman había una mujer joven. Su aspecto era el de una progre desinhibida, pero sostenía una arma apuntando a la nuca del corresponsal. Su mano izquierda sostenía un móvil. Movía lentamente la cabeza en un gesto negativo.

El portón de la cochera comenzó a moverse.

DRAKE

Un Chrysler Voyager de color antracita estaba aparcado dos calles más allá, al borde de un prado. Estaba allí desde hacía una media hora. En su interior, cuatro hombres se armaban de paciencia. Llevaban trajes y corbatas de diseños discretos sobre unas camisas blancas: el típico atuendo del Servicio Secreto. Uno de ellos tenía un pinganillo en la oreja, conectado a un móvil a través de un cable.

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