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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

En Silencio (39 page)

Su corazón le retumbaba en los oídos.

Kuhn había mostrado poco entusiasmo ante la idea de visitar a Paddy. Por lo que parecía, no le agradaba todo ese asunto. Desistieron después de algunos intentos para convencerlo y de hablarle de la posibilidad de encontrarse con Bruce Willis o Harrison Ford, quienes probablemente actuarían en esa película. El editor estaba sentado en la barra como si lo hubiesen atornillado allí. Quizá estuviera pensando que ellos tomarían su presencia como algo molesto. Por lo demás, Wagner creía saber lo que lo inquietaba. Viajar hasta la RolandstraBe era algo real. Las leyes de la ficción sólo eran válidas en los libros, y más allá de las palabras impresas, Kuhn era todo menos un héroe.

Y tanto mejor así.

La RolandstraBe estaba muy cerca del Volksgarten, un extenso parque con árboles muy antiguos, cervecería al aire libre y estanque con patos. En verano, los céspedes del parque estaban concurridos hasta bien entrada la noche. Olía a carne asada, y los golpes de bongos y congas se oían como una música de fondo. En ese momento, sin embargo, las actividades nocturnas se mantenían dentro de ciertos límites. Cuando el Golf pasó volando junto a la oscura silueta del parque, éste parecía estar desierto.

Tampoco había casi nadie en la RolandstraBe. Las pocas farolas reforzaban la impresión de soledad. Las viejas construcciones deterioradas alternaban con fachadas recién restauradas.

—Liam, es una locura lo que estamos haciendo.

—Entonces por lo menos es probable. —O'Connor entornó los ojos—. ¿Puedes distinguir los números de los edificios?

—¡Ah, sí, los tiburones tenéis mala vista! Tu amigo vive en el número treinta y ocho. Aquí estamos en el dieciocho. Y hay un sitio para aparcar.

Con decisión, Wagner metió el coche al lado de una farola.

—Bastante justito —dijo O'Connor.

—Una maniobra precisa. ¿Te espero en el coche?

—No, tienes que venir. Reúnes en una medida poco habitual los encantos para entusiasmar y amedrentar a un hombre al mismo tiempo.

Caminaron a lo largo de la calle hasta llegar al número treinta y ocho. Era uno de los pocos edificios vistosos. Según las etiquetas del interfono, O'Dea vivía en la segunda planta.

O'Connor apretó durante largo rato el botón.

EL PISO

Clohessy se quedó petrificado.

«No abras —pensó—. Haz como si no estuvieras.»

Volvieron a llamar.

Con la garganta seca, se pegó al borde de la ventana del salón y se arriesgó a echar un vistazo fuera.

Para su asombro, no eran ni Mirko ni Jana los que venían a buscarlo; allí abajo estaba, mirando fijamente hacia arriba, Liam O'Connor.

Paddy se echó hacia atrás rápidamente antes de que el físico pudiera verlo.

Eso sí que era interesante. ¿Qué querría Liam allí a esas horas, después de que se hubieran dicho todo lo que había que decir? ¿Habría sido también él quien había telefoneado?

«En realidad, no nos lo dijimos todo —pensó Paddy—. No me creyó.»

Durante un momento, estuvo tentado a abrir. Pero luego decidió lo contrario. Liam se iría. Mejor no correr ningún riesgo. Cada segundo contaba, y Liam sólo le robaría tiempo. Con mayor prisa aún, se dedicó a hacer la maleta.

WAGNER

O'Connor dio un paso atrás y contempló la fachada del edificio.

—No hay ninguna luz encendida.

—Inténtalo otra vez.

A pesar de las reiteradas llamadas, nadie les abrió.

—Todavía no ha llegado a casa —bramó O'Connor—. Es un chico travieso.

—¿Y eso qué quiere decir, señor Holmes?

—Pues, elemental, mi querido Watson. Nos meteremos de nuevo en tu Golf y observaremos el terreno hasta que los cristales se empañen.

Era el comentario más erótico de toda la noche, pero no precisamente el mejor. En dos ocasiones se fundieron de un modo tan violento que Wagner temió que se rompieran los espaldares de los asientos del Golf. En cada ocasión, recordaron de mala gana el deber que se habían impuesto y espiaron el terreno fuera del coche.

—¿Era él?

—¿Por qué lo dices? ¿Había alguien ahí?

—¡Maldita sea! ¡Una vez más hemos dejado de prestar atención!

—Ahí no había nadie. El de hace cinco minutos ya pasó. Luego no ha pasado nadie más.

—¿Estás segura? He visto a un hombre. Clara y nítidamente.

—Yo también. Estaba encima de mí e intentaba desabotonarme la blusa.

—Suena concluyente.

—¿Qué hora es?

—Demasiado temprano para desistir.

—Dime la hora, tonto. ¿O acaso no puedes ver siquiera las manecillas de tu reloj?

—Puedo verlo todo. El mundo es mucho más hermoso cuando no se ve con detalle.

—¿Y?

—¿Qué?

—¿Me dices qué hora es?

—Un momento, espera… Las doce y diez.

Kika se soltó de su abrazo y se irguió en su asiento. Su largo cabello le caía sobre el rostro. Se lo apartó y se estiró la falda. Decenas de moratones serían la recompensa por estar besuqueándose en un Golf como cualquier estudiante de instituto y con una estatura de uno ochenta y siete.

—Llevamos esperando un cuarto de hora por tu querido Paddy —dijo ella—. ¿No te parece que ya basta?

O'Connor se acarició el mentón.

—No lo sé. Para serte sincero, ya no sé muy bien lo que estamos haciendo aquí.

—Hemos ingresado temporalmente en una unidad de investigación criminal.

—¿Y eso tiene algún sentido?

—¿Y tú me lo preguntas?

O'Connor estiró los brazos y miró a través de la ventanilla.

—Admito que este asunto está perdiendo su atractivo. Nos estamos poniendo en ridículo.

—¿Sigues teniendo la convicción de que alguien envió a Paddy?

—Y si así fuera, ¿qué? Es muy posible que esté viendo fantasmas. O quizá no. Cuanto más tiempo permanecemos aquí, más estúpido me sentiré.

—¿Entonces qué hacemos? ¿Vamos a la policía? ¿Al hotel?

¿Seguimos esperando? Él la miró.

—Tu Golf es una cámara de torturas. Lo de seguir esperando me afectaría demasiado las articulaciones. Propongo que demos un paseo por ese magnífico parque por el que hemos pasado, y allí lo repasemos todo una vez más mientras tomamos aire fresco. ¿De acuerdo?

—Brillante idea —dijo Wagner.

Bajarse y estirar las articulaciones fue un verdadero alivio. O'Connor le pasó el brazo por la cintura, y fueron hacia el Volksgarten. Estaba a unos cien metros. A ella le hubiese encantado apoyar la cabeza en su hombro. Pero, por desgracia, a él le faltaban algunos centímetros para proporcionarle el sostén necesario.

Cuando caminaban bajo los primeros árboles y el tranquilo estanque se extendía ante ellos, sonó el móvil de Wagner.

Ella no lo oyó.

Siguió sonando en el asiento trasero del Golf, donde se había caído de su chaqueta, como si quisiera llamar a su dueña de vuelta. La pantalla del teléfono brillaba con un color verde fantasmal, y la palabra LLAMADA parpadeaba en ella.

Luego reinó otra vez el silencio.

KUHN

Kuhn estaba sentado en su banqueta del bar, con el Nokia pegado a la oreja, preguntándose por qué Wagner no le respondía. Su colaboradora era de esas personas que casi habían crecido con ese pequeño aparato, de modo que siempre estaba localizable. ¿Qué se lo impedía?

Desconcertado, apretó la tecla roja de colgar.

Hacía media hora que su asistente de prensa y aquel físico loco se habían marchado. En realidad, treinta minutos no era demasiado tiempo, pero habían bastado para transformar el cerebro de Kuhn en una caja de resonancias. A él le parecía que había transcurrido una eternidad desde que se les había ocurrido la descabellada idea de visitar a ese tal Clohessy.

No había sido una buena idea.

Kuhn estaba inquieto. En el transcurso de esa media hora de soledad, sus pensamientos habían oscilado de un lado a otro, formando hipótesis que podrían ser ridiculas si no fueran tan concluyentes. Colonia avanzaba febrilmente hacia la segunda cumbre, la cumbre verdadera. Desde que hacía dos años el canciller Helmut Kohl le prometió ese acontecimiento mediático al alcalde todavía en funciones de Colonia, el señor Norbert Burger, a fin de consolar a los renanos por la pérdida de la condición de capital del país, la ciudad estaba animada por el aliento de la historia. La visión del mundo de un veterano canciller, que solía calificar los momentos de «históricos» antes de que éstos lo fueran, casaba con la adicción de Schröder a los foros internacionales y al amor propio renano. Varios meses antes de ese memorable mes de junio, ya habían empezado las medidas de seguridad y los trámites protocolarios, y todo ello había hecho surgir un Frankenstein logístico creado por miríadas de responsables, siempre ávidos de no perder el control de todo aquel asunto. Se contrastaban las distintas competencias, mientras Colonia se convertía en el centro de la política internacional.

Nunca antes habían estado por la ciudad tantos representantes diplomáticos y fuerzas de seguridad de distintas naciones. Unos organizaban, mientras los segundos controlaban a los primeros a fin de excluir cualquier riesgo.

Ahora bien, ¿cómo era posible excluir los riesgos? Kuhn marcó el número de O'Connor. El móvil del físico estaba apagado. «Típico de él», pensó Kuhn. Probablemente ni siquiera lo llevara consigo. A O'Connor le desagradaba telefonear. Detestaba estar localizable para cualquiera, y sólo utilizaba el móvil para localizar a otros.

Pues nada, que esos dos hicieran lo que les viniera en gana.

Refunfuñando, Kuhn cogió un periódico que alguien había dejado olvidado y se concentró en las páginas locales sobre Colonia.

También en ellas sólo se hablaba de una cosa: la cumbre.

Por lo que parecía, a los colonenses ya se les había pasado el entusiasmo por el gran acontecimiento. La ciudad parecía estar viviendo un estado de sitio. Habían olvidado que, en un principio, el alcalde Burger había querido llevar a cabo la cumbre al recinto ferial, con su centro de prensa. Pero Kohl tenía una opinión diferente, y la opinión del canciller todavía tenía bastante peso en esas fechas. La cumbre debía ser un acontecimiento cercano al pueblo. No completamente aislado, como en Birmingham.

Al principio, los colonenses habían digerido el frenético ritmo de la cumbre con satisfacción y una alegría típica de días festivos; pero eso sucedió hasta que se dieron cuenta de que su opinión no valía en su propia ciudad. El 3 y el 4 de junio, los jefes de Estado de los países de la Unión Europea habían monopolizado la ciudad; cinco días después, les siguieron los ministros de Exteriores del Grupo de los Ocho. En una reunión casi al margen, los obispos católicos de las ricas naciones industrializadas se encontraron con sus hermanos pobres de los países deudores, a fin de redactar una declaración colonense sobre el tema de la deuda externa. Colonia se encontraba ahora en el centro del mundo. Tal despliegue policial no se había vivido en la ciudad ni siquiera en los años de histeria de la RAF
[11]
. Predominaba el color verde; según una estadística, se reunieron 165.000 balsaminas, 90.000 geranios y 55.000 fucsias, las cuales no cambiaron para nada el hecho de que la ciudad estuviera tomada por los servicios de seguridad.

Mientras en Kosovo la catástrofe humanitaria continuaba, la ciudad había comenzado a engalanarse. Mientras las granjas kosovares y los puentes serbios quedaban en ruinas, los proceres de la ciudad decidieron ocultar el nuevo edificio a medio terminar del Museo Wallraf-Richartz tras un telón multicolor. Veinticinco personas murieron en un tren de pasajeros cuando la OTAN bombardeó un puente ferroviario en el sudeste de Serbia, mientras la calle entre Grüzenich y el ayuntamiento recibía una nueva cubierta con el propósito de embellecerla y se reparaban muchos de los baches de la calle. En Korisha, la granizada de bombas le había costado la vida a unos cien albano-kosovares, pero a cientos de kilómetros de allí, los chorros de arena limpiaban las calles de Colonia de un cuarto de millón de chicles pegados al pavimento. Una cosa no parecía tener nada que ver con la otra, y de hecho, esos dos mundos no podían haber estado más distantes entre sí. En realidad, ambos acontecimientos se condicionaban mutuamente, creando una atmósfera de inseguridad. Todo hubiese podido ser tan hermoso… La cumbre, el ajetreo… Pero, en lugar de ello, todo se había echado a perder, porque un loco se creía en el deber de pelearse con la alianza militar más poderosa del mundo.

Por eso, el día en que Milosevic y el Parlamento yugoslavo aprobaron el plan de paz del G-8, Europa se sintió liberada de un intenso dolor de estómago. La perspectiva de un fin para la guerra lo inundó todo. Colonia se elevó a la categoría de ciudad de la paz. Entre la atmósfera de carnaval y el estado de excepción, no había sitio para la normalidad. Calles, plazas y puentes eran un colorido mar de banderas. Ejércitos de periodistas se desplazaban de un escenario a otro, provistos de cheques gourmet para consumir los menús de la cumbre; cheques que tenían como propósito que los reporteros dieran una información amable de la ciudad. Miles de miembros de las delegaciones disfrutaban además de un programa cultural paralelo con un sinnúmero de exposiciones, conciertos, conferencias y muestras cinematográficas. Les sacaron brillo a las fachadas, cubrieron las obras en construcción, borraron los
grafitti
de las paredes, limpiaron las fuentes, pintaron los bancos, repararon las farolas y adornaron las paradas de los tranvías con nuevas lámparas. La cumbre de Kohl, tan cercana al pueblo, se había vuelto una realidad. O, como apuntó el cabaretista Jürgen Becker: había supuesto una operación de limpieza relámpago de la ciudad. Hasta la mierda de los perros desapareció. Los dieciséis años de Kohl no habían sido en vano.

En medio de aquel trajín masivo, sólo el traqueteo de los helicópteros y las columnas de coches con las delegaciones permitían intuir lo que significaba en realidad ser la ciudad sede de una cumbre.

Luego vino el cansancio.

A muchos, la omnipresente policía comenzó a sacarlos de quicio. ¿Acaso ya no se había acabado todo? ¿Serbia ya no estaba en las últimas? ¿Rusia no estaba ya en el bote? ¿Gerhard Schróder y Joschka Fischer no tenían ya sus pedestales? En lugar de ello, sin embargo, cada vez parecían surgir de la nada más bloqueos de calles. Las críticas subieron de tono. A los hosteleros de la ciudad vieja les habían vendido la perspectiva de que iban a hacer el negocio de su vida. Se suspendieron los horarios de cierre de los comercios, y por primera vez en la historia del mundo, la burocracia estrechó la mano de la vida nocturna. Pero luego los invitados no encontraban el camino hacia sus copas, debido a las barreras y las vallas. Y como si eso no bastara, el Servicio Secreto estadounidense forzó al alemán a eliminar de la ciudad vieja todas las sombrillas y macetas de flores, las sillas y las mesas. Tras la pérdida de la gastronomía exterior, los hosteleros, enfadados, calcularon en sus tabernas semivacías lo que les había costado emplear a personal adicional y todo aquel avituallamiento. Unos sopesaron presentar denuncias contra el ayuntamiento; otros, sin más, enviaron sus balances deficitarios al Ministerio de Asuntos Exteriores para que los compensaran. Igualmente enfadado se mostró el pequeño comercio, cuyas expectativas también se quedaron tras las vallas. De nada servía explicarles a los afectados que ellos mismos estaban sorprendidos por las repentinas exigencias de los americanos. Tras la cumbre de los ministros de Exteriores, ya se había esfumado toda euforia. Mientras que la gran hora del alcalde Burger no quería llegar a su fin, los ciudadanos comunes ponían caras cada vez más largas; por razones de seguridad, durante la recepción ofrecida por la Unión Europea, quedaron doscientas plazas libres delante del ayuntamiento, a fin de que la gente pudiera echar un vistazo a la élite política mundial, pero sobre esos sitios se abalanzó la prensa.

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