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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

En Silencio (40 page)

Lo que sí estuvo muy cerca del pueblo fue, sobre todo, la policía. Los funcionarios hacían todo el esfuerzo posible por suavizar el malestar de los colonenses, pero nada era capaz de desviar la atención de aquella histeria de seguridad desplegada en honor de la cumbre.

La gente movía la cabeza sin poder creerlo. ¿Y ahora qué pasaba con la paz de Colonia? Todo eso estaba en orden. Pero ¿qué iba a suceder ahora?

Sentado en su taburete, Kuhn se movía de un lado a otro, malhumorado, pensando que, hacía algunos años, durante una visita a Alemania, Gorbachov había escapado a un atentado casi por los pelos. También entonces todo había estado bajo el signo de la reconciliación. La atmósfera distendida era engañosa. A partir de mañana, Colonia estaría aún más en el punto de mira del terrorismo. Más allá de los guiños joviales y de las sonrisas de «lo-hemos-logrado-de-nuevo», el aparato de seguridad, poco impresionado por cualquier euforia, incrementaría su estado de alerta. Desde su época en Washington, Kuhn conocía el enorme miedo de los americanos a un atentado contra su presidente; asimismo, sabía que recurrirían a todo para hacer frente a cualquier eventualidad. El Servicio Secreto desconocía la palabra «confianza». La inminente supercumbre podría narecerles a muchos una fiesta enorme: pero era sobre todo una fiesta de los órganos de seguridad. Se decía que Clinton llegaría acompañado de mil agentes especiales. Desde hacía semanas, Colonia había sido tomada por efectivos de seguridad estadounidenses bien armados, provistos por el BKA de un permiso para portar armas. El aparato alrededor de Yeltsin no les iba a la zaga. Schröder, por mucho que se presentara como alguien cercano y casi palpable, era inaccesible. Todos los jefes de gobierno disfrutaban de una protección que excluía cualquier peligro para sus vidas. Ni un ratón podía colarse en ese círculo de seguridad.

Pero ¿cómo podía excluirse la presencia de un agente encubierto en el aeropuerto de Colonia-Bonn? ¿Y qué podía significar su presencia?

Cuanto más rumiaba Kuhn el quid de la cuestión, más se incrementaba su rencoroso malestar. Es cierto que hasta el momento todo había salido a pedir de boca. Lo peor había pasado, después de que Schróder y Ahtisaari se abrazaran en la Cumbre de la Unión Europea. Desde hacía una semana, el acuerdo de Kumanovo había puesto oficialmente fin a la guerra. En el fondo, había menos motivos para el miedo que nunca. El cabezota de Belgrado estaba derrotado, o al menos lo parecía. Todos se querían de nuevo. Yeltsin telefoneó al canciller alemán y reafirmó su voluntad de paz. El primer ministro chino, Zhu Rongji, enfatizó el papel constructivo de Pekín, fuera lo que fuese lo que pretendía decir con eso.

Ya sólo restaba recibir a los vencedores. ¡Gloria a los Césares!

Todo muy dudoso.

Si realmente existía el peligro de un atentado, ¿por qué no había ocurrido hacía dos semanas, cuando cien mil manifestantes habían salido a la calle en Colonia para protestar contra la política económica de las naciones ricas, mezclándose con opositores a la guerra, alternativos y gamberros, mientras Rusia, con la espalda rota, miraba a los Balcanes, y la OTAN, con el ceño fruncido, anunciaba secundar con bombardeos la delegación de paz de Ahtisaari, hasta que hubiera un acuerdo firme sobre la retirada de las tropas serbias? ¿Por qué ahora?

¿Por qué estaban ausentes todavía las cabezas más importantes que podían pillar?

Ese tal Clohessy, con su nombre falso, no hubiera significado ningún motivo de preocupación si el Servicio Secreto no hubiese acuñado un nuevo término que esa noche crecía hasta convertirse en una monstruosidad en la imaginación de Kuhn: el efecto retardado. La ausencia de la catástrofe en el momento en el que todos temían su advenimiento. La suspensión del instante crítico.

¡Y luego, el golpe destructor, cuando ya nadie contara con él! ¿Qué efecto tendría un golpe así, si sucedía ahora, en la megacumbre, ante los focos? ¿Con un Boris Yeltsin como aliado y una gran China que, si bien con el rostro rígido, pero con actitud transigente, había renunciado a su derecho al veto?

¿Qué diablos quería ese Paddy Clohessy? Si es que en realidad quería algo y no era solamente un brazo ejecutor, como había comentado Liam O'Connor en su delirio aventurero. ¿Quiénes eran los hombres que estaban detrás de él? Kuhn suspiró. No, no era nada bueno visitar a un hombre así en plena noche. ¡Una imprudencia! Una idea descabellada. Debía haber impedido ese sinsentido. ¿Por qué no acudieron a la policía, en lugar de ponerse a jugar a los detectives?

Entonces pensó que a lo mejor habían ido a la policía. Eso sería lo mejor. Pero ¿por qué razón, entonces, no podía localizar a Wagner? Ni siquiera había apagado su móvil, que seguía sonando. También cabía la posibilidad, por supuesto, de que estuvieran en casa de ese tipo, hablando con él. Pero ésa tampoco era una razón para no responderle. O quizá no pudiera responder.

Por un instante, estuvo a punto de informar a la policía. Pero O'Connor se había opuesto a involucrar a la policía mientras no se hubiese puesto de manifiesto, de un modo inequívoco, el afán criminal de Paddy. Y O'Connor podía ponerse realmente furioso cuando no se respetaba su voluntad. Podría replantearse su trabajo con la editorial. Era un majadero de primer orden. Cometer un error ahora, sólo porque estaba viendo fantasmas, incomodaba a Kuhn mucho más que la posibilidad de que Paddy Clohessy fuese un canalla.

Vació su vaso y pagó la cuenta.

Pero eso no sirvió de nada. Tendría que ir hasta la RolandstraBe y ver lo que estaba pasando, aunque fuera únicamente para apaciguar sus nervios. Probablemente no estaría pasando absolutamente nada, como suele suceder en tales casos. Pero echar un vistazo no le haría daño a nadie.

¿Por qué diablos lo único que O'Connor traía eran problemas?

«No pasará nada -pensaba Kuhn, mientras bajaba al aparcamiento subterráneo del hotel Maritim-. Absolutamente nada.»

Buscó la llave del coche en el bolsillo de su chaqueta. Se le avó de las manos en dos ocasiones, pero al final consiguió meterla en la cerradura de la puerta de su viejo dos caballos y subir. El coñac lo ayudaba a contener su miedo a entrar en acción.

MIRKO

No había forma de ver a Mirko en la oscuridad del otro lado de la calle. Estaba de pie, bajo los árboles, y vio cómo el físico irlandés y la mujer de gran estatura bajaban del coche y desaparecían en dirección al parque.

Serenamente, sacó la RANA de la chaqueta de cuero y llamó a Jana.

—Los tortolitos han estado merodeando durante un cuarto de hora en el coche de ella —dijo—. Acaban de bajar.

—No podía esperarse otra cosa —dijo Jana—. ¿Qué hacen?

—No tengo ni idea. Pero no me dan la impresión de que pretendan dar la voz de alarma. Se han ido del brazo hasta el Volksgarten. Me parecieron más bien una pareja de enamorados.

—No obstante, mientras estén merodeando por allí, no sabemos qué tienen en mente, ni cuándo regresarán ni con quién. —Jana hizo una pausa—. Yo diría que, con eso, la decisión está tomada.

—Sí. Resolvamos el problema.

—Tal y como hemos acordado —confirmó Jana.

Mirko apagó el aparato. Clohessy no podía saber que lo habían estado escuchando durante su conversación con O'Connor.

El serbio se preguntaba qué le había pasado al técnico para que desplegara ante O'Connor todo ese egocentrismo arrogante sobre su pasado. Tenía que ser el sentimentalismo irlandés. Clohessy no tenía que haber hecho nada más que derramar un poco de azúcar sobre su pasado en común y pedirle al físico que no lo delatara. La historia del buen chaval que ha tenido problemas y ahora vivía y trabajaba en el extranjero bajo un nombre falso. ¿Qué dificultad podía haber en eso? Un poco menos
depathos,
una amable palmadita en la espalda, una cita para tomar una cerveza después de la cumbre, asegurándole que todo estaba en perfecto orden, y O'Connor no hubiese dedicado un pensamiento más al tema.

Pero Paddy Clohessy era un llorón y —lo que era aún peor—, un idealista. Todos los idealistas tendían a la charlatanería. El viejo de las montañas podía ser pérfido, era extravagante y no tenía escrúpulos, pero él también hablaba como una verdulera cuando se refería a los ideales. Sólo Jana era diferente. Mirko le tenía una callada admiración, ya que se reservaba para sí sus motivos verdaderos. Él sabía lo que la movía en su fuero interno: el deseo de poder hacer algo por su pueblo, el dolor por las heridas que le había infligido el pasado, su desgarramiento del alma, ya que ella sabía muy bien que se había convertido en la persona que jamás había querido ser.

La espiral de la violencia siempre conducía al abismo. Sin prisa, Mirko cruzó la calle. Se permitió esbozar una sonrisa. Clohessy no lo había visto. Ni siquiera durante su charla con O'Connor a orillas del Rin, aunque Mirko había estado a sólo unos metros de ellos, mirando al agua negra, escuchando cada palabra que salía por el pinganillo de su oreja.

Con cierto placer, sacó un reluciente mazo de llaves de la chaqueta y puso manos a la obra para abrir la cerradura de la puerta del edificio. Era un placer casi nostálgico, y se vio dibujado por la mano de un caricaturista, con un antifaz negro sobre los ojos y barba de varios días, con las orejas caídas y hocico de perro, como los
Beagle Boys
representados en los legendarios tebeos del tío Scrooge, de Cari Barks. Era bonito de vez en cuando cambiar el instrumental de alta tecnología por las eficaces y antiguas ganzúas, y las palancas. Mirko tarareó una melodía mientras sus dedos se movían a través de la cerradura como arañas. Le bastaron menos de diez segundos para que el mecanismo saltara. Después nadie se daría cuenta de que había entrado de ese modo. Su método para abrir cerraduras no dejaba el menor rasguño. Y la mayoría de las veces tampoco supervivientes. Entró al oscuro rellano y se detuvo, mientras sostenía con una mano la puerta. ¿Cuántas veces tendría que abrir esa puerta? Era mejor bloquear la cerradura temporalmente. Para ello pasó el cerrojo, de modo que la puerta no se cerrara, la apoyó sin hacer ruido y subió los gastados peldaños de la vieja escalera que conducía a la segunda planta. De un modo inaudible, sus zapatillas deportivas se deslizaban por los tablones mientras se acercaba a la puerta del piso de Clohessy. Caminaba muy pegado a los rodapiés. Así el peligro de que las tablas crujieran era menor. El piso estaba situado a unos seis metros a un lado del espacioso rellano, al final de un corto pasillo. Mirko se apoyó contra la pared, muy cerca de la puerta, enganchó los pulgares en los bolsillos de la chaqueta y esperó.

Se había equivocado.

Diez minutos después de haber ocupado su puesto, se oyeron unos ruidos en el interior del piso. Alguien se acercaba. Luego se abrió de golpe la puerta y Clohessy apareció en el umbral, con una maleta en la mano.

—Buenas noches, Paddy —dijo Mirko.

El espanto deformó las facciones de Clohessy. Mirko sabía que en ese instante el irlandés estaba pensando en una fuga violenta. Entonces se separó de la pared y se le interpuso en el camino.

—Necesitamos tu ayuda —le dijo, antes de que Clohessy pudiera recuperar el habla—. Hay un problema.

El otro lo miró fijamente.

—¿Qué clase de problema, Mirko?

—Entremos. Te lo explicaré dentro.

Clohessy parecía petrificado. Le temblaban las pupilas. Al ver a Mirko, había pensado en todo lo imaginable, pero no en que éste le pediría ayuda. Clohessy no se movió. Mirko le puso una mano en el pecho y lo empujó suavemente dentro del piso.

—¿Por qué andas a oscuras por aquí? —preguntó como de pasada.

—No hay un motivo en particular —dijo Clohessy, que se esforzaba por controlar el tono de su voz—. Yo sólo quería…

—Da igual. Es asunto tuyo. —Mirko dejó que la puerta se cerrara a sus espaldas y bajó la voz—. Lo de O'Connor salió bien, según he oído.

—Sí, muy bien. La verdad es que no pudo salir mejor.

—¿Te creyó?

—¡Claro que sí!

—Muy bien. —Mirko hizo una pausa dramática muy efectiva—. Un problema menos. Pero ahora, en cambio, tenemos otro. Algo ha salido mal.

—¿Y… qué… qué es?

—Jana ha emitido un impulso a modo de prueba.

Clohessy aspiró profundamente. Luego dejó en el suelo la maleta y se estiró.

—¿Ahora?

—Sí. Dice que el sistema no reaccionó de un modo impecable. Ha surgido una ligera disonancia en la coordinación del espejo del blanco y el objetivo. Jana opina que tendríamos una desviación de por lo menos entre veinte y treinta centímetros. No necesito decirte lo que eso significa.

Las facciones de Clohessy lo decían todo. Por lo visto, estaba reflexionando sobre si Mirko le decía o no la verdad. La esperanza brilló en sus ojos. Frunció el ceño y se rascó su revuelta cabellera.

—No puede haber aparecido ninguna disonancia —le dijo lentamente; entonces se le ocurrió que ésa era la más estúpida de todas las respuestas—. Es decir, tal vez sí —añadió casi sin aliento—. Quiero decir que eso no depende de la parte mecánica, pues ésta está protegida y funciona impecablemente. Si así fuera, entonces tenemos una señal errónea en el mando.

—Jana, sin embargo, teme que se trate de la parte mecánica.

—Imposi… No lo sé. Tengo que hablar con Gruschkov.

—Gruschkov está en la empresa de transportes. Hemos tenido la misma idea. Lo mejor es que vengas conmigo de inmediato.

Clohessy dio un paso atrás.

—¿Qué sucede, Paddy? —preguntó Mirko tranquilamente—. ¿Tienes miedo?

—¿Por qué habría de tener miedo?

—Porque a lo mejor tienes algún motivo para ello. Si la conversación con O'Connor no hubiese sido tan positiva, nosotros tendríamos que pensar muy seriamente en deshacernos de ti.

—Lo habéis… pensa…

—Por supuesto. ¿Qué te crees? —Mirko sonrió—. Pero has ganado. O'Connor no debía suponer ningún peligro. Ni la mujer. Por casualidad, ¿conoces su nombre?

Clohessy negó con la cabeza.

—Da igual. No te preocupes. Además, necesitamos tu ayuda. Me parece bastante desagradable que a última hora algo salga mal.

—¿Qué hay de…? —comenzó diciendo Clohessy, al tiempo que se agachaba con la mano extendida para coger su maleta. Luego lo pensó mejor y se irguió de nuevo.

—Tenías intenciones de largarte —corroboró Mirko.

—No, yo…

—¡Tenías intenciones de largarte! Bueno, ¿y qué? No tienes ningún motivo para largarte. Ven de una vez, tenemos cosas que hacer.

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