Read En Silencio Online

Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

En Silencio (70 page)

La silueta se movía.

La cabeza de O'Connor apareció por encima de los tableros. Intentó incorporarse, pero se desplomó de nuevo al suelo. Los policías y los sanitarios comenzaron a escalar hacia el techo.

Estaba vivo. Pecek lo había estropeado todo.

Mahder sintió como si estuviera sordo. No tenía ni la más remota idea sobre lo que debía hacer. Con las piernas pesadas como plomo, se acercó a la cristalería de la fachada y miró a lo profundo. También allí abajo acababa de llegar una ambulancia, y pululaba gente de uniforme y hombres vestidos con monos blancos. El cuerpo de Pecek fue colocado en una camilla y cubierto con una tela.

¿Detendría Lavallier ahora todo? ¿Señalaría O'Connor con el dedo a Martin Mahder, que había prestado sus servicios a este aeropuerto durante catorce años sin una sola mácula; lo acusaría de haberle enviado un asesino para que lo matara?

Mahder miró el reloj. Puede que fuera una carrera contra reloj a partir de ahora, ¡pero Jana podía conseguirlo todavía! Habían tenido mala suerte. Paddy. Pecek. O'Connor. La lluvia. Como si todos y todo se hubieran confabulado contra ellos.

Pero la lluvia no era demasiado fuerte, y ahí detrás volvía a estar despejado.

¡Sólo unos minutos! Unos pocos minutos era todo lo que Jana necesitaba.

Sintió que lo inundaba el desánimo. Jana podía lograrlo, pero, ¿qué sería de él? Su papel en toda esta trama ya había sido descubierto.

Miró afuera, hacia la pista de estacionamiento.

Directamente frente a sus ojos, un imponente avión pendía del cielo, y se lo veía tan cerca y tan bajo que creyó poder tocarlo si estiraba la mano. Debajo del imponente lomo blanco se leía, en letras grandes: «United States of America». La cabeza y la nariz del Jumbo resplandecían con un color azul intenso, su barriga y las cuatro turbinas CF6 tenían un claro y agradable color de menta. Sobre la aleta de estabilización descollaba la bandera de las barras y las estrellas.

Con su vuelo majestuoso, el
Air Force One
pasó por delante de Mahder y apoyó casi con delicadeza sus trescientas setenta y cinco toneladas sobre la gran pista principal.

Mahder siguió al avión con la vista.

Luego fue hasta el hueco de la escalera, primero con paso lento, luego cada vez más rápido. Ya en la escalera, echó a correr, bajando varios peldaños a la vez. Salió de la terminal a toda prisa, subió a su coche y aceleró.

Jana y su gente se habían mezclado en su vida. No le habían dejado ninguna otra opción salvo la traición. Cualquier cosa que sucediera en los minutos siguientes, al final alguien vendría a por él. Lo llevarían ante un tribunal y lo condenarían por cómplice.

Tenía una casa y una familia. En la cárcel no tendría nada de eso. De modo que por lo menos podría esconderse y así conservar su libertad.

Todavía le debían un millón.

Y él lo reclamaría. Un millón bastaba para hacer más fácil la despedida.

WAGNER

Los tenues sonidos electrónicos se sucedieron formando una melodía.

Sus dedos se deslizaron por el teclado del móvil y en la pantalla apareció el número de O'Connor.

Al final, la añoranza y la preocupación por Kuhn se habían unido formando una pareja de sólidos argumentos, consiguiendo asediar a Wagner mientras todavía negociaba con la gente de la televisión. Ya se había cumplido con las reglas del juego y, en definitiva, ¡quién podría entender mejor su aplicación que el propio O'Connor!

Había dejado pasar bastante tiempo. El suficiente para demostrar su independencia, si bien no a él, por lo menos a sí misma. Un propósito estúpido, eso lo tenía claro; un propósito tras el cual se ocultaba, invariable, ese pequeño y entumecido miedo al rechazo y la decepción, pero que por lo menos sabía camuflarse de un modo más o menos respetable, con la discreta materia gris de la razón.

Los de la tele habían demostrado ser interlocutores sumamente agradables. Claro que toda la cuestión giraba en torno al dinero. La editorial —o más bien Wagner, en su condición de representante de los intereses de publicación— había mostrado un cheque y, en compensación, había conseguido algunas garantías en lo relativo a la consideración de nuevas publicaciones. Nadie se molestaría por tales tráficos de influencias. La cadena se veía a sí misma como un foro neutral, pero no se compraban reseñas positivas a un libro, sino únicamente la confirmación de que éste sería reseñado. Lo que, tal y como había demostrado Marcel Reich-Ranicki en su histórica crítica de Günter Grass, era en todo caso bueno para el negocio.

De algún modo, las formas del acuerdo se correspondían muy bien con los tiempos. A fin de cuentas, sólo era comercializare lo que llevaba un sello, sin exceptuar a las personas de la vida pública.

Wagner abandonó el edificio de la cadena y salió al aparcamiento mientras marcaba. Había comenzado a lloviznar. Aceleró sus pasos. Mientras caminaba hacia su Golf, le llegó la señal de llamada. Sonrió. Ahora, después de haber estado tanto tiempo luchando antes de hacer, finalmente, lo que había querido hacer todo el tiempo, se alegraba con la perspectiva de oír su voz.

Hubo un ruido en la línea, luego le salió una voz de mujer:

—¿Diga?

Wagner se quedó perpleja y se detuvo.

—Me gustaría hablar con el doctor O'Connor —dijo con voz vacilante.

Quizá se había equivocado al marcar, pensó. ¿O era que había anotado mal el número? Lo primero no sería nada grave; lo segundo sería muy molesto.

La mujer guardó silencio durante un segundo, y a continuación dijo:

—El doctor O'Connor ha tenido un accidente. No puede hablar con usted.

Aquellas palabras sonaron de un modo casi lapidario.

—¿Un accidente? —repitió Wagner, casi sin voz—. ¿Qué clase de accidente?

—Se ha caído. ¿Quién habla?

—Wagner —dijo otra vez con voz sorda—. Soy su…

Se detuvo. Los pensamientos se agolparon a toda velocidad, formando un caos en su cabeza. Paddy, Kuhn, O'Connor, el aeropuerto, los aterrizajes, Lavallier, la sospecha de que algo terrible pudiera pasar, la certeza latente de que ya había comenzado, de que ya había sucedido.

Había tenido un accidente. ¿Qué quería decir que había tenido un accidente?

Algo se espesó en su garganta.

—¿Está…?

—No —dijo la mujer. En el fondo podían oírse otras voces. Sonaba como si hablara con ella desde una gran nave—. El doctor O'Connor se ha caído a través del cristal de un techo. Tiene una serie de cortes, pero por lo visto no presenta ninguna fractura.

—¿Y por qué no puede hablar personalmente conmigo?

—Porque está inconsciente. No sabemos si se trata de algo grave. Posiblemente sea una conmoción cerebral. Ha sucedido hace unos pocos minutos. ¿Es usted un familiar?

—Yo soy su… agente de prensa. ¿Quién es usted?

—Oficial de policía Gerhard.

—Pero ¿dónde está usted, Dios mío?

—En el aeropuerto. Terminal 2.

—Tengo que ir a verlo —dijo a toda prisa.

—Mejor venga hasta la comisaría —le dijo la policía—. ¿Conoce el camino?

Wagner se quedó mirando fijamente más allá del aparcamiento.

Los últimos metros para llegar a su coche los hizo corriendo.

PISTA DE ESTACIONAMIENTO DE CARGA OESTE

Jana sentía una quietud casi sobrenatural. Ni siquiera la circunstancia de que estuviera lloviendo pudo cambiar un ápice su estado de ánimo.

De todos modos, la lluvia no era muy densa. Pero aun cuando lo fuera, ella se habría tenido que contentar con eso. Todos los participantes en la operación tenían muy claro que una lluvia torrencial podía poner en peligro la empresa. También el ominoso Caballo de Troya lo sabía. Y aun cuando hoy no funcionara, todavía tendrían una segunda oportunidad. Precisamente cuando Clinton se marchara. Sería engorroso continuar representando hasta entonces el papel de la doble identidad, oscilando entre Laura Firidolfi y Cordula Malik, pero tal vez esa segunda oportunidad fuera incluso la mejor. Para el vuelo de regreso, el presidente recorrería la pista en compañía de su esposa Hillary y de su hija Chelsea. Ellas estarían presentes cuando sucediera. Como Jackie Kennedy aquel día de Dallas, cuando dispararon a su marido.

Ningún director de programas del mundo podría desear mejores imágenes.

El asunto de Clohessy había sido un fastidio. También el tener que haber secuestrado al editor y que éste lograra enviar un mensaje a esa mujer. ¡Qué estúpido! Pero lo peor de todo era lo que Mahder le había dicho hacía un rato. O'Connor lo sabía todo. Jana tenía alguna idea de cómo lo había averiguado. Era físico y se encargaba de estudiar la luz. Todo el que hiciera eso sabía lo que era un YAG. Al final debió de conseguir descifrar el mensaje de Kuhn.

Pero lo pasado, pasado. No había motivos ahora para acalorarse por eso. Había decidido pasar de ese asunto. Sólo había que concentrarse.

Por lo visto, había tenido suerte dentro de la desgracia. Cualquiera que hubiera sido la forma en la que Mahder lo había resuelto, lo importante era que parecía solucionado. No había dicho nada de abortar la operación. Nadie había venido a decirle a los de la prensa que Clinton no aterrizaría en Colonia-Bonn, que su vuelo había sido desviado. No había tropas armadas irrumpiendo en el área de prensa para arrestar a todos los presentes.

Delante de Jana se agolpaban los periodistas con sus cámaras y sus micrófonos direccionales. Ella misma se había retirado a la última fila. Para lo que se proponía hacer no sólo bastaba, sino que era mejor. Aunque Jana partía del criterio de que, después del atentado, retendrían durante horas a todos los periodistas, incluida a ella, era siempre mejor tener libre la retaguardia.

No se había detenido mucho tiempo en las carpas de la prensa, donde se manejaban los temas de la cumbre frente a una botella de agua y algún bocadillo. Había bebido un agua y salido a la zona bloqueada. El lugar reservado para la prensa era un rincón bastante espacioso de la pista de estacionamiento. Desde allí podía divisarse bien toda el área, los aviones que entraban, los políticos, la carpa VIP. Más allá de la nave anti-rruidos, se extendía otra zona bloqueada que cortaba la pista a todo lo largo y separaba la zona de carga del oeste del GAT, situado al otro lado de la nave. A través de ese vallado entraría la caravana de coches de Clinton. No se sabía con certeza si el presidente subiría de inmediato a la limusina o si dirigiría algunas palabras a la prensa. Todos confiaban en poder ver cualquier detalle, preferiblemente algo desacostumbrado. Esto último era lo que provocaba que todos se alegraran casi más de la visita de Yeltsin que de la del propio Clinton. Todo el mundo recordaba muy bien cómo el oso ruso, durante su visita a Alemania, había olvidado primero el nombre de Helmut Kohl y había terminado dirigiendo la orquesta del Ejército Federal. Para alegría de los periodistas presentes —y probablemente para desgracia de los demás—, el hombre hasta había cantado. Había sonado como si se hubiera bebido Rusia entera. La prensa se había mostrado entusiasmada.

Clinton era Clinton. Todos lo querían, se apretujaban y se volvían locos por verlo, pero a fin de cuentas no era ni la mitad de divertido que el zar Boris.

Jana miró hacia la carpa VIP. Sólo al canal WDR le habían adjudicado dos tribunas a ambos lados de la carpa, las cuales quedarían situadas de frente al
Air Force One.
Eran como unos palcos reservados para los informativos de la cadena pública. ¡Pues tendrían sus imágenes!

Delante de ella se oyeron unos gritos. De repente, el pelotón de periodistas se apretujó contra las vallas. Se alzaron las cámaras y se tiraron las primeras fotos. Al otro lado de la pista de estacionamiento, a unos cientos de metros de distancia, Jana vio lo que excitaba tanto al resto.

El
Air Force One
avanzaba por la pista de rodaje colindante y desapareció por un breve lapso de tiempo al otro lado de la nave antirruidos. El ruido de las turbinas se hizo primero más tenue y cambió cuando el avión realizó un giro de ciento ochenta grados y regresó sobre sus pasos.

En pocos segundos aparecería de nuevo en el campo visual de todos, mucho más próximo. Abriría sus puertas y el presidente aparecería en la escalerilla saludando con una mano. Los dedos de Jana rodearon la Nikon. Esperó.

CARPA VIP

En el fondo no fue mucho más aparatoso que el aterrizaje de un Jumbo. Sin embargo, había sido casi como una experiencia mítica. La certeza de quién estaba sentado dentro desmentía cualquier rutina. A los ministros de Exteriores y de Economía ya se habían acostumbrado. Pero a los instantes como ése no se acostumbrarían nunca.

En un santiamén, el bufet, las sillas y las mesas quedaron abandonados. Cuando la cabina azul asomó la cabeza tras la nave antirruidos, nadie se quedó en la carpa. Los VIP abandonaron su refugio y salieron al exterior para no perderse ni un instante de aquel acontecimiento histórico. Para los delegados del Ministerio de Asuntos Exteriores, a quienes les importaba el protocolo, para los propios funcionarios de protocolo y los cuarenta funcionarios de la embajada estadounidense, empezaba la parte formularia; para el personal de seguridad, empezaba la segunda fase.

El aterrizaje había sido un éxito. Incluso durante el rodaje por la pista había algunos momentos de peligro. Por su propia naturaleza, el
Air Force One
era mucho más seguro mientras se mantenía a una gran altura, donde, teóricamente, podía permanecer hasta el final de los tiempos, ya que se le podía suministrar combustible y oxígeno desde el aire. A pesar de su capacidad defensiva, el despegue y el aterrizaje formaban parte de las fases más críticas, si bien, de todas formas, el momento más crítico todavía estaba por venir. En cuanto Clinton abandonara su fortaleza volante, ya no sería el avión el objetivo de posibles ataques, sino su propia persona. Es cierto que Clinton estaba todo menos desprotegido. En todos los extremos de la pista de estacionamiento había pasarelas transportables con francotiradores apostados sobre ellas. Otros francotiradores estaban en los techos de todos los edificios circundantes. Nadie tendría oportunidad de sacar un arma. Ningún ataque por sorpresa tendría posibilidades de éxito. Lo de Dallas no podía repetirse.

No obstante, Lavallier se sentía como si estuviera a punto de vivir una terrible nueva experiencia, cuando salió con los otros de la carpa y vio acercarse el avión del presidente.

Other books

The Voyage of Lucy P. Simmons by Barbara Mariconda
Nine Minutes by Beth Flynn
Seven Steps to the Sun by Fred Hoyle, Geoffrey Hoyle
Don't Sleep, There Are Snakes by Daniel L. Everett
Winter Street by Elin Hilderbrand
Black Tide by Brendan DuBois
The Reluctant Wife by Bronwen Evans