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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

En Silencio (74 page)

Del objetivo situado sobre el raíl sólo quedaba un fragmento astillado. El plan había sido descubierto. Ella no había oído ningún disparo, probablemente hubiesen utilizado silenciador; pero era obvio que los francotiradores habían realizado un magnífico trabajo.

Nada de eso servía. A partir de ahora, Cordula Malik haría lo que hacían todos a su alrededor: esperar y sacar fotos.

LAVALLIER

—Objetivo abatido.

Esas breves palabras le llegaron tres veces seguidas a través del aparato de radio. En la imaginación de Lavallier esa frase quedó fundida en letras de oro sobre una pulida placa de mármol que colocaba luego en la puerta de su despacho. Eran las palabras más hermosas del mundo. Más hermosas incluso que frases como «Te amo», que cualquier cosa que Lavallier hubiera escuchado en su vida.

Por lo menos en ese instante.

Le parecía como si hubiesen transcurrido horas desde el momento en el que había dado la orden de disparar. En realidad, sólo podían haber transcurrido, en todo caso, unos pocos segundos. Con la mirada dirigida hacia la nave antirruidos y el aparato de radio en su diestra, avanzó hasta donde estaba Lex. —¿Qué aspecto tenía ese chisme? —preguntó al aparato.

—Raro —le dijo por el transmisor uno de los francotiradores—. Como el objetivo de una cámara. Le disparé varias veces, así que no puede servir para nada más.

—Sigue buscando —dijo el comisario. A Clinton no se lo veía por ninguna parte. Lavallier no sabía muy bien si podía confiar o no en la calma reinante.

Todavía podía dar la señal de alerta máxima. Lo que pasaría después, estaba bien claro para él. Sin saber si realmente existía todavía un peligro real o no, los hombres de seguridad harían cerrar las puertas al instante.

El
Air Force One
abandonaría la pista de rodaje y saldría sin dilaciones de ningún tipo hacia otro aeropuerto. El caos sería perfecto.

La decisión estaba en sus manos.

Lex miró hacia él y frunció el ceño.

—¿Qué sucede? —preguntó en voz baja.

Lavallier miró irritado hacia la escalerilla.

—¿Dónde está Clinton?

—Dentro. Estuve observando y no me gustó lo que vi. Le hice la señal a Guterson para que enviara al presidente nuevamente dentro del aparato.

—Mierda —dijo Lavallier, sin saber a ciencia cierta si lo decía por rabia o por alivio.

—No tenga miedo —lo tranquilizó Lex—. En un principio sólo está dentro de nuevo. Nadie piensa nada malo. Yo sólo hice la señal para aplazar el «OK». ¿Algún problema?

Lavallier buscaba las palabras denodadamente. No quería provocar ningún caos, pero O'Connor había hablado de varios espejos. Involuntariamente, miró al aparato de radio como si pudiera sacarle alguna solución.

—Eric —dijo Lex otra vez—. ¿Qué sucede?

Y entonces llegó la solución.

Volvió a oír el crujido, y entonces oyó otra voz:

—Uno más, objetivo abatido. Edificio de la UPS, arriba, en uno de los tubos.

—Examina la torre de control —ordenó Lavallier.

Pero en la torre no encontrarían nada, pensó, furioso. Allí no era posible hacer ninguna labor encubierta. Si había un solo lugar en todo ese maldito aeropuerto en el que Clohessy y su banda no hubiesen podido hacer nada, ese lugar era la torre de control.

O tal vez no. ¿De qué podía fiarse uno después de un día como ése?

—Bloqueen toda el área —dijo al aparato de radio—. De inmediato. La zona de la prensa, todo. Que nadie entre ni salga. El protocolo continuará, Clinton saldrá del aeropuerto según el plan. —Lavallier hizo una pausa, y luego añadió—: No hay ningún motivo para inquietarse. Todo sigue como estaba planeado.

EMPRESA DE TRANSPORTES

Maxim Gruschkov miraba boquiabierto a la pantalla.

Sabía que Jana había encendido dos veces el láser, pues había oído el ruido provocado por la descarga de los generadores. En la pantalla de su portátil los impulsos se habían reflejado como dos potentes descargas. Y como el sistema de espejos retransmitía de inmediato los datos de las trayectorias del haz, Gruschkov también sabía que la primera descarga del espejo del objetivo había salido en un ángulo demasiado empinado y que el segundo ni siquiera había sido reflejado.

Esos datos bastaban para provocar su consternación. Pero el portátil le mostraba también que Jana podía ver a través de su cámara. O había podido ver, ya que en ese momento no había imagen alguna.

Con ello tuvo la certeza del fracaso. Si Jana hubiera acertado al presidente, se hubiera podido ver su muerte: forzosamente, además, ya que el objetivo con espejo situado en la nave anti-rruidos era al mismo tiempo la mira telescópica. Y en efecto, a Clinton se lo había podido ver. Había estado allí, con una retícula en la frente que luego se movió hacia el nacimiento de la nariz, antes de que Jana accionara el obturador. De repente apareció una superficie difusa. Luego se perdió la imagen. Algo había salido terriblemente mal.

Los dedos de Gruschkov se deslizaron vertiginosamente por el teclado y enviaron un débil impulso de prueba hacia el sistema. El resultado llegó rápidamente, y decía que en la nave antirruidos ya no se había podido hacer ninguna medición. Allí no se reflejaba ni llegaba nada.

Maldiciendo, envió otro impulso de prueba. Esta vez tampoco le llegó nada desde el edificio de la UPS. El rayo se perdía en alguna parte. El sistema, tal y como Paddy y Jo lo habían instalado, ya no existía.

Descargó los últimos segundos de la transmisión de la imagen y esperó a que la figura del presidente saludando desapareciera. Repitió la secuencia varias veces, la del momento decisivo, cuadro por cuadro, hasta que estuvo seguro.

Ningún desperfecto del control remoto podía haber provocado aquel fallo.

Gruschkov dejó escapar el aire lentamente y se hundió hacia atrás en la silla.

Tenían que haber descubierto el espejo. Lo habían descubierto y destruido. Cualquier otra cosa quedaba descartada.

Su mirada recorrió la hilera de ordenadores alineados por él en la pared situada enfrente. Desde hacía media hora captaban la señal de distintas emisoras de radio y televisión. Una difusa mezcolanza de ruidos, voces y música llenó el cubículo. El canal WDR transmitía una música pop de lo más trivial; ARD ponía una película policíaca; NTV y CNN, programas de debate con expertos en economía y políticos. Nadie interrumpió las emisiones para dar la noticia de que Bill Clinton había sido víctima de un atentado en el aeropuerto de Colonia-Bonn. Nadie hablaba del suceso, daba igual la cadena que se mirara o escuchara.

Gruschkov se levantó de un salto, salió de la habitación a través de la puerta abierta y entró en la nave. Miró hacia fuera, hacia el patio, donde el YAG reposaba sobre su base rodante. Luego su mirada se posó en el editor encadenado. El odio se apoderó de él. Dando zancadas, caminó en dirección al prisionero, que se había sentado en el suelo y tenía la espalda apoyada contra la pared. Al oír que Gruschkov se acercaba, Kuhn levantó la cabeza. Sus ojos se salieron de las órbitas cuando vio al ruso avanzar impetuosamente hacia él. Intentó ponerse de pie, alzó el brazo libre con la intención de protegerse, pero ya Gruschkov estaba delante de él, clavándole la punta de la bota en el vientre.

Un grito de asfixia salió de los labios del editor. Kuhn se retorció. Gruschkov lo pateó en el costado. Kuhn gimoteaba e intentaba huir arrastrándose. La cadena de las esposas se tensó; el metal rechinó contra el metal. La ira de Gruschkov siguió creciendo hasta el desenfreno, y el ruso continuó pegándole patadas al cuerpo tumbado en el suelo hasta que el gimoteo cesó.

Respirando trabajosamente, se detuvo.

Así había sido también aquella vez. En Rusia. Cuando mató a patadas a su mujer. Y a su hijo. El niño consiguió vivir tres días más. Esa furia terrible que sentía de vez en cuando, impidiéndole pensar con claridad, se había apoderado en aquella ocasión de él y le había exigido el sacrificio de su familia.

Había conseguido reprimir el recuerdo de lo sucedido aquel día hasta la misma frontera de la amnesia, pero las imágenes de los cuerpos encorvados seguían presentes incluso cuando dormía. El cuerpo grande y esbelto, y el otro, más pequeño, al lado. En el suelo de la cocina. Allí donde ella lo había estado haciendo con su amante, ¡un amante que tenía que existir! (Independientemente de sus aseveraciones, ese hombre jamás existió.)

Y el niño, que había intentado proteger a su madre. También el niño estaba en su contra. Todos estaban en su contra.

Nunca lo capturaron.

Gruschkov huyó y le pidió ayuda a alguna gente; gente con contactos que, a su vez, conocían a otra gente. Fue caro, pero él había sido un excelente científico en Moscú, y tenía algo de dinero. A Jana le hablaron de él, y fue ella la que lo sacó de Rusia. Ella nunca lo había juzgado, aunque sabía muy bien lo que había hecho.

Jamás hubo una palabra de reproche. En su lugar, emprendió una carrera como terrorista.

Había sido tan sorprendentemente sencillo desarrollar todas esas armas… No en un sentido técnico, sino humanamente hablando. Armas con las que Jana mataba a gente a cambio de dinero. Había sido tan sencillo no tener conciencia que de vez en cuando se preguntaba si alguna vez había tenido alguna.

Y una y otra vez regresaban esas imágenes de la cocina.

Ésa había sido la única condición de Jana. Nunca más un arranque de rabia con semejantes consecuencias. Nada de eso. El editor tumbado a sus pies no se movía. Gruschkov se agachó y extendió una mano vacilante hacia él, la retiró de nuevo y lo contempló.

Era demasiado tarde. Esperaba que el hombre aún estuviera vivo, pero él no podía hacer nada. Sólo esperar a que Jana llegara. Creía que Mahder también se pasaría por allí en algún momento, si es que se atrevía a hacerlo tras el fracaso. Era muy posible que en ese momento todos estuvieran en búsqueda y captura.

Claro que sí, era muy posible. ¡Era mejor entrar el YAG!

Gruschkov se levantó, caminó hasta la torre de mandos y accionó el mecanismo. Con un chirrido, las anillas de bloqueo se soltaron y dejaron libres las ruedas. El vehículo se puso en movimiento y empezó a rodar de regreso a la nave. Gruschkov esperó hasta que hubo entrado lo suficiente para poder cerrar las puertas. Entonces apretó la tecla del stop. No era innecesario volver a meter aquel armatoste hasta el centro de la nave. Por lo que parecía, ya no necesitarían de nuevo el YAG. Por otro lado, nunca podía saberse.

Por si acaso, puso en marcha de nuevo los generadores. Dentro de una hora el YAG estaría de nuevo listo para ser usado. Para lo que fuera.

El ruso cerró la nave con el mando a distancia, se acarició la calva y regresó a la sala de ordenadores para ver la televisión.

O'CONNOR

No despegaron.

La oficial de policía condujo el coche a través de una amplia curva alrededor de la pista de estacionamiento y enfiló en dirección a la carpa VIP como si quisiera atravesarla en línea recta. Por la radio habían oído a Lavallier dando la orden de disparar. Mientras la policía pisaba los frenos y el coche se detenía a un lado de la carpa con un chirrido de neumáticos, llegaron los mensajes de los francotiradores de que habían abatido el objetivo.

O'Connor abrió la puerta del copiloto y saltó fuera del coche apenas se detuvieron. No se veía a Clinton. Entonces el científico le dio la vuelta al coche e hizo ademán de echar a correr en dirección al avión.

—¡Eh! —La policía, que había bajado con no menos rapidez, lo agarró por las mangas de la chaqueta—. ¿Qué significa eso?

—¡Pues el final de su carrera, si no me suelta ahora mismo!

—¡Usted no va a ninguna parte!

—¿Y para qué hemos venido hasta aquí en esa carrera de locos? —respondió O'Connor—. Tengo que acercarme.

Ella le lanzó una mirada de advertencia. O'Connor recordó la llave de estrangulación y se llevó la mano al cuello instintivamente.

—Vamos a ir ahora hasta allí, pero juntos —dijo ella con firmeza—. Y usted se quedará bien pegado a mí.

—O'Connor, ¿me escucha?

La voz de Lavallier salió del aparato de radio colgado en el cinturón de la policía. Ella lo sacó y se lo puso a O'Connor en la mano.

—Hemos destruido dos de esas cosas —dijo Lavallier—. Nave antirruidos y edificio de la UPS. Dos espejos.

—¿Está seguro? —preguntó O'Connor sin aliento.

—No, estoy de broma. ¡Venga ya! ¿Era eso, no, maldita sea? ¿Seguimos corriendo peligro? ¡Necesito saberlo!

Los ojos de O'Connor escudriñaron los edificios de su alrededor. La torre era claramente demasiado alta para poder distinguir a primera vista algo del tamaño de un espejo. De todos modos, desde allí todo se veía muy distinto a lo que podía verse desde la pista de rodaje o en la fotografía aérea del despacho de Mahder. Todo era más grande e inabarcable.

Mahder.

—Puede indicar el cese de la alarma —dijo tranquilamente—. Si han destruido dos espejos, el sistema ha quedado inservible.

—¿Está seguro?

—Sí. Y otra cosa, Lavallier, para que no tenga tiempo de aburrirse: tienen ustedes un traidor.

LAVALLIER

—¿Y bien? —preguntó Lex.

Lavallier suspiró y miró hacia la escalerilla.

—Dígales que bajen.

—¿Qué pasaba?

—Posiblemente algún incidente. No tengo ni idea. Pero definitivamente lo hemos impedido.

—¿Un atentado? —Lex tomó aire—. ¿Y usted espera que haga bajar a Clinton?

La mirada de Lavallier se desplazó en dirección a la carpa VIP. Podía ver a O'Connor allí. El físico podía ser un maldito idiota, pero, curiosamente, Lavallier tenía la sensación de que podía fiarse de sus palabras. Más que fiarse.

—Ya ha pasado todo —le dijo a Lex—. Dele a la gente su presidente. Nos encontraremos en la carpa VIP, ¿de acuerdo?

Lex frunció el ceño.

—Si no tuviera una confianza ilimitada en usted… —dijo alargando sus palabras; luego dio las indicaciones pertinentes y el hombre de la seguridad que estaba en la escalerilla le dio la señal a Clinton; era la segunda vez que eso sucedía hoy delante de la opinión pública.

Sólo entonces Lavallier cobró conciencia de que estaba empapado en sudor y de que éste le corría por la frente y por los ojos. Las palmas de sus manos estaban aún más sudadas. Rápidamente, se las limpió en el pantalón. Sobre el descansillo de la escalera apareció el presidente con una expresión malhumorada. Sin detenerse en saludar, bajó rápidamente los escalones hasta la alfombra roja.

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