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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

En Silencio (43 page)

¿O'Connor? ¡Que le den a O'Connor!

Inspirado, Kuhn abrió un armario más bien pequeño, pero salvo un vacío absoluto y unas pocas prendas de ropa, el interior no tenía nada que ofrecer.

De repente, Kuhn se avergonzó de sus pensamientos. ¿Acaso no había ido hasta allí a causa de una preocupación sincera?

«Las aventuras mentales son gratis —pensó—. ¡Cuando lo son!»

Continuó mirando a su alrededor. Paddy Clohessy parecía ser un tipo bastante frugal. Dormía en un colchón en el suelo. Los libros se apilaban junto a la pared. Interesado, Kuhn echó un vistazo a las portadas de los ejemplares situados encima del todo. Tuvo que inclinarse en la oscuridad para poder ver los títulos. ¡Clohessy leía ediciones en inglés de la obra de Marcel Proust! No era ningún estúpido el irlandés. Una biografía de Yasser Arafat, libros de divulgación científica, los cuales trataban en su totalidad de física. Novelas de Hemingway, Tennessee Williams y Toni Morrison. Algo sobre la lucha de liberación de Nelson Mándela. Kuhn casi sentía despertarse en él cierta simpatía por el maldito de Paddy.

Dejó el dormitorio y se dispuso a inspeccionar el salón. También allí se notaba la parquedad adondequiera que uno mirara. Salvo el póster del Ulster, Clohessy no parecía tener ningún otro cuadro. Un negro sofá de cuero estaba colocado en la habitación para poder ver desde allí la televisión, el único mueble colocado con amor y que, probablemente, habría sido bastante caro. No había ningún asiento para los eventuales visitantes. Bajo la ventana había un escritorio flanqueado por unos contenedores con ruedas. La superficie de la mesa estaba cubierta de revistas y carpetas, folios, bolígrafos y un bloc. Había varias tazas de café por toda la mesa. Kuhn sabía, sin observar más detenidamente, que todas esas tazas no eran una muestra de sociabilidad, sino el resultado del mismo desorden que reinaba en su propia casa. El café seco no apestaba. A veces las tazas estaban por ahí una semana o más. Mientras nadie se quejara, era algo casi acogedor.

Con gesto meditabundo, miró fijamente el televisor.

Tenía que marcharse. Ni Wagner ni O'Connor estaban allí, y tampoco estaban en compañía de Clohessy.

Claro que todavía podía echar un vistazo a ese escritorio.

«Eres un impresentable, Kuhn —pensó, increpándose a sí mismo—. ¡No se te ha perdido nada aquí! Vete de una vez.»

Pero, de repente, el Philip Marlowe que Kuhn llevaba dentro y que ya creía atrofiado para siempre, cobró en él unas dimensiones insospechadas. El hecho de que esos dos pelmazos no estuvieran allí no tenía por qué ser precisamente una prueba de la inocencia de Paddy. Cualquier cosa que se encontrara en esa habitación podía ser de gran interés.

Y él, Franz Maria Kuhn, sería el hombre que descorriera el velo.

Kuhn vaciló. El ansia de aventura alternaba con el instinto de huir.

Sólo se dio cuenta de que había vacilado demasiado cuando oyó el tenue sonido de algo que rascaba.

¡Alguien estaba trasteando la puerta del piso!

Kuhn sintió que la sangre no le llegaba a la cabeza, y se sintió presa de una paralizante debilidad. Incapaz de moverse, aguzó el oído.

Era más una sospecha que un ruido claramente perceptible; eran sólo unas vibraciones de amenaza. Pero bastaron para ahogar en él cualquier otro interés por la aventura. Sus últimos vestigios de coraje quedaron inmediatamente sepultados.

El manubrio de la puerta giró hacia abajo.

De repente parecía que Kuhn tuviera alas. El miedo lo llevó al vestíbulo y al baño contiguo, y lo hizo antes de que el intruso girara completamente el manubrio. La puerta del cuarto de baño se cerró con un tenue sonido, justo en el momento en que la puerta principal se abría con su inevitable chirrido. Los sonidos se entrecruzaron, se hicieron uno. Kuhn miraba fijamente a la oscuridad, como un loco, se subió al plato de la ducha, cerró la cortina y dejó deslizar su cuerpo por la pared de azulejos hasta que su trasero tocó el suelo.

En los primeros segundos sólo oyó el rumor de la sangre en sus oídos. Parecía querer salírsele por todos los poros del cuerpo. Su corazón palpitaba a un ritmo implacable. Su corazón… ¡Dios santo, qué ruido hacía! ¡Lo oiría! Fuera lo que fuese, un hombre, una mujer, oiría los latidos de su corazón y vendría a por él. «¡ Tranquilo, tranquilo!»

Tras los terribles últimos segundos, Kuhn se sentía en medio de aquel silencio repentino como prisionero en gelatina. Al otro lado de la puerta del cuarto de baño no se oía el más mínimo ruido. ¿O acaso se equivocaba? Con sumo esfuerzo, logró dominar su pánico y se puso al acecho.

Sí, tenía que haber alguien en el piso, alguien que se movía muy suavemente, sin hacer ruido.

¿Era Clohessy? ¿O el hombre con el acento eslavo? En ese caso, estaba realmente en un aprieto. No había ninguna luz encendida cuando ambos hombres salieron del piso; además, habían dejado la puerta abierta. Fuera quien fuese el que estuviera allí, tenía que saber que había alguien más en ese piso aparte de él.

La mano de Kuhn palpó el Nokia guardado en el bolsillo interior de su chaqueta. Lo sacó y lo encendió. La pantalla del teléfono se iluminó. Fue a su lista de números. Apretó con el pulgar la tecla hasta que apareció el nombre de Kika Wagner en la pequeña pantalla. Entonces accionó el mareaje automático. «Responde —pensó—. ¡Estés donde estés!» El teléfono sonó todo el tiempo. Como antes. Ni buzón de voz ni nada.

«Kika, santo cielo, ¿dónde estás?»

Tenía que hacerse notar de alguna forma. Con dedos temblorosos, empezó a escribir un mensaje en el móvil. Un resto de raciocinio le dictaba lo que tenía que escribir: tenía que decir dónde estaba, qué sabía y pedir auxilio.

Ruidos, pasos. Alguien se detuvo delante de la puerta del cuarto de baño.

Con una prisa febril, los dedos de Kuhn volaban por el teclado. Cada vez que apretaba una tecla, se emitía un tenue pitido. La memoria limitaba el mensaje a ciento sesenta caracteres, pero él los aprovecharía; no importaba cuántas veces se equivocara al escribir. Abrieron la puerta.

Un rayo de luz entró y tiñó la cortina ante los ojos de Kuhn con un color azul nuboso. Dejó de teclear en el móvil. Ahora podía olvidarse de escribir. Sólo cabía esperar y tener fe en que el otro se marchara sin inspeccionar la ducha.

«Enviar —pensó Kuhn—. Tienes que mandar el maldito mensaje.»

«Va a pitar si lo haces.»

Unos pasos tenues se aproximaron y se detuvieron directamente delante de la ducha. Entonces Kuhn creyó oír que el desconocido salía otra vez del baño. Sin aliento, con los ojos fuera de las órbitas, Kuhn aguardó. En el vestíbulo se oyeron unos ruidos más intensos. Por lo visto, el otro intruso había llegado a la conclusión de que estaba solo en el piso, y ya no se tomaba ningún esfuerzo por ocultar su presencia.

Un momento más tarde, la puerta del piso se cerró de golpe.

Un profundo suspiro salió de la boca de Kuhn. Sólo entonces cobró conciencia de que estaba empapado en sudor. El miedo se le salía por la nariz.

Esperó no haberse orinado en los pantalones. La vergüenza le duraría toda la vida. Jamás podría entrar en una ducha o en el servicio de caballeros de la misma forma.

Rápidamente, sin volver a leer el mensaje, lo envió.

Luego volvió a guardar el móvil en su americana y se irguió deslizándose muy pegado a los azulejos.

Entonces alguien apartó la cortina de golpe.

Kuhn soltó un grito y se echó hacia atrás. Inclinado sobre él estaba un hombre con una chaqueta de cuero. Miraba a Kuhn con el rostro inmóvil, como si no hubiera esperado encontrarse otra cosa que no fuera aquel pobre diablo que se ofrecía a sus ojos, mientras en su mirada sólo refulgía un frío interés.

Kuhn jadeaba. Intentó decir algo, disculparse por haber invadido la casa, justificarse; pero de su garganta sólo salió un gemido hueco.

Casi inconsciente por el miedo, se pegó aún más contra el rincón.

El hombre no se movió. Simplemente, estaba allí de pie, mirando fijamente a Kuhn, de un modo que hacía que el editor se sintiera cada vez más pequeño bajo aquella gélida mirada. Unos pocos segundos más, y se encogería tanto que desaparecería por el desagüe.

Entonces el eslavo echó hacia atrás el brazo para tomar impulso.

Kuhn vio alzarse el brazo del hombre y luego caer silbando hacia él. Emitió otro grito, se cubrió la cabeza con los brazos y oyó cómo su grito se transformaba en un agudo chillido. Un miedo de muerte se apoderó de él. Su vejiga se vació de nuevo en el momento en el que el puño del otro se estrelló como un martillo contra la palanca de la grifería y lo levantaba con violencia. Agua helada salió disparada de la ducha y empapó al editor en una fracción de segundo. Los bramidos y los gritos se unieron para formar un lamento infernal. Todavía seguía gritando cuando el eslavo volvió a cerrar el grifo de la ducha y lo alzaba, agarrándolo por el cuello.

¿Sería capaz de parar de gritar en algún momento?

—Quieto —dijo el hombre.

Los alaridos de Kuhn se apagaron, transformándose en una tos llorosa. Se asfixiaba y le temblaba todo el cuerpo.

Poco a poco, fue levantando la cabeza, y vio ante sus ojos el cañón de una pistola.

PARQUE

—¿Quién es Sweeny? —preguntó Wagner, en un murmullo.

Otra vez, como la noche anterior, estaba casi acostada encima de él, con las piernas dobladas y la cabeza apoyada entre su pecho y sus bíceps. Sin embargo, todo era diferente. Ella escuchaba los latidos de su corazón y se sentía maravillosamente exhausta y relajada. Al mismo tiempo, estaba muy despierta y llena de vida, como hacía mucho que no lo estaba.

No sabía decir cuántas veces ni por cuánto tiempo habían hecho el amor. Eso no tenía la menor importancia. Lo curioso era otra cosa: el hecho de que a ella le pareciera que habían hecho algo que estaba pendiente desde hacía varios años. Algo que podía crear adicción. Tanto, que ya sentía esa adicción antes de que el efecto se hubiera pasado.

«¿Es posible —pensó— que los seres humanos seamos como las piezas de un rompecabezas, predestinadas a encajar en un espacio muy bien determinado? Tú no sabes dónde está ese espacio ni quién lo representa. Puede ser un ser humano, un país. En el momento en el que lo encuentras, o que él te encuentra, tú te acoplas. Alguien lo ha puesto para ti. ¿Puede haber una dicha mayor? ¿Cuánta gente muere sin haberlo experimentado jamás?»

¿Cuánta gente muere sin haber jugado jamás? ¿Por qué había tenido que regresar a Colonia para encontrar su espacio en el rompecabezas? Si existía una providencia suprema, por lo menos esa noche se había demostrado. No era O'Connor. Tampoco era ella. Fue su encuentro, lo asombroso, lo incomprensible, algo que iba más allá de lo que arrojaba, en la mayoría de los casos, la suma de dos seres humanos y una noche calurosa. Se trataba de un lugar, de una hora, de un tablero de juegos y de dos jugadores, una locura que servía de base a todo, apropiada para curar el alma humana de su desmesurado raciocinio.

En su muñeca sonaba, de forma constante y muy bajo, el reloj de pulsera que se había comprado con su primer salario. Era un objeto que adoraba, ya que, de hecho, había sido bastante caro; sin embargo, no valía la pena echarle un vistazo en ese momento. Lo último que le interesaba en ese instante era el tiempo y su transcurso. Ya podían los físicos enfatizar cientos de veces que el hombre, el mundo y el universo entero estaban sujetos a las fuerzas destructivas del segundo principio de la termodinámica, según el cual toda energía y toda materia tendrían un fin en algún momento, al igual que todo amor, toda pasión, todo odio, toda miseria, toda felicidad, todo sentir y todo ser. Esa noche, las leyes de la naturaleza habían sido derogadas.

De repente, ya no se sentía de visita en esa ciudad. Por encima de su cabeza, el viento provocaba el rumor de las hojas. El ritmo lejano de los tambores se había acallado. Olía la tierra, la hierba y al hombre que estaba bajo su cuerpo. Estaba en casa.

—¿Sweeny? —preguntó O'Connor.

—Mencionaste su nombre. El loco Sweeny. Has invocado a todos los dioses imaginables. O'Connor rió.

—A veces sientes deseos de bañarte en champán, pero cuando no tienes ninguno, echas mano a las palabras. Sweeny no es un dios. Fue un rey. El rey de
Dal Araidhe,
en la antigua Irlanda. Mató a un pastor delgadísimo por el ayuno y destruido la campana de un santo. Como castigo, fue convertido en un pájaro y perdió la razón. Sólo podía hablar en rima. La maldición lo desterró a andar por los aires, de modo que sus pies jamás podían tocar el suelo y siempre estaba a merced de las tormentas.

—Pues se lo merecía. Asesino grillado. ¿Y alguien así es quien debe darte fuerzas?

—¿Sweeny? ¡Pues, claro que sí! Si le prometes que le permitirás convertirse de nuevo en un ser humano, hará todo por ti. Los condenados son corruptibles.

Kika emitió un suspiro y se acostó de espaldas junto a 0 Connor. El suelo estaba agradablemente frío y le daba la sensación de poder echar raíces en él. Sobre su cabeza se extendía la oscura cúpula de ramas y hojas.

—¿Tienes de vez en cuando la sensación de que en determinados lugares no… existe el tiempo? —le preguntó la mujer.

O'Connor volvió el rostro hacia ella.

—Tengo esa sensación desde la infancia.

—Yo la tengo muy pocas veces —dijo ella—. Este árbol, ahora, es mi lugar. ¿Sabes? Es bastante raro. Sé claramente que pronto nos iremos de aquí. Tal vez nunca volvamos. Yo no quiero aferrarme a un momento, pero sí que desearía poder llevarnos ese lugar con nosotros: esa sensación de haber vencido este momento. Y cuando se instala en nosotros, entonces…

O'Connor guardó silencio.

—¿Cuáles son tus lugares? —le preguntó ella.

Él miró hacia arriba. —Creo que toda mi vida es este lugar.

—¿Y estás feliz con ello?

—No lo sé. Tiene sus ventajas. Cuando eres joven, piensas que en algún momento llegará el punto en el que te convertirás en adulto. A partir de los treinta, tienes claro que nunca serás adulto. Sólo te haces más viejo. Esa idea te proporciona menos placer; por eso, sencillamente, niegas el tiempo y el mundo entero en su ridicula seriedad. No puedo ayudarme, pero ya me siento tan… tan poco impresionado con todo lo que sucede a mi alrededor.

—A veces es importante tomarse las cosas en serio. ¿No te parece?

Él extendió una mano y le acarició la mejilla.

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