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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

En Silencio (42 page)

Maldita Colonia. ¿Por qué O'Connor no podía haberse encontrado a ese Paddy Clohessy en otra parte, donde el encuentro no hubiese puesto a funcionar la imaginación de Kuhn? Y todo para verse a esa hora conduciendo por una calle desconocida, a fin de averiguar por qué Kika Wagner no había respondido al teléfono. Al final quedaría como un idiota. Burlado y ridiculizado por haber mostrado tanta preocupación. Ésa era la recompensa del mundo.

La cafetera de Kuhn pasó jadeando junto a un parque.

El Volksgarten, según el mapa. Luego vendrían otros edificios. Por lo visto, casi había llegado.

En ese momento vio el Golf de Kika.

Se detuvo y miró en esa dirección, pero el coche estaba vacío. Con un cosquilleo saturado de adrenalina en las ingles, continuó avanzando hasta que encontró un sitio donde aparcar. El desvencijado coche entró justito en el hueco. Kuhn cerró la puerta con estrépito y salió en busca de la casa con el número treinta y ocho, donde, probablemente, Kika, O'Connor y Clohessy estarían sentados de buen humor, tomando unas cervezas mientras se partían de risa a costa suya.

Echó un vistazo al reloj. Eran casi las doce y media. El edificio marcado con el número treinta y ocho se reveló como un ejemplar bastante deteriorado del lujo ya marchito de la época del cambio de siglo. Ante el interfono, Kuhn aguzó la vista en busca del nombre de Clohessy. Por lo visto, Clohessy vivía en la segunda planta. El editor dio unos pasos hacia la calle y su mirada recorrió la fachada, pero no vio luz en ninguna parte.

¿Debía tocar el timbre?

Indeciso, se apoyó contra la puerta de entrada y comprobó con asombro que ésta cedía. El cerrojo había sido echado antes de cerrar la puerta. Desagradablemente sorprendido, pero al mismo tiempo poseído por un inusual deseo de aventuras, se deslizó a través de la escalera mientras meditaba si debía encender la luz.

A cierta distancia resplandecía el piloto naranja de un interruptor.

Decidió que no la encendería. Encender luces era algo inapropiado cuando uno entraba furtivamente en un edificio con el propósito de seguir la pista a una conspiración. ¿Acaso Sean Connery hubiese encendido la luz?

Al cabo de pocos segundos, sus ojos se adaptaron a la oscuridad.

Kuhn fue escaleras arriba, estremeciéndose con cada crujido de los tablones situados bajo sus pies. También en la segunda planta, un interruptor brillaba junto a una puerta de la que sólo se distinguían sus contornos, situada unos metros al final de un corto pasillo.

En el preciso instante en el que se adentró en el corredor, con la intención de apretar el punto brillante, oyó unos ruidos al otro lado de la puerta. Alguien accionaba el picaporte. Kuhn se retiró hacia atrás rápidamente. Todo su valor le descendió a las rodillas. Con un solo salto, alcanzó la escalera y corrió hacia arriba, hacia la planta siguiente, vio un hueco a mitad de camino y se metió en él. Sonaron unas voces.

—No lo entiendo —decía un hombre en inglés, con voz nerviosa—. Quizá se trate del espejo adaptativo que es más sensible que el objetivo.

—Quieto. Y deja de hablar en inglés —dijo el otro hombre en alemán y en voz muy baja. Su voz sonaba con una frialdad metálica y tenía un ligero acento eslavo—. Tienes que hablar la lengua del país.

—Claro.

En ese momento, los dos hombres entraron en el campo visual de Kuhn. No podía distinguir sus rostros, pero uno de los dos era delgado y caminaba ligeramente inclinado hacia adelante. Tenía el pelo oscuro y revuelto. Kuhn recordó la descripción de O'Connor. Quizá estaba viendo a Paddy Clohessy en persona. El hombre que caminaba detrás de él llevaba una chaqueta de cuero. Ambos le dieron la espalda a Kuhn y bajaron las escaleras.

—Cuando el YAG dispara —oyó decir al hombre nervioso—, entonces todo el sistema, en fracciones de…

—Cierra la boca de una vez —lo interrumpió el eslavo—. Nosotros…

No pudo comprender el resto. Un susurro penetró en los oídos de Kuhn. Oyó cómo los pasos de los dos hombres se alejaban hacia abajo. Un instante después, la puerta del edificio se cerró.

Kuhn estaba inmóvil en su escondite, intentando tranquilizarse. Los hombres se habían marchado. ¿De qué estarían hablando?

Cautelosamente, echó un vistazo al rellano.

Wagner y O'Connor tenían que estar aquí. ¿Por qué entonces había aparcado su coche pocos metros más allá? Ellos querían visitar a Paddy Clohessy y no estaban en el Golf, de modo que era obvio sospechar que estuviesen en el piso.

«Estás como una cabra —pensó Kuhn—. Estás como una regadera. ¿Qué te crees que es esto? ¿Hollywood?»

Volvió a bajar la escalera hasta la segunda planta con pasos cautelosos, procurando que los peldaños no crujieran. Su mirada se posó en la puerta del piso.

¿Se equivocaba, o la puerta estaba entreabierta?

Kuhn se acercó. Después de que Clohessy y el eslavo se hubieran marchado, él podía echar un vistazo dentro.

Le temblaba la mano cuando la colocó sobre el frío manubrio de latón. Sin hacer ruido y en cámara lenta, abrió la puerta.

Kuhn sintió ganas de echar a correr.

Pero en lugar de ello, entró.

MIRKO

No formaba parte de la naturaleza de Mirko el sentir compasión. Hoy, sin embargo, en el caso de Paddy Clohessy, ésta lo rozó. Clohessy tenía un perfil trágico. Hubiese podido ser un excelente profesional. Pero, desgraciadamente, sus inmensas habilidades iban de la mano con una absoluta incapacidad para pensar fríamente. Había instalado el sistema con maestría, estaba perfecto con su tapadera de Ryan O'Dea. Todo fue bien hasta que los sentimientos entraron en juego. Clohessy era valioso mientras se tratara de hechos concretos, pero cuando se ponía emocional, fracasaba estrepitosamente.

Cruzaron la calle.

—¿Dónde está tu coche? —preguntó Mirko.

—A unos cien metros. Son sólo unos pasos, podemos…

—Usaremos el mío —lo interrumpió Mirko.

Clohessy se detuvo.

—¿Por qué tenemos que ir en tu coche? —preguntó.

—Porque lo digo yo. —Mirko suspiró y alzó las manos—. Paddy, no tenemos tiempo que perder. Cada segundo que nos quedemos aquí parados, discutiendo, nos cuesta un tiempo muy valioso.

Clohessy tragó saliva. De pronto, Mirko vio que estaba llorando.

—Tengo miedo —susurró el irlandés.

Mirko sacudió la cabeza. Luego se acercó a Clohessy, le puso un brazo por encima del hombro y lo atrajo hacia él.

—Paddy —dijo muy bajito—. Viejo colega. Hasta ahora hemos pasado esto juntos. Hemos estado trabajando durante seis meses para llegar a este momento. Somos muy pocos. ¿Crees que Jana y yo eliminaríamos a un miembro del grupo así, tan fácilmente?

Clohessy guardó silencio. Le abrazó.

—Claro que esta noche tendrás que ocultarte. Eso ya está decidido. Tienes que abandonar el equipo. Es demasiado peligroso que estés mañana todavía en Colonia. Verifica el sistema, arréglalo, luego coges tu maleta y te marchas del país. —Mirko le acarició amigablemente el pelo a Clohessy—. Y tienes que hacerlo rápido, ¿has entendido? Tu dinero ya está listo. Estoy seguro de que tendrás que darle un par de instrucciones a Gruschkov. Luego, yo mismo te traeré de vuelta hasta aquí. Con el coche, habrás cruzado en menos de una hora la frontera de Holanda.

Clohessy respiraba pesadamente. Luego hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Pensé que me mataríais —dijo en voz baja.

Mirko enarcó las cejas.

—Como te he dicho, sopesamos esa posibilidad. Pero ése no es el estilo de la casa. Además, te necesitamos.

—De acuerdo.

—Una sola cosa, Paddy… Es imprescindible que te mantengas oculto hasta que hayamos acabado todo. Si mañana estuvieras todavía en Colonia, ya no podré hacer nada más por ti. ¿Me has entendido?

—Por supuesto. —La voz de Clohessy sonó más firme. Se pasó la mano por la nariz y adoptó una sonrisa de confianza—. Ya está.

—Claro. Ahora, ven.

Caminaron lado a lado y dejaron detrás el digno conjunto de viejos edificios de lujo situados frente al parque. El todoterreno de Mirko estaba aparcado bajo un inmenso castaño.

—Sube —dijo—. Está abierto.

Clohessy subió al asiento del copiloto. Mirko se deslizó por el otro lado tras el volante.

—¿Quieres una Coca—Cola? —le preguntó amablemente.

Paddy asintió, agradecido.

Mirko le puso la mano por detrás, le agarró el pelo con la diestra y le golpeó la cabeza contra el salpicadero. Se produjo un crujido desagradable. Paddy gimió. Sus manos se alzaron, los dedos se abrieron y trataron de agarrar el vacío. Intuitivamente, debió de comprender que había cometido un error mortal, pero el ataque había sido demasiado rápido para que pudiera transformar esa intuición en una estrategia de defensa. Una vez más, su frente se estrelló contra el plástico. Su cuerpo se puso flácido. Con su mano izquierda, Mirko sacó de la funda una pequeña pistola Walther PPK con silenciador, apoyó el cañón contra la nuca de Paddy y apretó el gatillo.

Una muerte discreta. Ningún ruido del mundo era comparable al de un disparo de pistola con silenciador.

Como si quisiera buscar consuelo en el hombro de Mirko, el cuerpo de Paddy se desplomó sobre él.

Mirko guardó el arma de nuevo, cogió un paño y rodeó con él el cuello y la nuca del muerto. La Walther PPK no abría agujeros tan pequeños como los de la TPH, pero seguían siendo discretos. Eran británicas. Mirko sabía cómo matar a alguien sin tener que limpiar luego todo el coche. En todo caso, sólo los rastreadores de huellas podían encontrar algunas diminutas salpicaduras de sangre en el todoterreno. Pero para el ojo común y corriente, el interior del coche parecía totalmente impecable.

La mirada de Mirko examinó la calle. Pasaron dos coches. Esperó a que sus luces traseras se transformaran en dos pequeños puntos. Luego, con una hábil maniobra, metió a Paddy en la parte trasera, cubrió su cuerpo con una manta y le puso una lona negra por encima. Ya nada indicaba que hubiera en el coche otra persona aparte de Mirko. Encendió un cigarrillo y reflexionó.

Lo siguiente sería llevar el cadáver hasta la empresa de transportes. Luego llevaría el coche de Paddy. Pero primero tenía que ir de nuevo al piso y asegurarse de que allí no hubiera nada capaz de dar una pista a los investigadores. En caso de producirse un registro, todo debía parecer como si Paddy se hubiera marchado de viaje de forma imprevista. Prácticamente, los planes de fuga del irlandés habían venido a favorecerle de un modo involuntario. No quedaba mucho por hacer. En su miedo, Paddy ni siquiera se había enterado de que Mirko sólo había entornado la puerta. Y eso le ahorraba el tener que usar nuevamente sus herramientas.

Mirko se bajó del coche, puso el seguro al coche y caminó con paso ligero hacia la casa.

De todos modos, ya no necesitaban más a Clohessy. Había instalado el sistema de un modo magistral. Funcionaba a la perfección.

KUHN

—¡Hola!

El piso estaba oscuro como boca de lobo. Eso podía ser tanto bueno como malo. Bueno, si Wagner y O'Connor no estaban allí; menos bueno, si lo estaban. En las películas, en esas circunstancias, uno estaba muerto, encadenado o amordazado.

«Pero tú no estás en el cine —se dijo Kuhn por enésima vez—. ¡Déjate ya de pamplinas!»

Su mano palpó la pared, hasta que sus dedos tocaron un interruptor. La luz de las austeras lámparas del techo iluminó también sus entendederas. El que veía también podía ser visto. Siguiendo un reflejo, empujó la puerta a sus espaldas, hizo una aspiración profunda y se dio la vuelta. ¡No estaba solo!

Con un grito reprimido, dio unos pasos atrás y se golpeó fuertemente contra la puerta. El hombre que estaba frente a él, que había entrado en su campo visual de forma repentina e inesperada, hizo lo mismo. Debía de haberse asustado igual que él. También a su espalda podía verse una puerta, y en los oíos del hombre se reflejaba asimismo el horror.

Su aspecto también era el mismo que el de Kuhn.

Después de comprender rápidamente lo que sucedía, el editor le gruñó a su imagen reflejada en el espejo y la ira sustituyó al miedo que sentía apenas unos segundos antes. Kuhn echó un vistazo al vestíbulo. Allí no se veía nada, salvo unos percheros y una alfombra barata. A ambos lados y al final del pasillo había puertas entreabiertas.

Kuhn aguzó los labios, silbó los primeros compases de la marcha de
El puente sobre el río Kwai
y entró en la primera habitación.

Se encontraba en una pequeña cocina. Desde el vestíbulo le llegaba luz suficiente para iluminar una cocina barata y una mesa con dos sillas. Sobre el fregadero, colgaba un póster en el que había una fotografía de un verde paisaje de acantilados costeros. Sobre la foto, destacaba un cartel en caracteres celtas que decía:
Spirit ofUlster.
Olía ligeramente a moho y a salchicha caducada.

Kuhn regresó al pasillo. Justo al lado de la cocina encontró un cuarto de baño diminuto. El lavabo estaba tan próximo al inodoro que uno hubiese podido lavarse las manos mientras estaba sentado en él. Pocos pasos más allá, una cortina de plástico azul a medio cerrar cubría un pequeño plato de ducha.

De algún modo, todo aquello era tranquilizador.

Kuhn silbó más compases e inspeccionó la habitación situada al final del pasillo. Al ver que hasta ese momento nadie se había abalanzado sobre él ni lo había amenazado, Kuhn sintió que regresaba la seguridad en sí mismo. A ello se le unió un asomo de la arrogancia del conquistador. De un modo inesperado, la cosa comenzaba a divertirlo. Aquello no se correspondía con su idea de una noche divertida, pero tampoco se podía decir que ese instante no pusiera una pizca de sal en su aburrida existencia.

El editor sonrió con cierta sorna. Con una creciente alegría por hacer cosas prohibidas, su atención dejó de centrarse a partir de entonces en el paradero de Wagner y de O'Connor; algo lo impulsaba a fisgonear. ¡Cuántas cosas se podían descubrir en la vida de otras personas! La gente era como los libros. Se podía hacer un trabajo de edición con ellas… No de sus obras literarias, sino de ellas como personas, incluidos todos sus hábitos; educarlas, tachar algunas costumbres, sustituir algunas decisiones fallidas por otras correctas; abreviar o reescribir capítulos vitales: ¡todo eso era una idea sublime! Un hombre como Kuhn podría entrarle al objeto de su deseo sin ningún apetito, de una forma poco original, arrogante y sosa, para luego eliminar de un plumazo un rechazo y sustituirlo por un susurrado «sí». ¡Cuan fácil podía ser la vida! No era necesario tener el aspecto de O'Connor, con su inalterable encanto y sus trajes de diseño. Uno podría burlarse impunemente de la estatura de Kika Wagner y luego, en recompensa, tener su aprobación para irse con ella a la cama. Toda escena podía reescribirse. En ese preciso segundo, un sordo sollozo podría escucharse en el armario de ropa de Paddy Clohessy, y entonces, en su interior, se encontraría a una Kika atada y amordazada. Y a continuación de la heroica liberación, vendría la escena de la gratitud.

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