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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

En Silencio (36 page)

—La luz de la noche —dijo O'Connor con desenfado.

Clohessy enseñó los dientes.

—Hace mucho que no nos vemos. Te felicito, Liam. Eres famoso. ¿Cómo te las has arreglado con tu popularidad?

O'Connor se encogió de hombros.

—Con insignificancias. En público voy a la moda; en las costumbres, soy Victoriano, pero no tan formal. Un Cagliostro de la aristocracia moderna. Ya sabes que el Trinity fue concebido como institución para transformar a la gente en aquello que más detestaba. —O'Connor hizo una pausa y miró hacia el Rin. Al otro lado brillaban las luces de Deutz. Los barcos eran manchas negras que pasaban, reconocibles por sus luces—. Pero no hablemos de mí. Es mucho más importante saber cómo te va.

—Me las arreglo.

—¿De veras?

De repente se preguntó para qué serviría todo eso. Ahora, allí fuera, la idea de querer volver a ver a Paddy le parecía absurda e innecesaria. Entre ellos dos se abría un abismo. El distanciamiento tenía carácter retroactivo. Frente al decorado de uno de los hoteles más lujosos de Colonia, O'Connor reconocía con sobria certeza que ellos dos jamás habían compartido realmente las mismas ideas. El hombre que estaba frente a él podía ser Paddy Clohessy, pero el efecto de su presencia sobre O'Connor era una prueba de que había un malentendido que se había prolongado durante años.

—¿Dónde te metiste? —le preguntó O'Connor—. No sé absolutamente nada de ti, salvo que te pegaron un tiro, y ni siquiera de eso pude fiarme.

Clohessy sonrió, mostrando su cara huesuda.

—Tus investigaciones han levantado algún polvo en el mundo científico —dijo Paddy al responder a la pregunta de O'Connor—. Se habla algo del Premio Nobel.

—He sido nominado. Pero todavía no he tenido el placer de bailar un vals ante la reina.

—Te lo darán —dijo Clohessy—. Siempre lo obtuviste todo. Llevo varios años viendo tu rostro en la contraportada de los libros más vendidos. ¿Estás casado?

—No.

—¿Ninguna belleza a la vista que permita completar los idilios de las revistas de cotilleo?

—No va conmigo eso de firmar contratos sin garantías ni derechos de devolución. ¿Y tú?

—Estuve a punto. Pero ella me formuló la pregunta incorrecta.

—¿Cuál?

—¿Qué piensas?

—Oh, ya entiendo. ¿Y qué pensabas?

—Que podía ser otra persona de la que creía ser. Fue una pregunta inofensiva. Las mujeres las formulan por docenas, ya que las pone nerviosas el que exista en tu mente un ámbito que ellas no puedan controlar. Tienen miedo de que tus pensamientos conspiren contra ellas. Pero en el momento en el que ella hizo la pregunta mi mundo comenzó a disolverse.

—Hasta donde recuerdo, tu mundo siempre estuvo destinado a disolverse —dijo O'Connor—. Es poco elegante echarles la culpa a las mujeres de eso. Adondequiera que miro, veo que ellas han sido capaces de recomponer de nuevo cualquier mundo disuelto, hasta tal punto que luego caben en cualquier libro.

—Me entiendes mal. La pregunta fue únicamente el detonante. O digamos más bien que abrió la tapa de una caja en la que yo había estado sentado durante años para no tener que mirar dentro; y entonces algo maligno y negro salió reptando de allí. Y tenía mi rostro. Y de repente… —Paddy se detuvo. Luego miró directamente a O'Connor a los ojos—. ¿Conoces la sensación de tener miedo de ti mismo?

—¿Miedo? —O'Connor hizo un lento gesto negativo con la cabeza—. No. Rechazo, tal vez. Pero miedo no.

Clohessy asintió como si no hubiese esperado otra cosa. —El día en que abandonaste Dublín, seis meses después de que me expulsaran del Trinity, estaba en la cocina del pequeño piso de ella, situado detrás de la prisión de Kilmainham, cortando cebollas para hacer un
stew
[9]
. Ella estaba apoyada en la nevera, a mi lado, no mucho más lejos que tú ahora. Yo cortaba con el cuchillo a un ritmo constante e iba empujando la cebolla hacia adelante, milímetro a milímetro. Cada corte era como una pequeña ejecución en la guillotina. Sabía que si seguía moviendo el cuchillo de arriba abajo y empujando la cebolla hacia adelante, habría cena. Era un conocimiento de naturaleza intuitiva, sin que me pasara ningún pensamiento específico por la mente. Pero ella me preguntó lo que pensaba, y, de repente, pensé. Pensé: «Paddy Clohessy, tu mano está agarrando el mango de este cuchillo. Si levantas la mano y haces un movimiento hacia la derecha, la hoja metálica cortará el aire, y no pasará nada más. Pero si lo mueves veinte centímetros hacia la izquierda, un ser humano morirá. ¡Qué asombroso! ¡Es el mismo movimiento, pero a la vez es algo muy distinto! Tienes que hacer tan poco para provocar que pasen cosas.» Claro que seguí cortando la cebolla, pero ya tenía claro cuan fácil hubiese podido hacerlo. Cualquiera puede. A continuación me quedé solo. Ella salió y fue a poner la mesa, y estuvimos charlando de una habitación a otra. Mi boca cotorreaba; la suya cotorreaba, llenábamos el piso con ruidos de autocontrol. Era como si en alguna parte estuviera encendido un televisor. Entonces me vi junto a la ventana abierta. Y una vez más pensé que, con un salto rápido, estaría fuera. Sin esfuerzo alguno. Sólo tendría que superar una ligera altura, un metro diez, quizá, si es que llegaba. El paso para salir de la normalidad es muy pequeño; no te cuesta más que vencer una distancia insignificante. Y entonces pensé: «Si es tan sencillo, ¿por qué no saltas por el marco de la ventana y te dejas caer?»

—¿Y qué? ¿Te dejaste caer?

Clohessy meneó la cabeza.

—No, pero sólo reflexionar sobre ello me proporcionó la absoluta certeza de que ya había traspasado la frontera. La mayoría de la gente no se hace ese tipo de preguntas. Excluyen la posibilidad de saltar por la ventana del mismo modo instintivo que descartan un asesinato. Mientras no cobras conciencia de ciertas cosas, no tienes que decidir sobre ellas. Por el contrario, desde el instante en que pronuncias un «no», surge al otro lado un «sí». Y ese «sí» va creciendo. Desea ser pronunciado. Empieza a torturarte. Cada minuto de tu vida. Cada maldito segundo. Cada momento. ¡Cada movimiento de la maldita manecilla de tu reloj!

O'Connor guardó silencio.

—El miedo a lo que podría hacer se fue haciendo más insoportable en un período muy breve de tiempo. Comprendí que debía de haber estado acechando siempre en su escondido rincón, esperando el momento de mostrar su feo rostro. Daba igual lo que hiciera, donde estuviera, con quién me encontrara, en ese instante mis pensamientos giraron alrededor de la más fatal de todas las posibilidades. Ese pensamiento se convirtió en una idea fija: «¿Qué tiene que pasar en tu cerebro, en tu regulador natural, para que atropelles a alguien con el coche, lo apuñales, para que lo mutiles, lo tortures o lo mates, o te lo hagas a ti mismo? ¿Cuan lejos estás de ello? ¡Del mal, quiero decir! ¿O es acaso el mal en sí, y no, sencillamente, una forma particular de la libertad? Y si es así, ¿cómo podría liberarme de esa presión que aumentaba de un modo implacable?»

Clohessy hizo una pausa. Su mirada no veía nada de lo que tenía delante.

—Está bien, claro que me pregunto si no estaré loco. Yo estaba sentado a la mesa con esa mujer, comiendo, y al mismo tiempo me imaginaba cómo le pasaba el cuchillo por la garganta. ¡Estaba claro! ¡Tenía que estar loco! Pero a mí no me lo parecía. Yo no quería asesinarla, por supuesto. La amaba. Sentía pánico ante el momento en que perdiera el control e hiciera algo terrible para destruir lo que amaba, y al mismo tiempo había allí una fuerza indomable que me incitaba a hacerlo, para no perder la razón por el terror que me provocaba la mera hipótesis. Se dice que uno debe conocer sus propios límites; eso es absurdo. Conocerlos significa querer superarlos. El problema es que no hay vuelta atrás. Una vez has cedido a tus propios demonios internos, te vas directo al infierno.

Paddy volvió el rostro hacia O'Connor y sonrió.

—Creo, Liam, que nunca has tenido ese miedo de ti mismo. La mayoría de la gente lo desconoce. Eso marcó una diferencia entre nosotros. Tú estabas todo el tiempo muy lejos de tener que vivir con una injusticia cometida. En ti todo era diversión. Bajo tus órdenes jamás hubiese existido una Revolución francesa, ningún amotinamiento en el
Bounty,
ninguna lucha armada contra el imperialismo, la explotación y la opresión. Puede que te hayas aburrido contigo mismo, pero jamás sufriste por tu culpa.

—Tampoco maté ni hice volar a nadie por los aires.

—Eso también es verdad.

O'Connor miró hacia las aguas negras que se deslizaban.

—¿Por qué estamos aquí, Paddy? —preguntó.

—¿Por qué? Mi historia transcurre de un modo muy diferente de la tuya. También en algunos detalles. Una mínima desviación en el perfil de nuestros caracteres, un ápice de destino, una porción de rabia que tú jamás has conocido… Teníamos una diferencia de un micrómetro y derivamos años luz el uno del otro. El mismo talento sobresaliente, sólo que tú te convertiste en un prestigioso investigador con ambiciones literarias y yo en un desterrado. Yo me puse al servicio de un ideal y perdí. Tú te negaste a llevar la carga de un ideal y ganaste. Ello no encierra ninguna lógica ni ninguna moral, sólo una curiosa distorsión que puede quitarle a uno la fe en los seres humanos, si es que tuviera alguna relevancia. Al final, estás aquí con tu traje impecable y te has hecho un nombre. Yo también me he hecho un nombre, uno nuevo. Ninguno de esos nombres representa lo que somos. Tú, de algún modo, abordaste tu trabajo del modo correcto; yo cometí toda suerte de errores y sobrevivo porque me niego a mí mismo. Esta nueva existencia es mi última oportunidad. Yo sólo quería decirte que Ryan O'Dea tiene un buen trabajo y que ya no se despierta cada noche empapado en sudor, porque vive con el miedo constante de ser asesinado de un tiro. Tu visita de hoy tendría que haber significado una gran alegría para Paddy Clohessy, pero Paddy está muerto. Fue víctima de una serie de estupideces que le impidieron hacer nada correcto ni bueno. O'Dea, por el contrario, quiere mantener su paz. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—No estoy muy seguro.

—Pensé solamente que sería justo ponerle fin a nuestra historia en común —continuó Clohessy—. Yo estuve en la librería, pero creo que no me viste. Me llamó la atención lo lejos que estás de toda vivacidad y de todo dolor verdadero. De ti emana la frialdad de la integridad, y te envidio por eso. Pero no querría cambiar mi vida por la tuya. No puedo imaginar un cambio más, ni siquiera el cambiarme contigo. Nada tendría sentido. Ni siquiera tomar una cerveza juntos.

—¿Y qué te ha llevado a sentir esa rabia absurda? —preguntó O'Connor al cabo de un rato—. Nos hemos estado moviendo sobre una capa de hielo muy delgada. El aliciente consistía en permanecer sobre ella, no en desplomarse.

Clohessy se encogió de hombros.

—Ya te he dicho que para ti era un juego. Además, recuerdo los días en que te sentías contento de poder desplomarte con el propósito de volver a encontrar una manera de salir de aquel agujero. ¿Ya lo has olvidado? ¿El hastío, la búsqueda de un sentido? Pero veo que te has convertido en un perfecto hijo de tu padre. Podías haber robado las joyas de la corona, para ti todo era posible.

—¿Y acaso para ti no? Tonterías, Paddy. Yo no tenía nada que no tuvieras tú. ¡Hubieras podido convertirte en un físico brillante!

Clohessy rió por lo bajo.

—Me convertí en un físico brillante, Liam. Y comenzaron a perseguirme. Cuando comprendí que el IRA, el Ulster Freedom Fighters y los Red Hand Commandos no se diferenciaban en nada, salvo por sus consignas, quise salirme. Pero había desarrollado demasiados juguetitos para ellos. Había tenido demasiadas buenas ideas. Era el hombre que sabía demasiado.

—No tenías por qué haber dejado que las cosas llegasen tan lejos —dijo O'Connor, enfurecido. Sus palabras parecieron perderse sobre las aguas—. Tenías un futuro, Paddy. Al igual que yo.

—No, Liam. Tú tenías un pasado con el que se podía vivir, yo no. Pero el futuro es el pasado. Nada más.

HOTEL MARITIM

Cuando O'Connor entró de nuevo al bar, no habían transcurrido ni veinte minutos. Tomó asiento entre Wagner y Kuhn, le quitó el vaso de las manos al editor y lo vació de un trago. Kuhn lo miró con un mohín inexpresivo en el rostro.

—OK —dijo el editor—. A ver si lo entiendo. Una se despide y dice que se va a la cama, y al cabo de poco tiempo aparece de nuevo para que el tiempo no se me haga demasiado largo. El otro también se va a dormir, para luego, media hora después, reaparece y se bebe mi coñac. Nada de esto me da la sensación de tener algo que ver conmigo. ¿Voy bien hasta aquí?

—Muy bien —dijo O'Connor.

Se llevó los dedos a las sienes y comenzó a frotárselas con movimientos circulares. Luego alzó la vista y dijo en tono pausado:

—Acabo de hablar con un hombre muy peligroso.

Wagner suspiró. En los ojos de O'Connor podía leerse que lo estaba diciendo excepcionalmente en serio. ¡Paddy parecía revelarse como un freno al placer de primer orden! Por mucho que le disgustase, ella estaba firmemente decidida a apoyar con todas sus fuerzas a O'Connor para controlar este tema. Sencillamente, para exorcizar a ese fantasma irlandés de mejillas hundidas proveniente de su pasado, antes de que pudiera interponerse de nuevo en su romance.

—Hemos charlado. O no, el término es equivocado. Yo hice algunas fiorituras retóricas y finalmente fui testigo de un tenebroso monólogo de resonancias macbethianas. En un primer momento todo fue sencillamente raro. Pero mientras subía la cuesta hacia el hotel, todo se tornó inquietante. Tal vez mi fantasía esté haciendo algunas especulaciones, pero me pasaron varias cosas por la cabeza. ¿Podemos hablar de ello?

—Por supuesto —dijo Wagner, con gesto de buena chica—. ¿Dónde lo dejaste?

—¿A Paddy?

—Sí.

—Desapareció en medio de la noche. —O'Connor contempló el vaso vacío en su mano, le dio varias vueltas y se lo devolvió a Kuhn—. Quizá debí detenerlo, pero pienso que fue mejor dejarlo ir. El bar es un lugar seguro.

—¿Piensas que puede ser peligroso estar cerca de él?

—Pienso que éste no es el momento para viajar a Shannon-bridge. Si es que entiendes lo que quiero decir.

—Hum. Entiendo.

Por un instante, reinó un silencio sepulcral. Hasta el murmullo de los pocos huéspedes que seguían sentados allí parecía haberse extinguido. Sólo el paño del barman rechinaba mientras frotaba una copa de vino. Kuhn sonrió discretamente.

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