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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

En Silencio (31 page)

—¿El qué? —preguntó Wagner.

—Un puro que ha crecido torcido —dijo Kuhn—. Otros lo tienen recto, el de Clinton está torcido.

—Muchas gracias. ¿Podría continuar, señor Silberman?

—Bah, no es un tema del que se pueda hablar durante el desayuno. Yo sólo quiero decir que los medios y el pueblo se condicionan mutuamente. Eso no tiene por qué ser positivo y no debería impedirnos mejorar. Pero ¿qué quiere usted? Estados Unidos, la moral y los medios: hace un año y medio el papa visitó Cuba, y eso constituyó una auténtica sensación. Castro y el antiguo maestro de escuela proveniente de Roma. A raíz de esa visita, Cuba abrió por primera vez sus puertas a los medios de comunicación extranjeros. Podíamos informar a nuestro gusto. Pero ¿qué sucedió? Tras el primer reportaje en vivo sobre la llegada del papa, hubo una llamada desde Washington, y de repente todos los periodistas se vieron arrastrados por una oleada de noticias tras las cuales Castro y Wojtyla aparecían como dos figuras marginales de la historia. La razón era que Clinton se había dejado hacer una mamada. Hasta los mismísimos ataques contra embajadas estadounidenses, con centenares de muertos, comenzaron a tener un papel secundario. Recuerdo que a mí y a mi equipo nos hubiese gustado quedarnos un tiempo más en Cuba, pero se nos dio a entender con toda claridad que en ese caso nos perderíamos la más grande historia de todos los tiempos. De modo que levantamos el campamento. Eso no hubiese sido posible si la inmensa mayoría de los ciudadanos americanos no lo hubiera querido así. Es todo lo que tengo que decir sobre los malvados medios de comunicación.

—Clinton, precisamente, tiene una relación mucho más profunda con los puros que el propio Castro —comentó Wagner—. Tal vez ésa sea la razón.

—Wojtyla también lleva muchísimo tiempo sin esquiar —añadió Kuhn—. Y lo de fornicar, eso nunca lo hace.

—Bueno, bueno. ¿Quién está hablando? ¿El obediente periodista?

—¡Gilipolleces! —Kuhn escupió la palabrota junto con algunas migas de su panecillo, al tiempo que gesticulaba con las manos—. Es la verdad. En el caso de Schróder, durante mucho tiempo se interesaron más por su vida amorosa que por sus planes políticos, y a pesar de eso se convirtió en canciller federal. O no, ¡fue precisamente por eso que ese vanidoso llegó al puesto de canciller! Todo es cuestión de la puesta en escena correcta.

—¿Qué? ¿Porque se tiró a Doris Kópf
[5]
?

—Porque la política funciona a través de las personas. Se trata de algo más que una estrategia de marketing. Es el sistema. Los medios se han dedicado a vender personas y caracteres, y eso es mejor que el análisis de hechos sumamente complejos.

—Eso, por cierto, no es un fenómeno exclusivamente norteamericano —añadió Silberman.

—Eso es americanización —berreó Kuhn—. En cualquier parte que tengamos medios de comunicación, sucede lo mismo. En el caso de Tony Blair, las cosas no fueron diferentes; llegó al poder gracias a su simpática sonrisa. Un chico simpático, se diría aquí, en Colonia. Schróder se separó de su pareja. Algo que le gustaría hacer a la mitad de los hombres de su edad; eso le dio ventaja frente a Kohl, ese saco de grasa de Oggersheim con su barriga de cerdo y su mujercita de toda la vida. Luego estuvo el forcejeo dialéctico con Lafontaine. Todo fue espectáculo. ¿En realidad cree alguien todavía que la persona y el tema se pueden separar?

—¿Y qué nos dice eso, querido Sócrates? Kuhn enarcó las cejas, perplejo.

—¿No lo sabéis? De ello se desprende que la puesta en escena mata al contenido. Cuando en una democracia se elige a la persona que tiene los ojos azules más bonitos, apaga y vámonos. ¿Pides más café, Kika?

Wagner bostezó y les hizo una señal a los camareros.

—Pero ¿es una novedad afirmar que la democracia siempre ha significado el triunfo de los estúpidos? —objetó O'Connor.

—Venga ya, Liam. Cuando una nación esconde bajo la alfombra la desigualdad social, la discriminación, etcétera, pero contempla la moral sexual de sus dirigentes como un asunto público, eso es algo peor que la estupidez. Una sociedad así retrocede a un estado de primitivismo y opresión.

—Franz, es usted impagable —dijo O'Connor—. No deberían darle nada por esas sublimes palabras. Ya tienen su cumbre, y todos quieren ver cómo Clinton y Yeltsin se intercambian los papeles. El culto a la personalidad es tan antiguo como el mundo. Ayer fui yo el mono de feria… ¿Por qué no hablamos de cosas más agradables? Wagner miró el reloj.

—No podemos hablar sobre nada más, porque tenemos que marcharnos para el partido de golf.

—Oh —dijo Süberman—. ¡Qué bien! ¿Juega usted al golf, doctor O'Connor?

—Sí, es muy agradable. —O'Connor dobló con estilo su servilleta y se puso de pie—. Uno puede pasear con gente importante y llevar unos zapatos muy cómicos. Un placer conocerlo, señor Süberman. ¿Nos veremos en otro momento?

—Probablemente no.

—Entonces salude a su presidente de mi parte. Dígale que debe resistir como Bart Simpson: «¡Yo no he sido! ¡No he hecho nada!» Con ello se ha convertido en el americano más popular, y eso que debe su celebridad, únicamente, a un pincel.

—Eso fue cruel de tu parte —dijo O'Connor mientras Wagner lo llevaba en su Golf en dirección a Pulheim.

—¿Qué?

—Lo que le dijiste a Süberman. Eso de que me levantaría en medio de la conversación y abandonaría el local. La verdad es que nunca abandonaría un local en el que tú te encuentres.

—Sí, porque luego tendrías que explicarme el por qué. —Wagner se rió—. Venga ya, te lo has ganado, eso tienes que admitirlo.

—¡Cuántas cosas tengo que admitir! —O'Connor se estiró un poco y echó la cabeza hacia atrás—. ¿Con quién voy a jugar al golf?

—Eso ya lo sabes. Con el ejecutivo de la Caja de Ahorros.

—¿El mismo de ayer? Ah, sí. —O'Connor suspiró—. Eso significa que me lucirán delante de todos. ¿Estoy bien vestido? Dios mío, espero tener a mano suficientes observaciones ingeniosas.

Wagner lo miró y sonrió burlonamente.

—Conoces bien a Oscar Wilde.

—Oh, no soy ni la mitad de ingenioso que Oscar Wilde. Y eso es una bendición, porque me protege del encarcelamiento. ¿Viene Kuhn también a esa comida?

—Sí.

—¡Qué horrible! Es aburrido. Sabe tanto que a nadie le interesa lo que dice. Detente ahí un momento.

—¿Qué? —Wagner, confusa, examinó la carretera. No se veía nada significativo—. ¿Dónde? Estoy satisfecha de poder conducir todavía a pesar de la cantidad de alcohol que bebí anoche.

—Para ahí, en el arcén —dijo O'Connor. Habían llegado a una carretera fuera de los límites de la ciudad. Alrededor había campos de cultivo, y a lo lejos se veían las montañas de nubes blancas de una hidroeléctrica. Wagner buscó un sitio apropiado, descubrió un sendero a campo traviesa y aparcó el coche entre dos campos cultivados.

—¿Y ahora qué?

O'Connor se inclinó hacia ella, atrajo suavemente su cabeza hacia sí y la besó. Wagner le dejó hacer. Le hubiera dejado hacer aún más si no tuvieran que ir hasta ese maldito campo de golf y no hubiera coches pasando constantemente a toda velocidad. Además, el coche era demasiado pequeño y ella demasiado alta.

—Bueno —dijo O'Connor.

—¿Bueno?

—Sólo pensé que hasta hoy por la tarde no podríamos hacerlo. —O'Connor sonrió satisfecho—. Y no deberíamos perder la práctica, ¿no te parece?

—Doctor O'Connor, sus ideas sobre lo que es una gira de conferencias es muy particular. No sé si podré cambiar tan fácilmente el protocolo.

—Para eso me tiene usted a mí, estimada señora. Además, me parece que debería prestar mayor atención a las costumbres de sus huéspedes extranjeros. Le aseguro una flexibilidad similar si viene usted a Dublín.

—Pero yo no hago giras de conferencias.

—No debería venir por eso. ¿Me da otro beso? Con él estaré listo para enfrentarme a todos los ejecutivos de este mundo.

Mientras O'Connor jugaba al golf bajo un sol radiante y Kuhn se marchaba con Silberman a la ciudad, Wagner condujo hasta la casa de sus padres y los preparó diciéndoles que la noche siguiente, posiblemente, dormiría lejos de su vieja cama. Su padre se encogió de hombros, y su madre le preparó un café y quiso saber, con el ceño fruncido, si estaba comiendo bien con todo ese ajetreo. Wagner le prometió todo lo que se puede prometer. Se tumbó durante dos horas y se cambió de ropa. Seguía teniendo la sensación de andar por ahí con un trapo impregnado de cloroformo sobre la nariz. Tenía una sed terrible y vació dos botellas de agua y otras dos de zumo de naranja. Luego tuvo acidez de estómago, y fue entonces cuando decidió que a los excesos de la pasada noche no le seguiría ninguno más.

Mientras se ponía un vestido de color verde claro, pensó en O'Connor y sintió latir fuertemente su corazón. Era excitante estar con él. Curiosamente, no tenía miedo a enamorarse de ese hombre. Desde el momento en que se besaron por primera vez, él se había bajado de su pedestal. Seguía teniendo un aspecto desvergonzadamente atractivo y ejercía una fascinación sobre Wagner casi inexplicable, pero el ángel caído se había transformado en un ser humano de carne y hueso al que le gustaba beber y hacía comentarios inteligentes y estúpidos. Se lo podía palpar.

Y ella estaba autorizada para hacerlo.

Por un instante, sopesó la posibilidad de cortar la relación antes de que terminaran en la cama y ella quedara enferma de amor. ¿Qué vendría después? O'Connor regresaría a Dublín y ella a Hamburgo. No eran demasiado atractivas las perspectivas que se perfilaban en el horizonte de ese séptimo cielo.

Sería una idiotez liarse con él.

Por otra parte, sin embargo, sería una idiotez mayor no hacerlo.

Kika corrigió su maquillaje, se calzó unos zapatos negros de tacón alto y ató sus cabellos en una larga coleta. En cualquier caso, su aspecto era mejor de lo que se sentía por dentro.

Poco a poco fue desapareciendo la sensación de estar borracha. Cuando, por segunda vez en ese día, condujo hasta el restaurante Lárchenhof, ya la carretera era de nuevo una carretera no una serpiente que se retorcía sin previo aviso. Aparcó el coche frente al restaurante, entró y tuvo la esperanza de no tener ningún tropiezo en la siguiente conversación sobre política.

Afortunadamente, esta vez la charla giró en torno al golf y al cine. Kuhn observó el renovado aspecto de Kika y de repente pareció como si su razón comenzara a atar cabos con un retraso de varias horas. Como consecuencia de ello, se mantuvo por espacio de una hora en una postura de ensimismamiento, durante la cual se olvidó de hablar con la boca llena.

O'Connor alabó el excelente menú. Bebió vino tinto y dedicó el tiempo a repasar con el ejecutivo el estilo de varios golfistas célebres.

Todo era muy satisfactorio.

—Estuvo muy buena la comida —dijo Kuhn en tono obediente, después de haberle dado las gracias al ejecutivo y todos caminaran en dirección a sus respectivos coches—. ¿Y ahora qué hacemos, chicos?

—Kika y yo nos vamos al aeropuerto —le informó O'Connor en un tono que excluía de un modo categórico cualquier participación de Kuhn.

Kuhn detuvo el paso.

—¿Y eso? —dijo, paralizado—. ¿Adonde iréis?

—A Shannonbridge —dijo Wagner.

—Ah. Bueno, en ese caso, yo, tal vez… Liam, perdone que le secuestre por un momento a nuestra estimada Kika.

Kuhn agarró a Wagner por el brazo y se la llevó aparte.

—¿Qué pasó anoche? —le preguntó en un cuchicheo.

—¿Qué iba a suceder? —le susurró la mujer—. Estaba en la FriesenstraBe. Ya sabe, todo el rollo. Me costó esfuerzos impedirle que abandonara el país.

—¡Dios santo! —gimoteó Kuhn—. ¿Qué diablos le hemos hecho a ese hombre? Ya sé que esa actriz lo…

—¡Nada! ¡No le hemos hecho nada! Quería largarse a Shannonbridge con un puñado de irlandeses borrachos, para ir a no sé qué taberna. Ni con diez caballos hubiese podido arrastrarlo de vuelta al hotel, por eso tuve que hacer una gira con él por todas las tabernas, para bien o para mal.

Kuhn la miró parpadeante y dudoso.

—No parece haberle costado mucho superarlo, si me permite que lo diga.

—Me trae sin cuidado cómo prefiera decirlo usted. —Wagner miró a O'Connor, que estaba apoyado en su Golf y hacía unas señales amables en dirección a ellos—. Tiene que confiar en mí, Franz. Me han enviado aquí para que este hombre no haga ninguna de las suyas. Y no las está haciendo.

—Pero…

—No hay peros que valgan. Estuvo jugando al golf, estuvo en la comida, y esta noche dará su conferencia. ¿Todo en orden?

Kuhn enarcó una ceja y alzó la mirada hacia ella.

—Está bien. Usted sabrá lo que hace.

—Claro que lo sé.

—Usted no sabe nada. Pero me da igual. ¿Qué quiere hacer en el aeropuerto?

—Buscar a Paddy Clohessy.

—Ya entiendo. Se trata de esa persona cuyo nombre estuvo vociferando por el aeropuerto ayer, ¿no es así?

—Exactamente.

Kuhn asintió.

—A las seis en la librería —dijo—. Ni un minuto más tarde. Por favor, Kika, se lo suplico. Se lo pido de rodillas. No me haga sufrir. Y si necesariamente quiere estar con él… esto… quiero decir… Ya sabe…

Wagner se inclinó hacia él.

—¿Sí? —dijo serenamente.

Kuhn perdió el habla, se rascó la mandíbula y caminó hacia su coche, encogiéndose de hombros.

—¿Dónde piensas encontrar a ese Paddy amigo tuyo? —preguntó Wagner cuando tomaron el desvío en dirección al aeropuerto. A un kilómetro más o menos de distancia de ellos apareció el característico edificio blanco de la antigua terminal, con la torre de control y la columna de Sony delante de ella, sobre la cual, desde que la colocaron allí, nadie podía decidir si pretendía ser una valla publicitaria o una obra de arte.

—¿Qué es eso? —preguntó O'Connor señalando a los carteles que formaban un arco sobre la calle.

—La P2 y la P3. Llegadas y salidas.

—No. Me refiero al cartel que está al lado, donde baja a la derecha.

—Administración aeroportuaria.

—Ahí iremos.

—¿Existe la posibilidad de que necesites unas gafas?

—Kika —la aleccionó O'Connor—; puedes preguntarme Cualquier cosa, pero no lo puedes saber todo. En cuanto sepas todo sobre mí, no querrás saber nada más. Mira allí, ¿no parece un aparcamiento público?

Habían llegado a una construcción de varias plantas y forma cuadrada. Una rampa de subida desembocaba en una plazoleta redonda con un punto central ajardinado y unas plazas de aparcamiento ordenadas de un modo impecable.

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