Ella, Drácula

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Authors: Javier García Sánchez

Tags: #Histórico, #Terror, #Drama

 

A principios del siglo XVII vivió en Hungría en personaje único en su género, la aristócrata Erzsébet Báthory, también conocida como la
Condesa Sangrienta
. Durante ocho años secuestró, torturó y asesinó salvajemente a setecientas chicas.

Fanática de la brujería y del culto a la sangre, Erzsébet Báthory iba a convertirse en la mayor asesina en serie de la historia, superando incluso el récord de víctimas de Gilles de Rais,
Barba Azul
.

Ésta es una recreación novelada de su vida y sus crímenes, además de una valiente inmersión en la genealogía del mal en estado puro. Ella, y no Vlad Tepes, fue la verdadera Drácula, pues cometió, con sus propias manos, un genocidio sistemático sin parangón en los anales de la criminologia de todos los tiempos.

Javier García Sánchez

Ella, Drácula

Erzsébet Báthory

ePUB v1.0

NitoStrad
17.05.13

Título original:
Ella, Drácula

Autor: Javier García Sánchez

Fecha de publicación del original: febrero 2005

Editor original: NitoStrad (v1.0)

ePub base v2.0

A Susana,

que supo rebatirme, una tras otra,

las cinco razones de peso que le expuse

para no escribir jamás la novela.

La sangre es la vida

Deuteronomio, XII-XXIII

PARTE PRIMERA

LOS MILANOS Y EL VIENTO

Únicamente de vez en cuando le llegaba

el trajinar de los albañiles haciendo

ruidos sordos, atenuados a traves de los

muros. Salvo ésos, sólo oía los que venían

de lo alto: los milanos y el viento.

Valentine Penrose

VARANNÓ

Anochece en los Cárpatos.

Está a punto de salir la luna, y su luz se insinúa ya entre negros jirones de cielo que avanzan hacia el este como ejércitos en desbandada, vencidos. En la buhardilla situada bajo la bóveda de una iglesia, en la aldea de Lupkta-Ratowickze, un hombre tose y luego tirita bajo su jubón y la gorra de fieltro que lleva calada hasta las cejas. En el fondo sabe que no es la fiebre sino el miedo. Varios gavilanes rotan en torno a las almenas de una fortaleza próxima mientras, ahora sí, en el horizonte se perfila la silueta de una gigantesca oblea de color perla.

Se acerca a la ventana. Traza una cruz en el cristal con su dedo índice, enhiesto y tembloroso. La superficie del vidrio, empañada por la humedad, emite el chirrido del ratón cuando se sabe acorralado. El rostro del hombre se aproxima un poco más para mirar, pues las últimas luces del atardecer aún le permiten distinguir el paisaje hasta el horizonte. Aquejado de gota y de pleuresía, no le hacen falta médicos ni curanderos que le confirmen que le resta poco de vida. Sus ojos, hundidos en el cráneo por la edad y las dolencias que le corroen, vuelven a quedar estáticos en esa pequeña cruz que ha dibujado con el dedo. La cruz le da fuerzas para afrontar la emoción y la inquietud que le embargan. Tiene un duro trabajo por delante. Debe hacerlo y dejar testimonio de aquello que vio, de aquello que sabe y que hasta ahora luchó con denuedo por apartar de su mente. En vano.

Afuera los abetos son como agujas recortadas sobre las blancas colinas de las estribaciones de los montes. Parecen aguardar algo, al igual que los altos abedules. Y no. Han estado ahí desde siempre. Él, envejecido y débil, camina por la angosta estancia, encorvado entre anaqueles poblados de libros. Se ha puesto sobre los hombros una gruesa manta de lana hecha con piel de oveja. Ni el lar de fuego, cuyos troncos crepitan de vez en cuando como si se quejasen o buscaran cambiar de posición entre las brasas, ni siquiera la gruesa prenda de abrigo consiguen librarle de un frío que viene de muy adentro. Esa helada arborescente crece y crece en sus huesos, en su carne, en su cerebro, conforme va dejando que lo posean las imágenes que proyecta su memoria dolorida. Pasó toda su infancia y parte de la juventud bajo los efectos de aquello de lo que fue involuntario testigo. Entonces no oía, no veía, no hablaba, apenas pensaba, pero ya entonces, inevitablemente, no podía dejar de recordar. Como ahora. En el exterior sigue nevando.

Nieva de modo incesante, como si, resquebrajándose los cimientos del cielo, éste descargase sobre la tierra un diluvio de muerte lenta, indolora y blanca. Es un alud que, aunque no lo empapa, va ahogando el paisaje por momentos. Hacia oriente, sobre los Balcanes, está descargando una fuerte tempestad, pues se ven fugaces rasguños de plata que por un breve instante, lo que dura un parpadeo, penden anárquicamente del firmamento. En los bosques cercanos se confunden los aullidos de los lobos con el bramido del viento. Coronando sus cimas las nubes, negruzcas y abigarradas, avanzan en dirección al oeste como un rebaño de gigantescas ovejas grisáceas o, si se filtra algo de claridad entre ellas, aquello que le pareció ver antes: un desfile de guerreros con armaduras de acero, ya oscurecidas por el uso tras haber dejado a su paso una estela de destrucción.

En el Año de Gracia del Señor de mil seiscientos sesenta y tres desde el Advenimiento de Jesucristo Redentor entre nosotros, en la última semana del mes de febrero, él, János Frantizek Pirgist, hijo de Imre Pirgist, herrero de Tirgovista, en Valaquia, y de Vargha Balintné, lavandera de Bighisoara, en Transilvania, de humilde condición ambos pero devotos de la Fe hasta sus postreros días, se apoltrona en el escritorio y moja con cuidado la punta de su plumón de ánsar en el tintero de cobre y, luego de observar de nuevo la pequeña cruz del cristal, que está ya casi borrada, entorna los párpados unos instantes y suspira. Se encomienda al Buen Dios para que le dé lucidez y arrojo en su tarea, tantas veces iniciada y finalmente pospuesta, por difícil que ésta sea.

Poco tiene que contar en su historia de ese padre al que no conoció, pues fue reclutado por los ejércitos del rey Matías II de Habsburgo en sus luchas contra los turcos, más allá de las fronteras de Moldavia, y del que sabe que murió en una refriega con huestes otomanas a orillas del Dniéster, habiendo recibido, no obstante, pluga al cielo esa misericordia, la Extremaunción Sagrada en sus momentos finales, pues sabidos eran los sacrílegos y abominables desmanes que sufrían los prisioneros de guerra si eran capturados vivos por los feroces jenízaros. Casó con su madre, Vargha Balintné, siendo una adolescente, pero ésta quedó embarazada de János, que desde entonces, como una sombra, la seguiría allá donde fuese. Por un vago parentesco familiar su madre conocía a Katalyn Benieczy, a quien todos llamaban Kata, que a su vez había sido contratada para entrar como lavandera en la muy noble casa de los Nádasdy Báthory, orgullo de la nobleza húngara. Una tal Jó Ilona, de funesto recuerdo, fue quien apalabró con Kata, la lavandera, formar parte del servicio de tan ilustres señores, que poseían tierras, palacios y castillos no sólo en Hungría, sino hasta en la lejana Silesia, en Presburgo y la propia Viena.

Allí, siendo todavía un niño de corta edad, en el castillo de Varannó, János pudo ver por vez primera a quien iba a cambiar el curso de su vida. Surgió como una aparición tiñendo de color cárdeno un paisaje que hasta ese preciso momento aún era hermoso, pues el espliego se expandía por doquier, y también las fárfaras amarillas que alegraban un tanto el gredal cercano.

La vio a Ella, y eso transformó de inmediato su pensamiento. Fue allende los muros de Varannó y sus fosas atestadas de lodo. Poco antes había visto cómo unas salamanquesas trepaban por el escarpado glacis del castillo yendo a esconderse entre las rendijas de las poternas. Como si también ellas huyesen en busca de refugio en el abrojo que cubría parte del hornabeque y la barbacana de acceso al castillo. Él regresaba con un haz de leña, pues esa tarea le habían encomendado realizar junto a otros muchachos, todos varones, cuando entre la niebla que cubría la campiña apareció una egregia silueta. Era la Condesa Nádasdy, porque entonces aún nadie la llamaba por su apellido, el de la fiera casta de los Báthory, ya que su marido, el conde Ferenc Nádasdy, como otros tantos caballeros de armas, seguía vivo y en continua lid contra los infieles llegados de Anatolia que amenazaban con extenderse como una epidemia por las entrañas de la Cristiandad.

Al verla se le cayó la leña al suelo, lo que le produjo un gran azoramiento, aunque nadie se dio cuenta. Fue como una súbita ensoñación, o, para ser más precisos, como un mal sueño del que, medio siglo después, todavía no se había recuperado.

Ahora, sobre las hojas desplegadas de su pergamino, intenta recordar. Arrastra la memoria situándose en el lugar exacto en que entonces se hallaba, a escasa distancia del palenque que hacía las veces de empalizada rodeando al castillo.

Ella vestía una capa negra y larga, pero por debajo salían las enaguas de un vestido de lino blanco. Llevaba un sombrero también negro, con una pluma blanca, perteneciente a una gran ave, que hacía juego con su vestido apenas visible. A lomos de su caballo, al que se conocía como
Visar
, ella, la Condesa, montaba imperturbable, agitando de tanto en tanto una vara que movía como si de un plectro se tratase. Aquel caballo parecía un gigantesco rocín de esplendorosas crines. Piafaba de tanto en tanto, agotado tras el trote, removiendo a su paso la tierra de los eriales inmensos, salpicados aquí y allá de lentiscos, trinitarias y retama. Lejos quedaba el territorio de las frambuesas y los tulipanes silvestres, de los enebros y el laurel, y ahora de su penacho humeante salían vaharadas de sudor. Tras la dama iba otra, asimismo a lomos de un corcel. Rútila la testa bajo un casco cónico de piel de zorro, golpeaba a uno de los
haiducos
que, provistos de anchas espadas, hacían de escolta de la comitiva. Ella, la Condesa, observaba la escena con una sonrisa ausente. Nimbada de seriedad, tenía un rictus acechante esculpido en la tez. Le divertía esa escena. Conforme se aproximaba, el haz luminoso que parecía envolverla iba irisándose de púas que, aun invisibles, cortaban el aliento. Y János sigue recordando.

Se ve a sí mismo, las manos en su faltriquera y queriendo ser invisible, como eso que rodeaba a la dama del caballo negro que acabó de emitir un relincho. Se ve desviando la mirada en dirección a la berma del castillo, tan lejano como la tálea y la puerta de entrada. Imposible llegar hasta allí a la carrera sin llamar la atención. De modo que se quedó quieto como una estatua. Y recuerda.

Los milanos y el viento.

Apenas poco más se escuchaba en la llanura.

La paz verdigualda de la tarde, mecida por el siseo de las espigas al rozarse, sólo era rota por el vuelo negro y silencioso, efectuado en círculos concéntricos y cada vez más cortos, sobre unos trigales cercanos con zonas aún en barbecho. Poco antes una bandada de estorninos había cruzado sobre sus cabezas trazando filigranas sin sentido, quizá también ellos huyendo de sus negros hermanos.

Era el de los milanos un vuelo que presagiaba una noche oscura y tiznada de rumores, una de esas noches en que hasta la luna se esconde tras las esquivas nubes. Etérea danza la suya, ora rasante, ora dibujando caprichosos arabescos que parecían acuchillar la quietud del páramo.

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