Ella, Drácula (5 page)

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Authors: Javier García Sánchez

Tags: #Histórico, #Terror, #Drama

Pero en la época en que vivió Erzsébet Europa era ya un crisol en el que se fundían, o más exactamente se pudrían sin remedio, las pasiones e intereses más dispares y enconados que desde la irrupción de Lutero habían enfrentado a los países. Alemania quedó dividida en dos sectores irreconciliables. En el norte dominaban los protestantes, y en el sur los católicos, aunque lo cierto es que a partir de entonces no dejaría de desmembrarse paulatinamente. Cedió Livonia a los rusos, Estonia a los suecos y Curlandia a los polacos. A raíz de la escisión provocada por Lutero, el emperador español logró que se le condenase en la Dieta de Worms. De hecho, el propio emperador había dado órdenes para que se iniciase el Concilio de Trento, que concluyó cuando Erzsébet contaba apenas tres años de edad, pese a que su inicio y deliberaciones se remontaban a casi dos décadas atrás. Cuando concluyó el Concilio de Trento era ya demasiado tarde para frenar el avance de las tesis protestantes. Éstos habían unificado posturas en la Dieta de Espira, formando la que dio en llamarse la Liga Esmalkalda, propiciada fundamentalmente por los landgraves de Hesse y de Sajonia. No obstante, la fisura estaba creada, y la victoria católica en Gravelines y la posterior Paz de Cateau-Cambresis, por la que Francia se comprometía a no invadir territorios del norte de Italia, sólo mostraron que la Casa de los Austrias españoles, junto a sus escasos aliados centroeuropeos, tenía otros enemigos aparte de los protestantes germanos: Francia y los Países Bajos, que la hostigaban donde y cuando les era factible hacerlo. La Contrarreforma católica pudo frenar el auge del protestantismo en Austria, Bohemia, Renania y Westfalia, así como en la propia Hungría, pero a costa de debilitarse en otros flancos. La labor de los jesuitas en todas estas tierras, al igual que en Estiria, el Tirol, Carintia y Alsacia, fue enorme en su lucha frente a los prosélitos del protestantismo. A pesar de ello, en Bohemia los checos seguían las ideas de Jan Huss, odiando en extremo a la Iglesia del Papado. Erzsébet, pues, vino al mundo en el momento de mayor auge y esplendor del imperio español, pero tuvo que ser testigo del despedazamiento inevitable del mismo. Al final, secundada por Holanda e Inglaterra, Francia sería la potencia que desniveló la situación. Aguardó décadas a que la Casa de Austria se debilitase luchando contra enemigos externos para luego iniciar una feroz y prolongada lid contra ella. Eso no llegó a verlo Erzsébet, aunque sí cómo germinaba el rencor y los deseos de venganza por antiguas afrentas, derivando en lo que sería una contienda que iba a desolar Europa entera a lo largo de treinta años. Se llegó a un extremo tal en el que el propio Cardenal Richelieu, católico, ayudaba a los protestantes alemanes y de Bohemia con intención de desgastar más el poderío español, encarnado por los Austrias y la Casa de Habsburgo. Algo después, la Dieta de Ratisbona o la Paz de Westfalia no serían más que breves respiros en plena refriega, pues los enfrentamientos no habrían de cesar. Sin quererlo, la vida de Erzsébet iba a correr pareja a la época de conflictos más generalizados en toda la historia de Europa, con momentos de tregua y reanudación de hostilidades y encarnizados combates que sembraron de devastación y penuria hasta el último rincón del continente. Asistió, pues, a la desintegración de cualquier atisbo de crear, o de mantener con vida sus restos, lo que era la idea del Sacro Imperio Romano Germánico con el que soñasen Carlomagno, Carlos V y posteriormente Felipe II. Y lo hizo impávida, afirmando a menudo que su único odio, al menos en la faceta más evidente de éste, sé dirigía hacia los turcos. En realidad todo el furor y crueldad de su época fue canalizándose, desde que era muy joven, hacia un sorprendente enemigo que ella misma había creado en su mente: las muchachas que, en la flor de la edad, le recordaban que ella misma no era ya tan joven como antaño.

Si los Nádasdy tenían algo del espíritu de los bárbaros carolingios y los implacables húngaros, los Báthory presumían, en un rasgo de paganismo provocador, que en ellos latía la sangre de los dacios, de los boyardos moldavos y hasta de los salvajes turcos, de quienes aprendieron todo tipo de atrocidades. Y, como si quisieran perpetuar esa raza de monstruos, consintieron durante siglos en casarse entre ellos, para preservar así su incólume pureza contra cualquier agente del exterior. A diferencia de otras familias nobles, más afines a los Habsburgos o a los Austrias, los Báthory preferían construirse castillos de tipo militar en vez de palacetes fortificados. Esos castillos, que uno tras otro iban levantando en los espolones rocosos de las montañas, llegaron a poblar toda Hungría, así como parte de Transilvania y Valaquia. Tenían la superstición de que junto a la primera piedra de cada castillo que se disponían a construir, los albañiles debían enterrar el cadáver de la primera campesina que pasara por allí, cosa que hicieron sin el menor remilgo durante generaciones.

Al morir Ferenc Nádasdy en 1604, a los cuarenta y nueve años, su esposa Erzsébet se hizo cargo de los castillos que poseía el Conde. Entre éstos y los de los Báthory llegó a contar con dieciséis, aparte de numerosas mansiones esparcidas por todo el territorio húngaro, Presburgo y Viena. Aun así, Erzsébet se vio en la tesitura de desprenderse de bastantes posesiones, que bien tuvo que vender para seguir disponiendo de dinero, bien se vio obligada a dárselas a sus hijos.

Ella, independiente por naturaleza, nunca quiso tener descendencia, y así se lo había manifestado repetidamente a Ferenc Nádasdy, para disgusto de éste, pero las obligaciones sociales y la cuestión de sobre quién recaerían las numerosas riquezas acumuladas por ambas familias doblegaron su férrea voluntad.

Enviudó a los cuarenta y cuatro años, una edad en la que la mayor parte de las mujeres ya sienten en sus carnes el silente aleteo de la vejez.

Erzsébet, sin embargo, libre de marido e hijos, volvió a nacer. Lo hizo para aquello a lo que siempre estuvo destinada: realizar sus sueños.

Lisonjas y zalemas apenas le servían. Ella buscaba otra cosa, y para obtenerla no dudó en deslizarse por ángulos, intersticios y aristas que ningún ser humano antes de ella osó hollar. Por unos parajes inhóspitos y de pesadilla se deslizó con su andar felino y su imaginación desbordada, que sólo calmaban los arpegios de los gritos que, en sus oídos, eran como el crotorar de las cigüeñas o el zureo de las palomas. Así vivió, festoneada del dolor ajeno, entregada con fervorosa contumacia a la égida de sus perversiones, fiel a la locura de su clan, puntillosa en su pulso caligráfico a la hora de herir, agrandando paso a paso su particular
Vademécum
de la tortura. Nunca fue sumisa. ¿Cómo iba a mostrarse sosegada, pues, o simplemente libertina, cuando su albedrío la incitaba a lo cruel, a las rapacidades más absolutas, al ultraje convertido en diario alimento, una vez se supo libre?

János Pirgist, mientras va redactando hoja tras hoja, aún se pregunta, como ha venido haciendo todos estos años, si Ferenc Nádasdy tuvo indicios para imaginar aquello que en realidad era su nada dócil esposa. No una fierecilla de mujer sino una fiera despiadada. La respuesta es no. Pero por fuerza tuvo que ver pergaminos escritos con sangre de gallina negra, restos de ojos de sapo y rabos de lagarto en frascos, plumas de abubilla para conjuros y toda una colección de pequeños huesos, cada uno de los cuales poseía un especial significado en los ritos de la magia negra y el culto a las fuerzas del mal. Pero él, aun de educación religiosa, siguió siendo siempre un hombre de armas, y esas menudencias, esos signos de ritos que nunca presenció, quizá le parecieron producto de las largas, tediosas temporadas de aburrimiento y soledad por las que debía de atravesar su imaginativa esposa, y que tanto le consternaban por no poder estar junto a ella. De hecho, se sabe que él en persona enseñó a Erzsébet a escarmentar a sirvientes y doncellas que habían cometido una falta, mayormente bagatelas propias de la vida cotidiana de un castillo perdido entre bosques. Se trataba de castigos simbólicos. Unos azotes, calabozo durante varios días. Poco más.

Se cuenta que cierta tarde en la que él regresó de improviso a Csejthe vio, al entrar en el patio del castillo, a una joven sirvienta atada a un palo. Estaba desnuda y su cuerpo se hallaba lleno de moscas y hormigas. La habían untado con miel. La chica estaba desmayada de dolor y espanto. Ferenc Nádasdy preguntó a su esposa qué significaba aquello, a lo que ésta le respondió escuetamente y sin vacilar que había robado una fruta de sus aposentos.

Ferenc rió la broma, que quizá fuera de mal gusto, pero de inmediato dio órdenes para que quitasen de allí a la sirvienta ladrona. Él venía de ver muy de cerca la muerte en sus más horripilantes formas, y aquello debió de parecerle una chiquillada propia del carácter irascible de Erzsébet quien, en efecto, se aburría demasiado.

Es posible que alguien también le informase al Conde de que, en su ausencia, Erzsébet se cebaba castigando a sirvientas histéricas, a las que, para calmarlas del todo y con métodos expeditivos, hacía introducir entre los dedos de los pies papel untado con aceite, al que mandaba prender fuego. Ellas se desvanecían de dolor, lógicamente, y allí se acababan las réplicas, las protestas y los llantos. Costumbre también aprendida de los turcos, que solían ponerla en práctica con sus prisioneros antes de terminar con ellos. De saberlo Ferenc Nádasdy, calló, aunque tal vez se preocupase. En cualquier caso, no tuvo tiempo de comprobar cómo crecía esa inclinación de su esposa por torturar a las chicas del servicio. Bastante tenía él con las batallas de las que había salido milagrosamente ileso, y con las que en breve habría de librar contra gentes sin escrúpulos y en verdad feroces.

Posiblemente nunca alcanzó a imaginar que allí, en su propio castillo y en su lecho, yacía una fiera cien veces más fría y calculadora que cuantos turcos pudiese capturar. Fiera de exquisitos modales que, arguyendo siempre que aquello lo hacía a modo de escarmiento para el resto del servicio, perfeccionaba sus técnicas dejando que el furor aumentase dentro de ella como un incendio que todo lo arrasa en la floresta reseca.

La imagen de su esposa que debió de llevarse Ferenc Nádasdy a la tumba era la de una mujer extrañamente bien conservada para su edad, envidia de nobles mucho más jóvenes que ella, pero a las que ya se les agrietaba la piel y hundían los pómulos. Eso le enorgullecía, y despertaba su deseo cuando la tenía cerca. Ella, en su compañía, debió de mostrarse complaciente hasta el punto exacto de no levantar sospechas. Él sólo veía aquellas manos blanquísimas, siempre encajadas en puños dorados con borlas de seda, veía a la mujer a quien encantaba vestir prendas que tuviesen sus dos colores favoritos,
gyongy
, perla, y
bibor
, púrpura, aunque lo que de verdad le apasionaba era el contraste del negro con el blanco, que solía lucir únicamente en ausencia de su esposo. Ferenc recordaría, en los intervalos de sus batallas, a la dama elegante que mostraba siempre el largo cabello recogido en una redecilla, desplegándolo cuando se hallaban en la intimidad, a la coqueta dama que se hacía cambiar de vestido cinco o seis veces diarias. La que oía con gesto melancólico la música de Valentin Balassa o las arias llegadas de Italia y que tarareaban trovadores afeminados ante los que Erzsébet a duras penas lograba contener sus bostezos. La que se hacía leer a Brantôme, al Aretino y a Boccaccio. La que vivía rodeada de músicos que tocaban para ella con frecuencia en interminables fiestas. La que decía amar el murmullo de los cedros y las acacias cuando son lamidos por la ventisca, los crisantemos y los petirrojos, los vestidos de organdí y las miniaturas biseladas, el sonido de vitelas y urracas taladrando con sus picos la madera, el perfume de violetas, los acantos con motivos florales, los mirtos y el almíbar, las tulipas de mayólica y las piezas de porcelana, las mamparas de damasco y el silbido del cierzo, los ambarinos arcángeles dibujados en jofainas y los abalorios de ónice y nácar, los pañuelos de muselina y los relicarios hechos de ágatas, el olor de las piñas y la caoba, los tapices gobelinos y la hiedra trepadora, los almiares rebosantes y las inalcanzables cimas, el aroma de los heniles y las flores de lavándula, la que incluso le ofrecía compotas de achicoria, ciruela y las más ricas especias, hechas por ella misma para él, la que encendía lámparas de mirra y le decía ternezas al oído, la que alguna vez le pidió que le pusiese un estanque en el patio del castillo, con cisnes y nenúfares, aquella a la que se le ponían los ojos de color avellana en las horas azules de ciertas tardes en las que él reposaba en su lecho, la que recogía arándanos, peonías y rosas silvestres en sus excursiones por los campos, en primavera, la que bajo su inseparable cofia castellana cuando no estaba de fiesta procuraba estar al tanto de lo último en la moda de Viena o Praga, e imitaba signos de distinción propios de los Valois parisinos, la que vestía camisas de lino blanco como la nieve y corpiños en pico, la que no hablaba nunca a gritos ni hacía gala de modales bruscos, siendo recatada en las comidas o con el delicioso vino de Eger. ¿Cómo iba a sospechar Ferenc lo que tenía a su lado?

Sí, también era la noble emparentada con los reyes de Polonia y Transilvania. La que bailaba con corrección, pero demasiado rápido, para turbación de sus damas de honor. La que se encerraba largas horas en su dormitorio tapizado de negro y verde, actitud de la que algunos pensaron, durante una época, se debía a la oración o a la añoranza que sentía por la ausencia del esposo y la lejanía de sus hijos, de quienes uno a uno había ido librándose de manera que pareciese cosa normal, designios de la vida.

En realidad poco o nada pudo saber el bravo y tosco Ferenc Nádasdy antes de su muerte de esa otra simiente oscura que latía en el pecho de Erzsébet, y que ésta, en presencia suya, procuraba evitar en lo posible. Nada de su narcisismo lunático, ni de su veneración enloquecida hacia el cuerpo celeste que ilumina las noches, pálido como su rostro. Nada o poco sabría Ferenc de ungüentos y cremas que ella se hacía elaborar secretamente, ni de la finalidad de sus galopadas por los bosques, sola o acompañada únicamente de sus más fieles servidores. Ni que leía a escondidas el
Opúsculo de los secretos de la Luna
. Nada o poco de sus frecuentes migrañas y jaquecas, para las que se hacía tratar con esponjas untadas de adormidera y algodón extraído de juncos de un pantano próximo. Esos dolores de cabeza y ojos eran algo característico de todos los Báthory, de quienes a sovoz se decía que padecían, como castigo divino a su congénita maldad, la enfermedad de la epilepsia. El propio rey de Polonia, Esteban, la sufrió hasta extremos indecibles. Tampoco pudo saber Ferenc de los escarceos de su esposa con cierto amante llamado Ladislav Bende, que desapareció misteriosamente tras correr rumores de aquella relación. Se dijo también que tuvo un hijo con un campesino del que se encaprichó, y al que luego habría hecho matar por dos de sus más leales
haiducos
, con alguno de los cuales también se le imputaban relaciones carnales. Esto es incierto, pues siempre la atrajeron las muchachas. Un primo suyo, el Palatino György Thurzó, parece que estuvo enamorado de ella, aunque siempre la temió. Mucho iba a tener que ver este noble en el decurso de los acontecimientos venideros. Decían asimismo que una noche Erzsébet hizo subir a su dormitorio a un lacayo de nombre Jezorlavy Istok, que, despavorido, huyó súbitamente de Csejthe, dejando allí incluso sus escasas y humildes pertenencias.

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