Tampoco Májorova conocería nada de todo ello. Ésta vivía siempre pendiente de discernir los distintos procesos de maceración de las plantas solanáceas, de extraer su máximo potencial a la
alraum
, conocida como mandrágora, a los acónitos, a la cicuta y la resina del
cannabis
de Anatolia. Además de preocuparse porque su propia vida no peligrase, claro está.
En cuanto a Erzsébet, Pirgist no se la imaginaba leyendo tales libros. Su preocupación era de orden mucho más rutinario. Ella tenía que llenar casi a diario los calabozos de Csejthe, que tardaron casi medio siglo en construirse y en los que murieron cuatrocientos presos turcos, luego de trabajar en ellos durante su cautiverio. Ella veía con preocupación cómo día a día se le estropeaba, como ya ocurriese en la Casa Harmish de Viena, su querida «Doncella de Hierro», ese modelo que imitaba el que pudiese ver en el castillo de Dolna Krupa, perteneciente al duque de Brunswick.
Como era de prever, la sangre había acabado por oxidar ese siniestro mecanismo. Chirriaban los goznes, no encajaban correctamente las puertas. Pero, mientras pudo sacarle partido, lo utilizó de manera constante y tal como Ezra Májorova le había indicado que hiciese, colocándose bajo el artilugio y siendo bañada por la sangre de la sacrificada que estaba en su interior, a la que los clavos dejaban como un acerico de coser. La sangre le caía a borbotones, salpicando su vestido, su piel, su cabello, todo su cuerpo.
Mas era mucha la sangre que se desperdiciaba en esa operación, yendo al suelo o quedando coagulada entre los hierros del aparato. Entonces, mientras le chorreaba el líquido rojo, Erzsébet parecía calmarse un tanto. Miraba al vacío, ausente, impasible ante los gritos de dolor que la máquina provocaba en sus víctimas. Sólo para darse esas duchas de sangre se quitaba la pequeña bolsita de cuero que siempre la acompañó, y que pendía de su cuello. Ella la tocaba a cada instante, como invocando algo en silencio. Allí habría miembros de cualquier animal, que precisamente la bruja de Miawa conjurase tras una ceremonia secreta a la que ni Dorkó, Jó Ilona o Ficzkó pudieron asistir, siquiera en calidad de mudos espectadores.
Erzsébet vivía obsesionada por su interminable lista con nombres de muchachas traídas desde lejanas regiones del país. Pero iba tachando sus nombres con más frecuencia que añadía otros. Y ello, a pesar de que siempre disponía de un buen número de ellas «en conserva» abajo, en los calabozos, la sacaba de quicio. Eso y la certidumbre de que era necesario dar un paso más. Conseguir chicas de sangre lo más pura y noble posible, algo a lo que estaba plenamente dispuesta pero que a la vez le producía un obvio resquemor. Porque Májorova ya la había convencido de que hacía falta más sangre, mucha mas. Como su «Doncella de Hierro» estaba prácticamente inservible y había sido olvidada en un rincón de aquellas improvisadas salas dedicadas al suplicio, no bastaba con dejarse mojar por la sangre, sino que era imprescindible bañarse en ella. Bañarse se traducía en muchos más litros de sangre de los que hasta ahora obtenían.
En ello, y no en los libros de médicos, debía de tener Erzsébet puestos sus pensamientos. La posibilidad de bañarse literal e íntegramente en sangre de doncellas, la sacaba al menos de su enfermiza abulia y de la mera cotidianidad de las torturas que en sí mismas empezaban a cansarle. Necesitaba emociones nuevas, fuertes, para así sentir otra vez el clamor de su identidad, que se desvanecía por momentos sumiéndola en una especie de niebla. Además, el aspecto de su piel no mejoraba, más bien al contrario: seguía su proceso de imparable deterioro.
Por mucho que intentase disimular, la desesperación estaba apoderándose de ella. Porque también Erzsébet tendría sus propios secretos, sus dudas, como János Pirgist, quien, mientras prosigue en su ardua tarea de relatar aquellos hechos, va posponiendo ciertas cosas para cuando se sienta con fuerzas. Sólo así llegará a mencionarlas.
Es demasiado lo que seguía impresionándole aquello que pasó como para centrarse en lo que él mismo llegó a saber, por atroz que eso fuese. Le perseguían esas otras imágenes de campos sembrados de anónimas, humildes tumbas, donde yacían tantas pobres vestales sin nombre. Para ellas nunca hubo túmulos ni mausoleos, ni siquiera exequias para honrar sus muertes. Le impresionaba, aún, esa otra imagen de Erzsébet paseando por su habitación tapizada de
askamiet
, un tipo de damasco particular, entre candelabros de bronce permanentemente encendidos y lámparas de plata en las que ardía aceite de jazmín para que se fuese el penetrante olor que en todo momento la acompañaba, pues dicen que la sangre, cuando mana en abundancia, se instala en las fosas nasales como ninguna otra sustancia. Allí sólo se oiría el tintineo intermitente de sus pulseras de esmalte engarzadas de perlas. Allí, limícola, contumaz y perpetua huésped en el lodo de su amoralidad, artesana en el oficio de lacerar, maestra del ludibrio y el tormento, también ella llegaba a su propio límite. Deambulando en el aire enrarecido de esa habitación entre enormes armarios de roble negro, no miraba ya su gaveta llena de alhajas, del mismo modo en que había dejado de interesarle el estado de los viñedos y de los pastos que abarcaban sus tierras. Ella paseaba a lo largo y ancho de aquel lujoso aposento como si lo hiciera por un infame tabuco sin apenas luz, ya casi nunca con sus vestidos de mangas abullonadas y los ceñidos corpiños sobre jubones de color granate, dejada de lado su gorguera o la valona que antes dejase caer sobre su espalda, desde los hombros, con tanta donosura. Aventajada aprendiz de bruja, experta en afrodisíacos, infusiones y tósigos, ya poco tiempo le dedicaba a esas tareas. Ahora, además de matar, sólo pensaba. Pensaba durante horas y horas. Quizá recordase cuando, siendo casi una niña, precisamente en Erdöd, donde algunos Báthory se habían reunido con sus familiares Somlyó para celebrar juntos la Natividad, ella hizo por última vez algo que anteriormente había puesto en práctica, siempre con excitantes resultados. Cogía de debajo de las piedras una escolopendra, gusano de múltiples patas y que llega a tener la extensión de una mano abierta. Sabía cómo cogerlas para que no le picasen, pues esos anélidos poseen una picadura muy venenosa. Las cogía con delicadeza por la cola y la cabeza. En cierta ocasión en que una de sus primas Somlyó estaba despistada, ella se le acercó por detrás y le dijo: «Si quieres que te ponga un bonito collar, cierra los ojos». La otra, entusiasmada, contestó afirmativamente. «De acuerdo, te lo regalo», añadió la niña Erzsébet sosteniendo entre sus manos aquel repugnante gusano. Y se lo colocó en torno al cuello. La mala fortuna hizo que la escolopendra fuese escote abajo, provocando un ataque de nervios a su prima. Fue duramente castigada por ello pero, como siempre, no le importó. Rosas silvestres con espinas para sus primos, collares agusanados para sus primas. No era ambiguamente perversa. No era decididamente mala. Era cruel, sin fisuras.
Pero ahora Erzsébet se debatía en sí misma, encolerizada por no ver resultados prácticos, negándose a reconocer aún que no podía haber milagros, y menos con ella.
Tal debía de ser su desesperación que, por aquella época, dejó escritas varias plegarias de índole difusa, presumiblemente conjuros que la bruja de Miawa le habría dictado. Pero en esas plegarias, al final, y ello demostraba que su mente había llegado a la escisión máxima, todavía se atrevía a escribir, con su letra pequeña y pulcra, la invocación:
«Santísima Trinidad, protégeme».
Ya no quedaban niñas en las alquerías. Ni pastorcillas cuidando de sus rebaños en el sotobosque y los prados.
Todo alrededor de Erzsébet se desmoronaba.
Y lo hacía con mansedumbre, sin apenas estruendo. Sólo los gritos de aquellas chicas, algunas noches, indicaban que en su entorno aún latía la vida. El viejo mundo ya no le servía, y las mas intrincadas invocaciones no acudían en su ayuda. Ella, la hija de Jorge y Anna, de los Báthory y los Ecsed, ella, descendiente de los Báthor dacios, ella que en su propio apellido llevaba inscrita la alusión a su feroz valentía, se sentía ahora sola, acorralada.
Había subido hasta lo más alto de un glaciar y allí, en la nieve de sus pensamientos convertidos en polvo de locura, desafió al cielo. Pero bajo sus pies se estaba produciendo el alud, y Erzsébet rodaba cuesta abajo en una caída imparable. Por eso, durante cierto tiempo, redujo sus movimientos a lo esencial. De sus aposentos en el piso superior de Csejthe a los lúgubres sótanos, ruta sólo interrumpida por repentinas decisiones de ir a uno de los castillos que aún poseía, como el de Száthmar, cerca de los Grandes Cárpatos, donde antaño vivieran sus antepasados más ilustres. Nunca olvidaba llevarse, en esas incursiones, su tesoro portátil, su botín humano.
El
hrad
de Száthmar estaba situado en el nordeste, sobre un enorme espolón de piedra gris. De hecho también Erzsébet huía de Csejthe, pues se sentía repentinamente agobiada por la atmósfera opresiva que reinaba en aquel lugar del que ella era única tirana. Allí por donde pasaba o había estado quedaba el inconfundible olor de sangre. Entonces, al igual que necesitaba sangre más pura, también creía necesitar un aire más puro y limpio.
De camino hacia Száthmar pudo observar desde su carruaje a los alfareros con el tabenque, a los campesinos moliendo grano en los umbrales de sus chabolas, y algunos niños vigilando el ganado, y a otros en solitarias granjas. Pero nunca niñas. Maldijo una y cien veces su suerte. ¿Es que ya no nacían niñas en aquellas tierras?
Era parcialmente cierto. Quedaban pocas, y a éstas procuraban esconderlas cuando se enteraban de que por allí se disponía a pasar la Señora. Sólo le quedaba, pues, observar con detenimiento el paisaje y lanzar miradas a la otra carroza, en la que iban provisiones en forma de criadas. Tendría que apurarlas al máximo, ya que de lo contrario pronto se quedaría sin nada. Siempre que salía a cualesquiera de esos castillos construidos en el estilo gótico que idearon los cistercienses, pensaba que iba a quedarse unas semanas o meses. Llevaba consigo unas decenas de muchachas. Así que, si controlaba su hambre, posiblemente podrían durarle todo ese tiempo. Pero al cabo de unos días ya no había muchachas, y su malestar y aburrimiento crecían. Entonces ordenaba un fulminante regreso a Csejthe, donde a fin de cuentas, y pese a que era allí el sitio en el que más rumores corrían sobre ella, se sentía más protegida.
Los recursos pecuniarios estaban agotándose, tributos y gabelas no eran suficientes, y aunque lo deseaba con todo ahínco, no podía suprimir el pago anual que efectuaba a la Iglesia. Pirgist sabe de una carta que en tono sorprendentemente humilde Erzsébet escribió a Ruprecht Ellinsky, consejero áulico del rey Matías, en la que le pedía dinero alegando que las cosechas y el ganado de sus tierras no le daban para vivir como una dama de su alcurnia requería. En términos de tamaña desfachatez estaba redactada aquella epístola al
Spectabili et Magnifico domino Ruperdo ab Ellinsky, Cesar Regio Mattis Consiliario
. Era el año 1605 y la petición no obtuvo respuesta. En efecto, el viejo mundo se venía abajo, perdiendo todo su sentido. ¿Cómo era posible que ni siquiera se dignasen responderle, aun dándole vanas excusas, a ella, una Báthory?
Su instinto le decía que estaba cayendo por el glaciar, y que al final de la caída sólo había agua pantanosa. Al final únicamente estaba la ciénaga. Pero también se equivocó en esto. Ya estaba en la ciénaga, nadando atolondradamente en aguas oscuras, dando inútiles manotazos en el vacío, sorteando a duras penas los remolinos que tiraban de ella hacia el interior de un inmundo lodazal. Era ella quien llevaba la ciénaga en su sangre, cada vez más impura, cada vez más vieja.
Poco quedaba de su pasado que pudiese servirle. Ya no había largas cabalgadas nocturnas en soledad, deteniéndose en el calvero de algún bosque, mirando fijamente una luna que había empezado a no serle favorable. ¿Es que Lilith y su materna sombra ya no la alcanzaban? ¿También su favorita de entre las deidades le daba la espalda?
Ya no se detenía en mitad del campo, a recoger tréboles, camomila o arándanos, ni abrótano, ni borraja, ni áloe para zumos o brígulas para cataplasmas. Ya nada le importaba el azafrán o las peonías, las grosellas, los arraclanes o el tusilago pues no había manjares que degustar ni primos a los que herir, ni que donde ella estuviera ardieran constantemente teas y antorchas o cirios sostenidos en aparatosos candelabros que últimamente eran su única compañía. Ni los masajes con ajos y agua de ternera. Ya no se hacía acompañar a todas partes por su inmenso espejo negro en forma de
bretzel
, pues esa imagen vagamente difuminada le recordaba otro tipo de infinito distinto al que ella aspiró siempre. Ya no se hacía peinar con tanta frecuencia como antes, pues la angustiaban lo indecible la aparición de nuevas canas aquí y allí, al principio sobre las sienes, luego ya por toda la superficie de su cabeza, y que sólo los más poderosos tintes lograban disimular. Lo harían durante una breve temporada. Ya no almohazaba sus cabellos con tanta asiduidad, no le preocupaba el estado de las sisas de sus anchas mangas, ni el desgaste de sus queridos corpiños, ni sus antaño favoritos vestidos de terciopelo. Ahora vestía casi siempre de negro. Empezaba a resignarse. Aunque ella no lo sabía, estaba de luto por sí misma.
Nada le importaba la montería, la equitación o la cetrería, que años atrás practicaba con agrado. Envuelta en gruesas pieles de lince, hundido el rostro entre sus hombros cada vez más enjutos, lo miraba todo con desidia e inquina, dejándose mecer por el vaivén de su carroza. Miraba los pinos y los trigales, miraba los chopos y el ondular acuoso del centeno que mueve la brisa.
Sencillamente un buen día decía con voz ronca:
—
Szrentnek oda menni
… —«Quiero ir allí», en referencia a tal o cual castillo, y todo debía disponerse de modo precipitado para el viaje. Ropa, alimentos, chicas. Luego se cansaba y volvía tan de improviso como decidió partir.
Es posible que en esa época volviesen a ella imágenes de su pasado. Es posible que pensara en sus dos aventuras con hombres, aquellos Jezorlavy Istok y Ladislav Bende, que desaparecieron no dejando rastro alguno, seguramente acosados por el pánico de lo que tan sólo llegaron a entrever: a su Señora mordiendo como una perra desesperada a indefensas criadas a las que había mandado introducir en su lecho, incluso atacándolos a ellos mismos en mitad de sus revueltos apetitos carnales. No fue ella quien los hizo desaparecer, aunque sin ningún género de dudas habría terminado por hacerlo en un plazo muy breve de tiempo. Pero con los hombres nunca acabó de atreverse, y la prueba era ese taimado Ficzkó, que la acompañaba doquiera fuese. Ella amaba y odiaba a las mujeres, a partes iguales. Por los hombres debía de sentir el respeto secular que le habían inculcado los Báthory. Todo hombre podía ser dos piernas y dos brazos para luchar contra los turcos y eso no lo olvidaba. Pues Erzsébet adoró siempre la fuerza y la violencia, algo consustancial a ellos. En cambio las mujeres, nacidas para seducir y pervertir, no hacían otra cosa que prepararse media vida para gustar a los hombres, pasándose la otra media cuidándolos y soportándolos. A ellos y a los hijos que las obligaban a tener, bien lo sabía. Por eso las aborrecía, aunque la atrajesen, porque poseían la juventud que a ella se le escapaba como agua entre las manos.