Muchos creían que sólo el fuego podía acabar con aquella locura. Pirgist no pensaba lo mismo. Él, que conocía el poder de ciertas plantas por haberlas probado, así como la fantástica credulidad de gentes de toda guisa, desde el pueblo llano a la aristocracia, y también de sus ancestrales miedos y supersticiones, seguía pensando que la tortura y la muerte nunca debían producirla las autoridades ni la ley, siquiera en el nombre de Dios. Nunca en el nombre de Dios. Para eso, para quemar, torturar y matar, ya habían nacido seres como Gilles de Rais o Erzsébet Báthory. Antes la reclusión, el destierro o el adiestramiento paciente en la piedad. Antes darles nuevas oportunidades de regenerarse que acabar con ellos mediante la violencia, que a fin de cuentas no era sino una forma de fanatismo, tanto o más despiadada que la de los propios fanáticos.
Así que, en esos períodos de relativa calma, en espera de que le sobreviniese una nueva crisis, Erzsébet leía, enclaustrada en sus aposentos del piso superior de Csejthe. Si pudo o no leer alguno de dichos libros referidos a la brujería, eso es algo que János se resignó hace mucho tiempo a desconocer. Pero deducía que por fuerza tuvo que saber de su existencia, si no sumergirse en su lectura. Aunque, y de ello está completamente convencido, si los leyó sólo contribuirían a enardecer más aún sus ya de por sí exaltadas fantasías.
No era joven, pero seguía siendo muy bella, pese a que su hermosura, envidiada por otras nobles de menor edad que ella, apenas le sirviese. Se movía por el castillo con la flexibilidad y armonía de los gatos. Y, en los acontecimientos públicos a los que debía asistir por su condición de viuda del Conde Nádasdy, siempre hizo gala de su innata elegancia. Pero ya casi no paseaba por lugares del castillo que no fuesen su estancia o los siniestros calabozos que desde hacía años no se usaban como lavaderos. Se había convertido en lucífuga, y su medio natural eran las sombras. Huía de la luz, acaso por no comprobar, ni en sí misma ni en la observación de los otros, los devastadores efectos del paso del tiempo.
Y János, muy niño todavía, no dejaba de observar y oír, pese a su firme voluntad de no hacerlo más. Era imposible evitar aquello porque, si en una ciudad casi todo termina sabiéndose, y lo mismo sucede en una pequeña villa o una aldea, también en el castillo de Csejthe se sabía todo y todos sabían, aunque se negasen a admitirlo. El clima de tragedia podía respirarse en el ambiente, y quienes por allí pululaban lo hacían con la vista agachada y premura en el andar, para no tener complicaciones. Por eso él, más que nunca, se escapaba en cuanto le era posible, dejando atrás rincones oscuros y pasillos sin fin, en busca del aire libre. Pero hasta allí, en pleno campo, le resultaba difícil olvidar.
Entonces fijaba toda su atención en los nomeolvides, precisamente en esas flores que mezcladas entre el orégano y la lavándula formaban una alfombra multicolor salpicando la exuberante hierba. O se sentía absorto, siquiera por momentos, observando el vuelo de los pinzones y las cornejas o las abubillas. Contemplaba sin pestañear las lucubraciones aéreas de las vistosas cetoínas, de los moscardones de color verde metálico, de los saltamontes de torso ocre y movimientos inesperados, de las libélulas que se suspendían en el aire, imponentes y azuladas, o de las avispas como minúsculos tigres voladores de dudoso humor, y a las que por esa misma razón era conveniente no molestar. Y cuando le acosaban malos pensamientos, cogía endrinas y se las comía, pese a su amargo sabor.
Todo menos permanecer bajo las erosionadas bóvedas de Csejthe, donde en cualquier instante podía producirse un desagradable sobresalto. Allí la espantosa rutina no modificaba en absoluto su calendario. Allí seguían los rastros de serrín y ceniza por todos lados, y las carreras apresuradas en plena noche, y aquellos gritos ahogados que se prolongaban hasta la madrugada, y a los que, aunque parezca mentira, los habitantes del castillo se habían acostumbrado.
Allí seguían trabajando sin descanso las tenacillas de plata, las tijeras de acero, los punzones, las agujas de diverso tamaño y grosor.
Erzsébet, a la vuelta de Száthmar, estaba animada porque había logrado apresar a varias chicas, conseguidas a última hora, y meses después, tras la boda de Judith Thurzó con András Januchic, también llegaron algunas muchachas al castillo. Su despensa volvía a estar repleta.
Y de nuevo se montaba la cruel pantomima. Primero transcurrían unos días en los que nada ocurría. Así las jóvenes cogían confianza y, caso de que hubiesen oído algún rumor, ya en el castillo pronto lo olvidaban, no dando crédito a esas habladurías, o no queriendo dárselo. Incluso sonaba música en tales ocasiones. Las melodías surgidas de los laúdes, las zanfonias, los
kobozs
y de los
taragatós
aplacaban ciertos recelos. Sencillamente, llegaban a pensar, la Condesa era muy estricta en sus deseos, y a veces sufría accesos de cólera, pero poco más. Para ellas bastaba con cumplir lo ordenado y pasar lo más desapercibidas posible.
No obstante, cierta noche, una criada de las nuevas hizo daño a la Señora al quitarle la redecilla de perlas que llevaba a modo de cofia. Empezó recibiendo un bofetón. Todos sabían lo que iba a suceder después. Hubo carreras, golpes, patadas y arañazos. Se oyeron los primeros gritos de súplica demandando perdón.
Erzsébet quería contenerse, aunque fuese por alargar un poco aquel suculento botín del que ahora disponía, pero era superior a sus fuerzas.
Empezó la selección de chicas, que iban de una estancia a otra, y de ahí a los calabozos. Transcurría así largo rato, decidiendo quiénes sí y quiénes no, para angustia suprema de todas. Dorkó, que siempre se dirigía a ellas en dialecto
tôt
, lo entendiesen o no, les recriminaba su negligencia, excitada también ella no sólo por el
schnapps
ingerido sino por lo que iba a venir y en lo que casi nunca se equivocaba. Y se iniciaba la sesión.
Erzsébet mandaba, como era habitual, tenerlas maniatadas y sujetas a fuertes correajes. Golpes de fusta, de nuevo el atizador de la chimenea. Entonces les cortaban la piel entre los dedos de las manos o de los pies, cercenaban orejas y labios. Eso lo hacían dividiéndolas en grupos reducidos, mientras el resto permanecía algo alejado. A pesar de ello oirían los alaridos de sus compañeras. Con alguna de las elegidas se iniciaba un juego sexual por parte de Erzsébet, pero pronto se cansaba y volvía a exigir que les cortasen con una afilada navaja de afeitar en ésa o en esa otra parte de sus cuerpos. «Aquí». «No, corta ahí debajo», y así hasta que volvían a desmayarse. Otra vez la rutina de espabilarlas un poco, porque a la Condesa le enfurecía, sobre todo, trabajar en cuerpos inertes. Ella seguía queriendo oír los gritos.
Después llegaban los pinzamientos, fuese con agujas o pequeñas cuchillas que a tal efecto tenían dispuestas. Y chorreaba abundante la sangre. Sabía qué venas y qué arterias cortar para que esa sangre manase de tal o cual modo. Toda la sangre era recogida mediante un canalillo que iba a desembocar en sendos cubos que, a su vez, eran calentados de modo constante con un escalfador de barro. De ahí se vertía en la bañera que Erzsébet se había hecho instalar en un lugar de los antiguos lavaderos, junto al sillón desde el que presenciaba las torturas. Se reservaba para el final, cuando veía que las chicas estaban ya inconscientes, el momento de cortarles las venas de los brazos y las que pasan por el cuello. Entonces los borbotones eran más copiosos. Finalmente se desnudaba y, tranquila, pues los gritos habían cesado, se introducía con lentitud en la bañera repleta de sangre, que también tenía un escalfador con brasas debajo, a fin de mantenerla siempre a una temperatura elevada. Así podía permanecer por espacio de una hora, quizá dos, tal y como Májorova le había indicado.
Sin apenas moverse, con su cuerpo hundido en sangre hasta la barbilla, entornaba los ojos y hasta llegaba a adormilarse. Para ese instante, cuando decidía salir de la bañera, ya debían haberse llevado a otra parte los cadáveres de las muchachas. Pero tanta sangre acumulada sólo le servía durante unos pocos baños. Dos, tres a lo sumo, ya que se empezaba a deteriorar rápidamente. La utilizaba la noche siguiente, nunca más de ese tiempo, pero en esa segunda noche, a sabiendas de que la sangre debería ser desechada de inmediato, procuraba permanecer más rato en la bañera, en un intento de apurar en lo posible el tesoro robado a sus víctimas.
Era consciente de que no todas las noches podía llevarse a cabo el ritual de la bañera, pues en los calabozos el número de chicas empezaba a menguar de forma ostensible. Así, iba alternando puntuales torturas con lo otro, de manera que siempre estuviera ocupada. Seguía poniendo en práctica un ardid que casi nunca le fallaba: hacer que las muchachas se peleasen entre sí, prometiendo el perdón a las vencedoras. En otras ocasiones las obligaba a realizar actos obscenos entre ellas, que miraba con atención pero sin alterarse. Hasta que, harta de la actitud de las jóvenes, a quienes el pavor podía más que su capacidad teatral para fingir un deseo y una lascivia que no sentían, volvía a los golpes y los suplicios.
Sus inclinaciones se habían ido modificando ligeramente con los años. Si antes le gustaba azotar, quemar o mutilar sin más, ahora, y mientras no se tratase de extraer la mayor cantidad posible de sangre de las chicas, prefería cortar y coser, ordenando en todo momento la manera precisa con que deseaba que lo realizasen sus cómplices. Uno de sus mayores placeres consistía en prolongar determinado tormento de modo que las jóvenes tuviesen que gritar incesantemente. Entonces ella, con mirada de batracio, helada el alma, pedía:
—¡Selladle la boca!
Sencillamente eso. Era el momento en que entre Dorkó, Jó Ilona, Ficzkó y Májorova emprendían la tarea de coser con hilo o alambre las bocas de las desgraciadas que, por lo general, y presas del dolor, deshacían una y otra vez aquellos crueles zurcidos en su carne y en su piel, desgarrándose de nuevo, con lo que era necesario volver a empezar. Y la marea de gritos y sacudidas no cesaba hasta que una de ellas perdía la vida. Entonces iban a por otra, y así sucesivamente. También a éstas las desangraban con pulcritud y paciencia, pues nada de sangre debía perderse. Durante un par de días Erzsébet podría tomar sus queridos baños.
Todo aquello, que llevaba ya bastante tiempo sabiéndose en el interior del castillo, aunque sin detalles, circulaba por el pueblo de Csejthe en forma de sólido rumor. El pastor Ponikenus, alarmado, dio un paso adelante, algo que hasta la fecha nadie se atrevió a hacer. Durante varias semanas estuvo tentado de escribir una carta a Elías Lanyi, superintendente de Bicsé, a quien conocía por haber permanecido él en dicha parroquia varios años. Pero temió que le tomasen por loco o que la misiva nunca llegara a su destino. Así que, haciendo acopio de valor, decidió ir él mismo hasta Presburgo para elevar una queja formal de sus terribles sospechas.
Mas, si él acechaba a la loba, la loba también le acechaba a él. Ponikenus fue interceptado en la localidad de Trnava por los
haiducos
más fieles de Erzsébet, y devuelto a Csejthe de inmediato. Ponikenus negó rotundamente ante la Condesa lo que en realidad se proponía hacer, pero ella ya no se dejaba engañar. No podía tocar a ese miserable, pues le protegía la Iglesia, pero tampoco iba a permitirle que se moviese del límite territorial de Csejthe o la comarca. Dio órdenes precisas al respecto. Posiblemente le amenazó de muerte, con lo que Ponikenus se vio en la obligación de permanecer quieto y a la espera de una nueva oportunidad, que tarde o temprano habría de llegar, pues el Todopoderoso no podía estar demorando tanto ese momento. Así que, como todos en aquel lugar, callaba y rezaba. Al menos a él, como sucediese con su antecesor, el anciano y temeroso padre Berthoni, no le pedían ya que enterrase cuerpos en sitios diversos de los campos. Él había visto con sus propios ojos, y por casualidad, restos de varias decenas de cadáveres enterrados en cal viva junto a la cripta que en el castillo tenía el noble Országh, antepasado de los Nádasdy. Llevaban ahí varios años, pero los vio. Y calló.
Si allí todos callaron durante tanto tiempo ante aquella situación, ¿por qué no había de hacer lo propio János? ¿Por qué? Sigue debatiéndose aún ahora entre contar lo que verdaderamente sabe o guardárselo para sí, como hizo a lo largo de más de medio siglo.
Pero no, se dice en un arrebato de indignación, ya pasó el momento de callar. Y, tras respirar hondo, se dispone a dar testimonio de otro hecho que le afectó directamente y que, desde entonces, ni siquiera a Kata o a su madre se atrevió a comunicar.
Sería el otoño de 1609. Él estaba cierta tarde jugando con un perrillo que alguien dejó en Csejthe, maltrecho porque un carro le había aplastado una pata. Pese a su cojera, el animal se movía con increíble soltura, y János le cogió pronto cariño. Aquella tarde el perrillo se le escapó, yendo por pasillos que él nunca había pisado. Estaban en una parte de Csejthe a la que nadie debía acceder, so pena de un tremendo castigo. En su candor, y por completo desorientado, János siguió al perro, que una y otra vez se le escapaba cuando ya casi lo tenía agarrado. Fue así como llegó hasta un lugar en el que oyó gemidos. Provenían de detrás de una puerta que estaba mal cerrada. Sólo tuvo que escuchar atentamente y, pese a su miedo, impelido por la sorpresa y la lógica curiosidad, empujar un poco la puerta.
Allí había tres chicas amordazadas y cubiertas tan sólo por unas gasas. Era lo que quedaba de sus vestidos desgarrados. Medio muertas de frío e inconscientes, dos de ellas estaban sentadas en el suelo, con las cabezas caídas. János vio que tenían algo en la boca. La tercera, sin embargo, había logrado expulsar aquello que le introdujesen hasta taponarle la garganta: estopa. Era ella la que gemía con un hilillo de voz. Elevó su rostro hacia János y, por un momento, esbozó una sonrisa. Él le preguntó si le habían hecho daño.
—Eso no importa ahora —le contestó la muchacha, que tenía una larga y desmañada melena rubia cayéndole sobre los hombros.
János hizo ademán de huir de allí a toda prisa, pero la chica le detuvo diciéndole en un susurro:
—¡No, espera, por favor… no te vayas…!
La débil luz de una antorcha permitía ver a duras penas aquella estancia. János se asomó al pasillo. No había nadie. Todo estaba en silencio. Entonces la chica le pidió algo:
—Pequeño, mi nombre es Mirta… —Fue a decir algo más, pero movió la cabeza como si acabase de pensar en lo inútil que era explicarle todo aquello a un niño asustado. Al poco continuó—: Me llaman así, Mirta, desde que tenía tu edad… y quiero pedirte un favor.