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Authors: Javier García Sánchez

Tags: #Histórico, #Terror, #Drama

Ella, Drácula (34 page)

Otra vez se sintió en lo alto del glaciar que lentamente se desplomaba sobre ella en forma de alud. Intentó urdir una estratagema que la librase de esas visitas que por nada del mundo deseaba, pero empezaba a ser ya tarde para todo. Sus relaciones con el pastor Ponikenus eran inexistentes, y por esa misma razón fuente de todo tipo de habladurías que en absoluto la beneficiaban. La tensión subió a su nivel máximo cuando éste se negó a acudir al castillo para dar la Extremaunción a una vieja criada que trabajó siempre en los lavaderos, con Kata. Que fuese bajada al pueblo y allí le darían cristiana sepultura, dijo Ponikenus. Aquello encolerizó a Erzsébet, aunque también, y pensándolo mejor, era conveniente que el odiado Ponikenus no pusiese sus pies en el castillo.

La vieja lavandera fue enterrada en el pequeño cementerio de Csejthe, pero el hecho, como era de prever, disparó los rumores. El enfrentamiento entre el pastor y la Señora parecía ya abierto y sin tregua. En el fondo era una lucha a muerte, a ver quién daba antes un paso en falso. Simultáneamente, Kata mostraba un enorme nerviosismo. Había oído lo de las visitas que se esperaban para la Navidad, y aunque faltaban algunos meses para esas fechas, ella tenía el convencimiento de que algo habría de ocurrir en tal evento. Era imposible que personas ilustres visitasen Csejthe y siguieran no queriendo darse por enteradas de cuanto sucedía allí. Mientras, Erzsébet hablaba de ir a un castillo o a otro, pese a que se desdecía casi de inmediato de su anterior decisión. Realmente no sabía cómo obrar para que las cosas continuaran pareciendo normales. No lo eran.

Entonces el destino intervino en los acontecimientos y con efectos de gran importancia para el desarrollo de los mismos. Una decena de esas chicas entre las que por negligencia o por precipitación estaban algunas muy mal heridas, pues las sesiones de sus torturas se vieron repentinamente interrumpidas, habían sido enviadas una semana atrás al castillo de Polodié. Pero por ese enclave, y en las mismas fechas, un noble pernoctó una noche, pues uno de sus acompañantes se hallaba gravemente enfermo. Iba camino de Presburgo. ¿Es posible que ese noble viese algo que le hizo sospechar, y que, llegado a Presburgo, lo comentase a alguien? Lo es. La cuestión era que con tal coincidencia no contaba Erzsébet, que tuvo que ver, quizá asustada por vez primera en toda su vida, cómo lo que en principio debía ser una visita por parte de algunos de sus familiares se convertía en otra cosa muy distinta. ¿Intervino en este punto Megyery, el tutor de su hijo Pál, quizá Miklós Zrinyi, su yerno, o el propio Palatino? No se sabe. El caso es que a su nerviosismo inicial por aquellas visitas que ni esperaba ni deseaba, se añadió una noticia, comunicada por un jinete, que iba a sumirle en la mudez absoluta. Todas las fuerzas adversas parecían haberse aliado contra ella. Una carambola del destino hizo que, sin entender en absoluto los motivos, tuviese la confirmación, atestiguada por el sello de la Casa de Habsburgo, de algo que ni en sus peores pesadillas podría haber llegado a imaginar: para la próxima Navidad iba a tener el honor de recibir no sólo a sus parientes Báthory y Nádasdy, con lo que ya contaba, y a lo más selecto de la nobleza húngara aparte de su familia, entre los que contaba a los Beckov, a los cada día más poderosos Esterházy o a los Illiasky, sino incluso al Palatino György Thurzó y al mismísimo rey Matías. Éste, en un gesto de probada magnanimidad, también pensaba honrarla con su presencia.

¡Honrarla! ¡Con lo que ella hubiese dado porque todos desaparecieran de la faz de la tierra a un simple conjuro! Sin duda, pensó, era el destino que la ponía a prueba. Pero estaba decidida a superarlo.

Lo sucedido en Polodié, y que ella siempre ignoró, puede que jugase un papel relevante en el decurso de los hechos, y no cabe descartar la posibilidad de que tanto Thurzó como Megyery, quien desde las exequias en honor de Ferenc Nádasdy, acaecidas hacía ya más de un lustro, no había vuelto nunca a Csejthe, decidieran aprovechar para comprobar qué tenía de cierto cuanto de Erzsébet se decía.

Lo cierto es que el trasiego de chicas continuó a un ritmo frenético, incesante como los goteos de sangre que, cada vez más enfurecida y salvaje, ella propiciaba noche tras noche en los sótanos de Csejthe. Era como si quisiera aprovechar al máximo sus cada día más recortadas cotas de poder, ya que ahora las circunstancias se le presentaban desfavorables. Pero una vez mas el orgullo de su casta la engañó, haciéndola vivir en un neutro espejismo. «No se atreverán. Nunca se atreverán conmigo», se decía ininterrumpidamente cuando esas preocupaciones la asaltaban. Ella aún vivía en el viejo mundo, no obstante los bandidos de los campos, los
zémans
de futuro incipiente y toda la ralea de intrigantes que en su contra tenía entre las clases nobles. En este mundo nadie osaría levantarle la mano ni perjudicarla.

Quizá, bien pensado, fuese un buen momento para jugar a las fiestas palaciegas, para recuperar las más finas de entre sus mangas abullonadas y sus estrechos corpiños que tanto la rejuvenecían. Volvía a ser el momento de las perlas, de las que disponía a centenares. Siempre soñó con emular a aquella María de Médicis de la que, se cuenta, llegó a llevar en su vestido treinta mil perlas y tres mil diamantes. Ella no llegaba a tanto, pero la superaba en belleza. Un poco de esplendor no le vendría mal. Volvería a bailar, o a ver cómo otros bailaban la insinuante siciliana, la majestuosa zarabanda, la pastoral muzeta o las divertidas y frívolas gigas o chaconas. Si había que mostrar opulencia, la mostraría. Si era necesario ofrecer refinamiento, lo ofrecería. Si había que permanecer largas horas tumbada en triclinios oyendo nimiedades, estaba dispuesta a hacerlo. Si era menester almidonar a toda prisa las gorgueras, tiznándolas con polvos azules procedentes de Holanda, lo haría. Si había que sacar de los cajones golillas y escarapelas, lo haría. Si había que colocar marquesinas en los patios para desde allí contemplar tilos y acacias, las colocaría, aunque por suerte para ella era poco propicio el inclemente tiempo para admirar la belleza de los árboles. Si había que llenar los jarrones de prímulas y zinias, de cilantro y aquileas, de verdolagas y agrimonias, los llenaría. Si tocaba oír a vates y bardos, a trovadores y rapsodas, los oiría, fingiendo poner atención. Si había que alegrarse con los funámbulos, con los acróbatas y con los antipodistas, se alegraría, pero su pensamiento seguiría estando en lo que tenía en Polodié y los otros castillos. Si no podía desayunar, comer ni merendar, cenaría.

Ella era la honorable viuda del Ilustrísimo Conde Ferenc Nádasdy, azote de turcos y paladín de la Cristiandad. ¿Cómo iban a arremeter contra ella cual jabalíes? No, eso no ocurriría.

Quizá pensase entonces que en lo sucesivo sería conveniente recatarse en sus desmanes. Ya hallaría una fórmula, un lugar donde llevarlos a cabo. Ser una Báthory la había abocado a verse como se veía, más apurada de lo que nunca estuvo, y ser una de ellos la cegó ante el inminente peligro que sobre ella se cernía.

Sí, estaba decidida a ser digna de sus fieros antepasados. Hasta el final.

Y entonces, malhadadamente, se sintió más Báthory que nunca.

SOMLYÓ

La loba, a la espera de acontecimientos, ya no salía de su madriguera. Pero estaba herida.

Y era tan grande el rastro de sangre dejado tras de sí, que casi por inercia se invirtieron los términos del juego, porque aquello se trataba de un juego con la vida y con la muerte: los cazadores, confiados en no perder ese rastro, se acercaban poco a poco a su escondite.

Allí, en el profundo seno de su guarida, Erzsébet, en vez de no perder la calma tomando con habilidad y cautela medidas que hubieran podido depararle un cambio de situación, enloquecía por momentos.

Faltaba bastante para la Navidad y su detestable compromiso, pero aún proyectaba sendos viajes a los castillos de Somlyó, de Ilava y de Bezkó. Sentía una especial predilección por el de Somlyó, que perteneció a sus antepasados, los Ecsed. Aunque finalmente nunca llegaría a realizar tales viajes. Se limitó a trasladar de aquí para allá grupos de chicas, en la mayor parte de los casos para hacerlas regresar casi de inmediato. Ni el peligro le quitaba el hambre. Al contrario, como buena depredadora que era, se lo aumentaba.

Seguía sin comprender que se enfrentaba a personas que no eran como esas chicas campesinas que rodeaban Nytra, y que con tanta facilidad logró capturar cuando bastaba con unas promesas, unas pocas monedas o prendas. Cuando bastaba con su sola presencia.

Ahora los círculos de su rastreo, esos infernales semicírculos trazados con geométrica precisión hacia el este, y que se habían desarrollado armoniosa y macabramente como las ondas sobre la superficie del agua estancada, llevaban ya un tiempo gestándose en sentido inverso. Para ser más exactos, en sentido directamente proporcional a como ella misma había perdido el sentido.

Como esos terrenos de mielga en los que no llega a sembrarse nunca, creándose así un barrizal irrecuperable, todo a su alrededor se echaba a perder.

Sí, ahora todo en su entorno tendía a contraerse igual que sucede con ciertos materiales que entran en contacto con las llamas del fuego. János había comprobado que eso es lo que ocurre con algunas prendas al ser tiradas a las brasas. Se encogen sobre sí mismas hasta desaparecer finalmente en una agonía inmaterial que puede ser silenciosa o crepitante, pero que las destruye en poco tiempo.

Demasiado tarde ya para ir a la posada de la Weihburggasse de Viena, o a la Casa Harmish, donde se la conocía como
die Blütgrafin
, la Condesa Sangrienta. Demasiado tarde para todo lo que no fuera recogerse en su propia soledad y seguir empecinada en ser consecuente con aquello que siempre fue. Era arriscada, pero no suicida.

Quizá, en esos días de inquietud y espera, llegase a pensar que si como loba que era podían pretender darle caza, caso de que así ocurriese no lo lograrían de ningún modo, pues su estirpe pertenecía a los hijos de la Luna, y con ella, ¿quién iba a atreverse?

Y si los meses anteriores los pasó Erzsébet dedicándose, es posible, a sus lecturas prohibidas entre orgía y orgía siempre sangrientas para hacer honor a su apodo, jamás estrictamente sexuales, ese otoño se dedicó a hablar largas horas con Májorova. Según comentó Kata un tiempo después, aunque no dejó claro si fue ella misma quien llegó a oír fragmentos de esas conversaciones o si se lo oyó decir a Jó Ilona, con quien se sinceraba de tanto en tanto, pues parecía que Ilona vivía todo aquello mucho peor que la aborrecible y feral Dorkó, siempre huraña, la Condesa y Ezra Májorova seguían discutiendo acerca de cómo conseguir muchachas que, siendo hijas de
zémans
, aceptaran ir a Csejthe en calidad de doncellas de compañía de la famosa Señora. Habría que ir a buscarlas bastante lejos, cosa que por otra parte ya se estaba llevando a cabo desde muchos meses antes.

Pero, además, al parecer, también hablaban de otro tema que le resultaba muy interesante a Erzsébet, como no podía ser menos: las leyendas que sobre vampiros recorrían el país entero, y que habían llegado incluso a ser motivo de acaloradas discusiones en algunas cortes extranjeras.

Ya de niña, cuando sus parientes nacidos en el este la llamaban aún Alžbeta en lugar de Erzsébet, que era la traducción húngara tradicional de su nombre, aunque ella gusta se de firmar con frecuencia
Elisabetha
, en latín, oyó hablar de tales historias. Para ella eran casi familiares esos
vroucolacas
de los que escuchó sutiles o directas referencias desde que empezó a razonar. Se comentaba que el término provenía de una deidad de los Balcanes,
Varcolac
, quien cuando se enfurecía engullía el sol y la luna, provocando los eclipses. De hecho, se trataba de los
vrykolakas
grecomacedónicos que antaño asolaron, según las leyendas, las tierras de Melenik y Kathaphygi. A su vez, los
vrukolakiazci
eran los muertos que se convertían en vampiros al ser mordidos por éstos, creando una cadena que era imposible frenar.

A todo ello había que añadir nuevas leyendas que hablaban de
vlŭkodlakŭ
, hombres-lobo que tenían su parangón en Alemania, desde hacía varios siglos, con los temidos
beserks
. Bucardo, obispo de Worms, escribió un célebre
Decretum
en el que ordenaba su empalamiento, clavándoles una estaca en pleno corazón en cuanto fuesen descubiertos. Se decía que los vampiros también eran hijos de Lilith, la diosa tan cara a Erzsébet. Ya Ovidio, Lucano, Petronio o Plauto hicieron puntuales referencias a esa terrible diosa Lilith o a sus herederas, las
empusas
o
lamias
, quienes, valiéndose de la lascivia propia de los hombres, acababan por succionarles toda su fuerza vital a través del semen o la sangre.

Más hacia el oeste, los serbocroatas mencionaban con temor a los
nekrstenci
, los no-bautizados muertos que se convertían en voraces pájaros nocturnos. En Rumania llamaban a las mujeres-vampiro
strigoicas
, aunque el término «vampiro» como tal se remonta por primera vez en su forma escrita a San Libencio, obispo de Bremen, y data de una fecha aproximada al cambio de milenio. Por su parte, en la zona del norte, hacia Polonia y Rusia, se les llamaba
upierz
Y, como en el caso de la brujería, muchos empezaban a ser los tratados que al respecto se publicaban, aunque su acceso fuese un tanto restringido. Pirgist sabía de los más comentados, y que bien pudo haber conocido Erzsébet, cosa que se hubiera sabido de especificarse cuáles eran aquellos libros que estaban en su biblioteca. A los vampiros se les citaba en
Die Emeis
de Johannes Geiler Keisersberg, en
Prieras
de Silvestre Mazzolini, en la
Tipographia Hibernica
de Giraldus de Barri, arzobispo de Breeknock, en
De nugis
de Walter Map, en los tratados sobre vampiros y hombres-lobo que legó el abad Bliscarret, en la
Gesta Regun Anglorum
de William Malmesbury, pero, sobre todo en los tres textos fundamentales para estudiar dicho tema, que para muchos resultaba fantástico e irreal y para otros no tanto: el
Malleus maleficarum
, los
Comentarius de praecipuis divinationum generibus
de Kaspar Peucer, y el
De Lycantrophie transformatione
, debido a la pluma e ingenio de Jean de Nynauld. Todo ese caldo de cultivo se vio avivado por el ajusticiamiento público de un ciudadano llamado Peter Stubbe, al que se acusó de licántropo, y halló su fin en la localidad de Bedburg, no lejos de Colonia, en el año 1590. Todo ello se inscribía en el marco de escándalo y conmoción popular que provocó la muerte de casi mil mujeres acusadas tanto de brujería como de vampirismo, entre ellas incluso algunas niñas de cuatro y cinco años de edad. Se mataba a porfía, y siempre en nombre de la fe. Realmente Europa estaba convulsionándose, pues si de una parte los miembros más intransigentes de la Iglesia se empeñaban en borrar de la vida todo signo de pagana credulidad entre las gentes, de otro éstas seguían mostrando una innata predilección por hechos propios de la antigüedad y las costumbres más bárbaras. Así, dieron mucho que hablar las peleas entre osos de Berlín, o los combates que entre tigres y leones contra toros tenían lugar en Innsbruck. Las ferias estaban llenas de seres deformes por cuya visión la muchedumbre pagaba haciendo largas colas. También fueron célebres casos como los de una joven llamada Apolonia Schreier, que se mantuvo, dicen, cinco años subsistiendo tan sólo conjugo de determinadas flores, o Eva Vliege, de la que se cuenta permaneció diecisiete años haciendo lo propio. Las supersticiones se hallaban demasiado arraigadas como para extirparlas por la fuerza. Ella misma combinaba sus prácticas más crueles con caprichos de dama, como hacerse traer de la India cúrcumas, amarantos y mirobálanos que, por el duro clima, no llegaban a arraigar en los parterres del jardincillo exterior de Csejthe.

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