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Authors: Javier García Sánchez

Tags: #Histórico, #Terror, #Drama

Ella, Drácula (15 page)

Tardó mucho en enfrentarse al pensamiento que un buen día empezó a corroerla por dentro, su omnipresente y atormentada duda: si Darvulia poseía esos poderes, ¿por qué había envejecido de manera tan lamentable? ¿Por qué también las más reputadas brujas envejecían y morían?

Algo no habrían hecho bien. Algún error habrían cometido en determinada fase del proceso. Ella lo averiguaría. Pero el inicio del manantial por el que fluía el río de la vida, que para ella significaba muerte, ¿dónde estuvo?

Katalyn Benieczy, la lavandera, también contó esta anécdota a la madre de János. Y también ésta se la contó a él, aún con el pavor en la mirada y la voz en apenas un inaudible susurro, como si temiera ser oída por el espíritu de quien la provocó: Ella.

Cierta tarde, en el castillo de Kolozsvar, pasaban lentas las horas. Erzsébet se aburría enormemente en aquel tedio que para muchos era placidez y holganza, pero que a ella parecía atacarle los nervios. Erzsébet necesitaba otra cosa. Y la obtuvo. Fue en un instante, y quizá ni siquiera lo esperaba, aunque estuviese anímicamente preparada, plenamente dispuesta para ese momento que en secreto debió de anhelar desde la cuna.

Una costurera, distraída, trajinaba en sus faldones y mangas. Mientras, esa costurera iba hablando con otras criadas. Erzsébet fingía oírlas, pero en realidad estaba al acecho.

Y se produjo el pinchazo. Fue un desliz, un agudo y espontáneo dolor que pasó pronto. Nada más que eso, el pinchazo en la mano de la joven dama.

Erzsébet contrajo el rostro. La costurera dio muestras de contrición, después de alarma. Porque lo que estaba ocurriendo ante aquella atemorizada chica nadie lo esperaba. Sabían de sus bofetones por cualquier bagatela, sabían de sus gritos y amenazas ante la menor contrariedad. Incluso sabían, porque lo habían visto repetidas veces, de los varazos que con su bastoncillo de tejo la joven señora propinaba a cualquiera del servicio, tuviese causa justificada o no para hacerlo.

Pero nada de eso sucedió. Más bien al contrario. Lo que ocurriría aumentó el temor de aquella concurrencia femenina que de pronto se había quedado muda y cabizbaja. Lo grave era, precisamente, que no ocurría nada. El silencio les pesaba a todas como gruesas cadenas. Y seguía sin pasar nada. Falso. Estaba pasando algo. La metamorfosis cobraba forma, aun confusa, dentro de ella. A su modo, pese a ser analfabetas y chicas de pueblo, quizá ellas ya lo notaron. Una a una fueron elevando sus miradas en dirección a Erzsébet. Nadie se atrevía a pronunciar palabra alguna. La causante del pinchazo sollozó, tras emitir un gemido y, según parece, intentó excusarse.

Una simple mirada de Erzsébet bastó para callarla.

La joven dama se había puesto pálida. Parecía una estatua, y su faz, un busto de alabastro. Tenía el brazo a medio levantar y lo miraba absorta, sin hacer comentario alguno.

No se quejó, no protestó. Simplemente estaba allí, en medio de la habitación con su brazo suspendido en el aire. Los ojos fijos en la mano que recibió el pinchazo.

Otra de las costureras, previendo un duro castigo que podía ser colectivo, inició una frase exculpatoria. De nuevo los ojos de Erzsébet dejaron de observar su mano para dirigirse a la que por momentos, y llevada por el temor a las represalias, perdía la compostura. También ésta enmudeció, agachando la vista.

Los ojos de Erzsébet recorrieron aquellos cuerpos cabizbajos. Luego se dirigieron a la ventana. Se movió un poco, llevando su mano elevada en el sentido de la luz vespertina que aún entraba por la ventana, como si pretendiese cogerla. Quería contemplar mejor su diminuta herida.

En efecto, allí, en el reverso de la mano, había una gota de sangre. Ella volvió la mano con extrema suavidad y sin dejar de tenerla todo el rato a la altura del rostro, en posición paralela al suelo. Diríase que temía que cayese esa gota, rodando por la superficie de la mano.

Una gota de sangre.

Una simple gota de sangre.

Su barbilla sufrió un leve estremecimiento y en las aletas de su nariz se registró una levísima contracción. Entornó los ojos, incrédula, para observar mejor la gota. Un arrebol cincelaba sus mejillas.

Algo vio en el rojo intenso de esa mancha que formaba una minúscula semiesfera en su mano.

De repente, dirigiéndose a la costurera que provocó la herida, silabeó:


Gyere ide

Apenas pudieron oír sus palabras, pues las había dicho con la boca casi cerrada.

—«Ven…».

La chica rompió en un fuerte sollozo, ahora sí. Temía los golpes, al igual que las otras. Un codo la empujó hacia donde se hallaba su dueña. Era preferible aceptar el castigo o la reprimenda a enfurecerla, eso bien lo sabían todas. Mientras, la pobre no dejaba de emitir hipidos al tiempo que suplicaba:


Szjnálom, Asszony, szjnálom
… —«Lo siento, Señora, lo siento…».

El silencio iba espesándose a cada segundo, que se les hacían interminables. Tuvieron que sentirse sumamente desconcertadas cuando oyeron que Erzsébet, quien parecía haberse puesto aún más pálida, decía en voz baja:

—¿
Kersz… enni
?

Se miraron unas a otras, atónitas. Habían oído bien:

—«¿Tienes hambre?».


Köszönöm, nen
… —«No, gracias». Por un momento creyó que la obligaría a ingerir una, dos, tres manzanas a modo de escarmiento, hasta atragantarse. De nuevo sollozó—:
Bocsánat, bocsánat
… —«Perdón, perdón…».

Pero era por completo inútil cualquier frase.

Erzsébet volvió a mirar su mano herida. La gota se había deslizado un centímetro hacia un lado, dejando un surco encarnado en la piel. De nuevo colocó recta la mano. Sus ojos se clavaban directamente en la chica, que ahora se mordisqueaba los nudillos de ambas manos pese a que éstas aún sostenían una prenda.

Sin moverse de donde estaba, Erzsébet ofreció su brazo a la chica. Fue entonces cuando dijo en tono imperativo:


Lassú… iszik
… —pero interrumpió su frase.

No daban crédito a lo que oyeron. Le había ordenado que lamiese esa gota, que se la bebiera. Volvió a mandárselo, ahora con ademán glacial pero sin elevar la voz. El gesto firme de la mano, como si señalase algo, así lo indicaba:

—«¡Lámela!».

La chica, disimulando a duras penas su aturdimiento, se acercó hacia ella. Erzsébet bajó un poco su brazo, dejándolo justo delante del rostro de la costurera. Ésta fue aproximando la cara a la mano. En la estancia todas temblaban, menos ella, la joven dama que acababa de realizar tan desconcertante petición.

—No te lo repetiré otra vez —se la oyó decir—: Lámela…

La costurera, que se llamaba Irina y tenía largos cabellos de color rubio pajizo, acercó más el rostro a la mano. Por unos instantes, y con el rabillo del ojo, miró a las demás. Debía de darle una cierta seguridad que las otras estuviesen todo el rato ahí.

Su lengua apareció indecisa entre los labios. Éstos rozaron la mano de Erzsébet. La lengua tocó la gota. Ambas cerraron los ojos. Una de asco y miedo. La otra, por lo que estaba sucediendo en su interior, y que incluso a ella le resultaba difícil de dominar.

Erzsébet sintió el contraste cálido de esa lengua que se agitaba en un débil estertor. La chica, contraído el rostro y todavía con los ojos cerrados, apartó la cara pero permaneció quieta donde estaba, frente a su Señora.

Con toda seguridad aquellas chicas pensaron que estaba loca, pero era preferible una reacción así a una paliza o cualquier otro castigo.

No podían tener ni la más remota idea de lo que estaba sucediendo en el seno de Erzsébet, de lo que, como un estallido de infinitas transparencias y texturas, cruzaba por su mente enferma.

Estaba siendo embarazada. De hecho, llevaba ya algo en las entrañas.

Esa luz. Ese resplandor. Ese trueno perdiéndose por un confín de sus huesos y llenándoselos de algo más dulce que la ambrosía, algo que quemaba como el fuego pese a no dejar huellas.

Sintió un extasiante abandono en todos sus sentidos, como si mil soles hubiesen estallado al unísono en su pecho.

Las palpitaciones que empezaban a dominarla eran la prueba de lo que ella siempre creyó.

Había entrado en un túnel del que no veía el fondo, pero por el que se dejaba deslizar hacia profundidades insondables. Mas ese túnel, aunque en realidad sólo la hundía en la ciénaga otro paso, ella supo invertirlo. Así, se sentía proyectada a las alturas, hacia una luz cada vez más intensa, más cegadora, más roja, pese a que la oscuridad lo encharcaba todo. Ella tuvo el presentimiento de esa luz. La adivinó al final del túnel. Imantaba de su ser con una violencia tal que tuvo que creer que se elevaría por los aires de un momento a otro. Por fin iba a volar como esos pájaros negros que tanto miraba durante sus largos paseos a caballo por la llanura. ¿Por qué esas criaturas podían volar y ella no? ¿Por qué?

Ahora volaba. Siempre que mantuviese los ojos cerrados, volaba.

Había iniciado su pertenencia a una fe prístina, milenaria y a la vez nueva, lejos de todo prejuicio o concepto moral, al margen de cualquier mandamiento, y esa simple idea, tanto o más que lo que pudo sentir exactamente cuando notó el contacto de aquella lengua en su sangre, la enloqueció de placer.

Ella era la diosa y su única feligresa, ella el púlpito y el confesionario, ella la ermita y la basílica, ella el altar y la píxide que conserva la Sagrada Forma. Adorándose a sí misma en su demente silencio, rito que había tenido comienzo, aparentemente, con el tibio candor de un pollito saliendo de su caparazón en busca de algo más, de aire, de vida, de alimento, se había convertido por fin en suma sacerdotisa de todo lo orgánico latente en su alrededor.

Ahora ya sabía, o por lo menos empezaba a tener una idea aproximada de ello, qué era ese algo más, qué el aire que necesitaba, cómo la vida a la que aspiraba, cuál el alimento que serviría para saciarla.

Porque durante aquel eterno segundo en el que todo quedó transgredido, en aquel lapso de tiempo infinitesimal y a la vez inabarcable en el que la temblorosa lengua de la chica rozó su sangre, Erzsébet instauró un nuevo orden de cosas hechas a su medida, creó un único mandamiento para cimentar la religión que en un instante, en apenas un instante, había consumado.

Pero la escena, según contó Kata a quien quisiese oírla, y esto seguramente tuvo que ocurrir cuando por fin ya se podía hablar de ello sin tener paralizadas el habla y la razón, años después, aún ofreció una sorprendente continuación.

Inmediatamente después de que la chica lamiera su gota, Erzsébet contrajo el cuerpo ligeramente, como si una febril sacudida la hubiese recorrido de arriba abajo. Sobrecogida, dio unos pasos hasta quedar situada junto a la amplia ventana. Con la cabeza pareció mandar que la dejasen sola. Iban a hacerlo cuando de pronto se giró buscando a la costurera con la mirada. Ésta permaneció quieta. Erzsébet le indicó con su mano que se acercase de nuevo. La chica obedeció, sumisa, todavía muy asustada. No obstante, se detuvo a un metro de su Señora. Erzsébet movió la mano en señal inequívoca: quería que se aproximase un poco más.

Entonces, cuando la tuvo a su alcance, le propinó una fuerte bofetada.

El moño que llevaba Irina quedó deshecho en el acto, y su cara fue zarandeada como si de un muñeco de tela se tratase.

El dragón, la serpiente, no podía quedarse sin realizar ese último gesto de venganza y reprensión sobre la víctima ya ultrajada.

El dragón, la serpiente, tenía muy largas las uñas. Así había sido desde siempre, y ésa era una costumbre de las damas húngaras de cierto abolengo. Se hacía cuidar esas uñas obsesivamente, lo mismo que obligaba a que cepillasen su larga melena durante interminables horas mientras ella, sin inmutarse, se miraba en el espejo, medio cerrados los ojos, perdida en sus pensamientos, mucho más allá de una burda coquetería que nunca sintió. Tales sesiones sólo eran interrumpidas cuando, con el cepillo, alguna infeliz le daba un tirón. Entonces volvía a relucir su proverbial cólera. Y los castigos. Por ello llevaban tanto cuidado al peinarla y al limarle las uñas.

Cuando la chica elevó el rostro, todavía aturdida por el doloroso impacto que había caído sobre su mejilla con la celeridad del rayo, se vio que tenía un profundo rasguño en el pómulo. También de ahí empezaba a brotar un hilillo de sangre. Sin embargo, la expresión de Erzsébet al contemplar esa herida que acababa de causarle a su criada era de paz absoluta, pese a que momentos antes pareciese toda ella contraída de rabia. Tal fue la fuerza con la que la abofeteó.

Sí, allí, en aquella escena, estaba escrito: lo que hasta ahora no había sido sino un presentimiento, era ahora un estrepitoso clamor, un rugiente bienestar.

La sangre conseguía serenarla.

Tan sencillo y tan perturbador como eso. Su visión, su cercanía, la colmaban. Incluso su parcial visión o su proximidad intuida. El atroz milagro se consumaba minuto a minuto. Por fin veía cuál debía ser la senda a seguir para llegar a la salida del túnel. A la luz que la inundaba con ese sentimiento de plenitud desparramándose por su estómago, por su pecho, por su garganta, por sus sienes, que le zumbaban de felicidad como un avispero.

Al apartar ella un poco la cara, dando a entender que no iba a seguir golpeando, la chica hizo ademán de retirarse. Entonces Erzsébet volvió a mirarla. Lo hizo con un rictus de contenida desesperación dibujado en su faz, como quien asiste a una pérdida irreparable y nada puede hacer por evitarla.

No miraba a la chica, sino su mejilla ensangrentada. Ese ancho y alargado rasguño era lo que sus ojos buscaban. La desgarradura era considerable, pero no sabía qué hacer con lo que acababa de provocar. Ahí estaba lo anhelado y, ahora que lo tenía tan cerca, tan al alcance, se sentía paralizada por completo. Entreabrió la boca como para decir algo, y de hecho musitó unas palabras, aunque fueron dichas casi con dulzura:


Vár-j-ál
…!

Se habían intercambiado los papeles. Ahora era ella quien pedía, casi quien rogaba con la mirada y esas pocas sílabas que nacieron con ribetes de ruego:

—«¡Espera …! ».

Iba a hablarle a la costurera, deseosa de compartir algo, pero no llegó a hacerlo. Sencillamente lo pensó. Una sombra cruzó por su semblante, o quizá fue la penumbra que poco a poco empezaba a apoderarse de aquella estancia.

Se giró por completo, dándole la espalda al grupo de temerosas muchachas que se apelmazaban junto a la puerta como ganado deseoso de salir de sus establos.

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