Ella, Drácula (19 page)

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Authors: Javier García Sánchez

Tags: #Histórico, #Terror, #Drama

Y, para sorpresa general, de pronto se sumó al juego, en el que entrando ella perdía todo viso de posible y seria disputa. Las criadas, alegres, se distendieron. Tal vez hasta pensaron que, siendo casi de su misma edad, también la Señora quería un poco de alegría y diversión. Los alfileres iban y venían, amenazantes. Las risas crecían.

Erzsébet cogió uno de los largos alfileres que se usaban para coser los vestidos. Amenazó a una, luego a otra, y ellas reían, fuera de sí, excitadas.

Lo que a continuación sucedió fue tan súbito como había pasado años antes, en Kolozsvar.

Erzsébet se puso detrás de la criada que un rato atrás le había dado el tirón en el cabello. Se acercó a ella con sigilo, pese a que las otras la avisaban.

Y de repente, sin perder nunca su sonrisa, pues en todo momento dio la sensación de estar jugando y muy a gusto, le clavó el alfiler en el brazo.

La criada profirió un grito de dolor. Cesaron las risas. Se hizo el silencio. Todas se quedaron inmóviles. Ahora entendían que aquello era una venganza de la Señora por el descuido de antes, pues no en vano eligió a la negligente de marras entre varias muchachas.

La sangre, siempre aparatosa, empezó a manar con abundancia del brazo de la criada. Ésta, una vez pasado el susto y dolor iniciales, no sabía qué hacer o decir. Erzsébet se aproximó un poco más a ella y, cuando todas esperaban, en su santa inocencia, que pidiese disculpas, propinó un nuevo y certero alfilerazo en el brazo herido de la chica. Éste, por fortuna, apenas le rozó el codo, pues la chica se apartó instintivamente.

Erzsébet soltó una carcajada que helaría la espalda de todas. Luego se puso seria y dejó el alfiler sobre una mesa. Ordenó que se fueran de allí, excepción hecha de la criada que estaba herida. Una vez a solas con ella, según se cuenta, le pidió disculpas, aunque recriminándole el descuido de antes. Entonces, acercándose a la chica, la miró a los ojos. De inmediato le susurró algo al oído. La criada, asustada, negó con la cabeza, pero sin atreverse a hablar. Temía nuevos alfilerazos, y debió de pensar que su joven Señora, a la que posiblemente era la primera vez que veía, estaba loca.

Erzsébet, para tranquilizarla, acarició su pelo desmadejado, pues la cofia había rodado por el suelo, hecho de madera de alerce. Volvió a decirle algo en voz baja y con actitud cordial, si no cariñosa.

Finalmente tomó entre sus manos el brazo de la criada. En todo momento la miraba a los ojos. La chica pareció estremecerse cada vez más.


Kerem… kerem
… —decía Erzsébet: «Por favor, por favor…».

Mientras, su rostro iba aproximándose a la herida. La criada apartó la mirada sin ofrecer resistencia. Por nada del mundo se le hubiese ocurrido hacerlo. Erzsébet la tenía toda para sí: maltrecha, llena de miedo, aislada. Acercó lentamente su boca a la marca de la que seguía brotando sangre.


Kerem
… —se oyó de nuevo, pero ahora lo dijo con los ojos cerrados.

Besó aquella herida. Hizo recorrer su lengua sobre la sangre. Primero una vez, luego otra, y otra. La chica temblaba, llena de confusión por aquello que no entendía.

Así estuvo Erzsébet durante un largo e interminable minuto. Besando, lamiendo, bebiendo de aquel líquido rojo que ahora se había extendido por buena parte del brazo. Cuando se apartó de la criada, tenía la cara completamente llena de sangre, tal era la fruición con que se había restregado sobre la herida. Luego le ordenó a la chica que se marchase.

Entonces, ya a solas y con el rostro aún ensangrentado, se desplomó en su sillón. Palpó la sangre con los dedos. Los observó atentamente. Su lengua recorrió los labios, buscando las comisuras. Con los ojos cerrados paladeó: el éxtasis parecía tan fácil de obtener.

Se había precipitado en lo más oscuro de sí misma. Ya no resultaría posible el regreso de ese paraje que acababa de visitar. Ya tenía su diástole, la relajación máxima que precede a la contracción. Ya oía el latido en su interior. Además de reptar y volar, también existía esto, y ella lo intuyó siempre.

Ya era loba.

ECSED

Pasó el tiempo y la mujer con espíritu de dragón y movimientos de serpiente, con mirada de águila y hambre de loba, quería más.

Quizá se sintiese heredera de Calígula: ella quería la Luna, el poder maléfico que emana del astro nocturno, aunque ya se sabía mecida en su húmedo regazo. Y, como Calígula, ignominia máxima de la familia Julia-Claudia que tanta gloria diese a Roma con otros de sus vástagos, Erzsébet hizo suya una frase del citado emperador: «Todo y contra todos me es lícito». Y, como él, posiblemente padeciera epilepsia.

Igual que ese amado cuerpo celeste, quería brillar sólo cuando llegase la noche. Como esa inmensa perla suspendida en el firmamento, la fiera arrogancia de Erzsébet únicamente lucía en todo su esplendor algunas noches, pues ni ella misma habría soportado hacer nada después de ciertas horas dedicada a la lujuria más desatada, al horror más ubicuo, a las pócimas más potentes. Quedaba entonces literalmente postrada, morosos sus movimientos, calcáreo el gesto, envuelta toda ella en una bruma, sintiendo que la asaeteaban invisibles fuegos fatuos que ardían en su interior como pabilos en una sacristía profanada.

Pasaron las estaciones, sí, con la lentitud de bueyes uncidos sobre el campo en agraz que prepara su cosecha. Arribó la canícula estival enloqueciendo a las cigarras que, con sus patas aferradas a los tallos resecos y a crujientes sarmientos, le gritan monótonamente al sol su alborozo de vivir. Cuando el hinojo y la árnica ven dorarse su tono amarillo, y luego se quiebran, cuando los labriegos se tornan torpes y somnolientos, cuando los cañizales lanzan suspiros que recuerdan a vírgenes sollozantes, cuando orzuelos y lobanillos no cicatrizan en los enfermos debido a su continuo sudor, cuando los muros sueltan esquirlas y el tasquil cae de las paredes a causa del calor, y los rostros de los más ancianos se ven surcados de lajas, cuando el musgo se vuelve tierra y los líquenes barro reseco, cuando cesa el gorjeo de chamarices en sus oquedades de piedra y el lugano no imita a ningún pájaro, porque abrasa el aire.

Llegó el momento en que caen las hojas y se suceden las lluvias, dejando de nuevo amarillo lo verde, cuando los bosques se llenan de una alfombra que crepita bajo nuestros pies y la naturaleza toda parece arrodillarse en espera de un frío mayor, que inevitablemente llega. Pero aún antes, manos hábiles habían sabido extraer el jugo acre de las rígidas umbelas de las lechetreznas, que hisopean escarcha con el viento. La vida.

Y llegó la época en que las colinas se visten de blanco y sólo las copas de los árboles muestran con orgullo sus crestas, cuando toda sobrepelliz es poca para que los tímpanos no zumben de frío, cuando la lúnula de las uñas se torna violácea y las yemas se arrugan, cuando zahínas y sorgos, brizas y piornos quedan tan ateridos en su vegetal silencio que más parecen alambres, como los hombres, que caminan encogidos, como las mujeres, que procuran no salir de sus casas.

Pasó ese frío intenso y llegaron de nuevo los luminosos días en que los insectos vuelan atolondrados en su ágape de olores, en su festín de fragancias, cuando las flores se visten de fiesta para ser libadas, cuando los abejorros incrustan sus cabezas entre los pétalos como almohadones de seda multicolor en pos del dulce néctar, su más valiosa prebenda, y el agua emana cristalina por los arroyos como si quisiera escribir así, con tinta transparente y fresca, la otra historia del mundo, la de lo bello inamovible, porque carece de moral y es eterno.

Erzsébet también evolucionó con las estaciones, con los años que se mueven como un péndulo, pero que nos llevan siempre hacia adelante. Había ido poniendo, uno a uno, todos los elementos para recoger una pingüe cosecha. Había conocido el éxtasis, y éste no era precisamente el que se encontraba en la liturgia cristiana.

Incluso con el advenimiento de cada nuevo verano, en la época en la que todavía son soportables los calores, Erzsébet se sentía menos dispuesta a salir para supervisar sus posesiones más cercanas, lo que hasta entonces sí había hecho. Mandaba a alguien a que recogiese los diezmos que le correspondían como Señora de aquellas tierras. Su vida fue tornándose roma hacia cualesquiera de las cosas que conformaban el mundo, y su carácter empezó a tener excoriaciones, aunque éstas estaban astilladas. No le importaban ni la aparición del esforrocino en las vides, ni de los oídios en ciertas especies de hongos comestibles. Ni ver cómo en los lagares se pisaba el vino, ni que los leñadores buscasen urce y brezo para el carbón que ella misma habría de aprovechar con la llegada del crudo invierno, ni que la parva y los montones de mies reposasen en las eras, aguardando a ser llevadas de un sitio a otro en pequeños bastimentos que surcaban las mansas aguas del Vág en ambas direcciones, aprovechando el estiaje del mismo mientras en sus márgenes el ganado cutral que no permanecía en los pastos altos, inservible para tareas duras, echaba espumarajos por el huelgo tras una fatigosa existencia al servicio de los hombres. Pronto serían carne y piel. Así sus víctimas florecían en una temprana primavera que era cercenada casi de raíz antes de que llegase el estío a sus vidas. Fue precisamente la certidumbre de que el otoño de la existencia estaba impregnándole todos y cada uno de los poros lo que, luego de obnubilarle el sentido, la hizo arremeter con salvajismo contra cuanto supusiera juventud y belleza.

De ese modo prosiguió su soterrada labor de zapa, husmeando cual lebrel en torno a los ancestros en los que se cimentaba su nueva fe. Seguía haciéndose contar pasajes de las historias que vivieron sus propios abuelos, como el de la pérdida de Belgrado o el desastre de Mohács, acaecido en 1526. Supo de aquella antigua Hungría que fue saqueada sucesivamente por las tribus celtas, las legiones de Trajano, los escitas, los avaros, las huestes de Arpad y Anulfo, los hunos, los gépidos o los eslovacos. Y ahora, los turcos. Ella misma y los suyos tenían en esos ancestros un fuerte componente oriental del que Erzsébet, que se sepa, nunca renegó. La villa en que nació, Nyírbáthor, se hallaba en el flanco de un triángulo que formaban Debrecen, Satu Mate y Oradea, en el que desde hacía siglos se afincaron los magiares, quienes a su vez eran los descendientes de los pechenegos, raza guerrera llegada más allá del Dniéper, donde se seguían las enseñanzas de Mahoma.

Todo eso debió de revolver sus instintos, acerándolos, y si en su cultura y sus modales Erzsébet mostraba afinidad con lo que se hacía en la Viena de los Habsburgos, si fue educada en la admiración a Matías Corvino u otros príncipes cristianos y su doctrina, también sentía una secreta e inconfesable atracción por lo que de Oriente latía en sus venas. De ese Oriente épico, aunque nunca visto, heredó justo lo que le convenía: una cierta idea de la crueldad, una mística de la venganza y el arte del suplicio. Pero ¿acaso no se mostraron también en extremo crueles, cuando de lo que se trataba era de preservar e imponer la fe, esos mismos príncipes en cuya veneración fue educada? Lo eran. Sólo que la crueldad de los otomanos siempre se le antojó más imaginativa que no necesariamente espectacular, y eso fue lo que ella buscó en todo momento: dejar volar su imaginación. Ser a través de lo destruido. Sentir mediante la devastación. Si hubiese sido hombre habría imitado a Vlad Tepes Drakul, sin duda. Pero como nació mujer se veía obligada a hacer eso mismo no en el campo de batalla sino en la intimidad.

Ella vivía enfrascada en su aprendizaje de las hierbas que algunos llamaban envenenadas y otros milagrosas, el eléboro y la estila, el ricino y la salvia, pero que en realidad le con cedían una inusitada fuerza, en los complejos brebajes cuya ingestión la hacían sentirse literalmente transportada a otros niveles de conciencia en medio de esa tediosa realidad de joven esposa solitaria, primero, aburrida madre más tarde, y viuda insatisfecha después. Vivía entre ollas que despedían fuertes y desconocidos aromas, entre frascos con pócimas de colores indescifrables, como lo eran las visiones que provocaban, entre retortas, alambiques y pucheros con sustancias que se improvisaban conforme se iban haciendo y ella exigía ascender un escalón más hacia la cumbre de la locura.

Pero lo principal, aunque ya llevara a cabo la mayor parte de sus actos intentando borrar cualquier huella que pudiese quedar de los mismos, es que por fin había hallado lo que aplacaba su ansiedad: la fórmula según la cual debía disponer su osadía, que a su vez la conducía al método para alcanzar el éxtasis.

Éste le reportaba plenitud. Y la plenitud, que sólo la concebía si era global, absoluta, únicamente se la daría la permanente juventud. Que a su alrededor la gente muriese, luego de haber envejecido lastimosamente o de enfermedades con nombres latinos, no le importaba apenas. Sólo lo tenía en cuenta. Ello significaba que la gente, toda la gente, no supo buscar. Ni siquiera Darvulia. En una fase inicial, su bruja no era partidaria de torturar y matar chicas. O no a tantas, ni tan arbitrariamente. También la vieja Darvulia parecía aletargada, carecía de auténtica voluntad de conocimiento, que según el código de valores de Erzsébet debía ser feroz, no entendiendo la piedad siquiera como concepto abstracto. Desde el primer instante ella se dio cuenta de que Darvulia temía los castigos físicos y a la muerte. A veces la oyó gritar mientras dormía. Fue así como esa bruja se había delatado: era sabia, pero humana.

Ella, en cambio, no sentía miedo a la muerte porque en su fuero interno no la concebía como un común destino, pese a que tantas veces la vio, pese a que tantas veces la había infligido. La muerte era eso que les sucede a los demás, a los frágiles, pensaría quizá en su delirante cegazón espiritual. Y en cuanto al dolor físico y los castigos, ¿qué podía decir, sino que la excitaban desde que era una chiquilla? Ya entonces, cuando alguna vez fue castigada en estancias cerradas, con la amenaza de que allí iba a quedarse largo tiempo, y que posiblemente acudieron las ratas a comérsela, ella, impasible por fuera pero enardecida por dentro, las esperaba en vano, hora tras hora. ¿Qué se sentiría al ser lentamente devorada por las ratas? Estaba su temor a los espacios cerrados, completamente cerrados, pero allí donde la enviaban siempre solía haber alguna luz, alguna ventana. Es posible que en determinados momentos sintiese algo parecido al miedo, pero ésa era una sensación de mímesis. Imitaba a los demás. Su curiosidad por todo lo referente al sufrimiento era muy superior al miedo, incluso cuando se trataba de ella misma quien podía padecer dolor físico.

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